2 0 10
DESPROGRAMAR... SIEMPRE DESPROGRAMAR (Enero 2010)
SUEÑOS DE REALIDAD (Febrero 2010)
CONOCERNOS PARA EMPEZAR A VIVIR (Marzo 2010)
THE CENICIENTA TRUE HISTORY (Mayo 2010)
LA CONSCIENCIA ECOLOGICA (Junio 2010)
ATENTOS, NO CONCENTRADOS (Julio 2010)
ALGUNOS PARECERES SOBRE LA "LEY DE MATRIMONIO GAY" (Agosto 2010 )
¿DIOS NO HABLA O ESTAMOS SORDOS? (Septiembre 2010)
MENTE SIGNIFICA DUALIDAD (Octubre 2010)
PERDER EL EJE (Noviembre 2010)
DIOS ES AMOR, PERO ¿QUÉ ES EL AMOR? (Diciembre 2010)
VOLVER A ARTíCULOS DE OTROS AÑOS
A todas luces la realidad
se nos dibuja como certeza, a pesar de que vez tras vez, lo único seguro
es que nos defraudará, que las cosas no eran como suponíamos,
que no hay justicia más que un descalabro procesal, que no hay bondad
en el humano que no sea una simple política de supervivencia. Una y otra
vez, “la realidad” parece un muro contra el cual chocamos, desesperándonos
y desesperanzándonos, una pared que nos despelleja sin tregua, y –aun
así- decidimos seguir atados a ella. Por eso el desdén hacia los
locos, porque –a su modo- rompieron con lo que llamaríamos una
realidad consensuada socialmente. Por eso la falta de todo respeto a los niños
que aún se manejan en gran medida por fuera de sus parámetros,
por no haber terminado –todavía- su socio/programación.
Obviamente suele agravar el cuadro, el hecho de que estemos tan confiados de
que la ruta es real, que la transitamos a altas velocidades, a menudo sin preguntarnos
acerca del cómo es que estamos tan seguros que “la cosa”
es de tal o cual manera… como si nos viniera del todo dada y como si cuestionarla
fuera tabú.
Entonces esa entelequia llamada –paradójicamente- “realidad”,
domina todos nuestros pensamientos y nuestros actos, nuestros deseos y nuestras
emociones, y los dirige hacia donde presumiblemente “deben” estos
apuntar. Esto es: según algún género de “deber ser”
que responde –normalmente- a algún orden moral, a un orden socialmente
pre-establecido.
Entonces nos guiamos por el ficticio pasado o en razón del prospectivo
futuro, nos enojamos y refunfuñamos contra aquel suceso que –ocurrido-
no se ajusta a nuestros planes y proyectos. Nos parece reconocer con meridiana
claridad la injusticia que se ha cometido en nuestra contra cuando lo asumido
como real se tornó ante nuestros ojos como evidente ilusión.
El problema es que a pesar de ocurrir esto a cada instante, porque todo en el
terreno de la denominada “realidad” es ilusión, nunca optamos
por salirnos del circuito.
Debería ser claro, que nada de lo que percibamos a través de nuestros
sentidos pasa de ser una simple recreación, un simple constructo, y en
el mejor de los casos: un objeto del pensamiento.
Cuando veo un pájaro surcando el cielo, lo que veo en mi mente es una
cantidad casi infinita de objetos preconstruidos que responden al vocablo o
concepto de “pájaro” y de “cielo” y de “surcar”,
que me hacen ajustar lo que percibí a través de la vista –en
este caso- a ese preconcepto (y no al revés). Y ello sin ponernos a profundizar
en que “lo que vi”, neurológicamente hablando, no es más
que una serie de impulsos eléctro químicos viajando a través
de un nervio óptico hasta la corteza visual en el lóbulo occipital,
que se encargará de decodificarlas y ensamblarlas creando una supuesta
imagen de lo que hay afuera (lo cual NO –y repito- NO es lo que hay afuera,
sino solo una imagen mental que puede ser más o menos representativa
de ello).
Y si vamos más allá: ¿de qué pensamiento podemos
estar hablando, cuando referimos la existencia de “objetos de pensamiento”?
Suponemos que el cerebro es parte de la realidad física, con una materialidad
innegable, y que –a su vez- preside la conformación de esta “realidad”,
sea en todo o en parte. Presumimos por lo tanto que en este órgano nacen
y se forman los pensamientos, que son los que nos posibilitan acceder al mundo
de lo tangible e intangible. El cerebro aprende (primero), y aprende a manejar
(después), al lenguaje (o aprende a ser manejado por él, según
se quiera ver).
Una vez accedido a la lengua, el cerebro creará representantes del mundo
exterior y del interior físico u orgánico, que no serán
sino nominaciones, nombres para lo que le va llegando a través de los
sentidos desde un presunto “adentro” y de otro presunto “afuera”.
Esos representantes no tienen sentido alguno por sí, sino que son en
relación a otros significantes. Deben ponerse en valor. Deben asociarse
cadenas de signos para que una palabra finalmente signifique algo. Y debe haber
cadenas de significados asociados con una –digamos- armonía suficiente,
para que se le otorgue a “algo” la categoría o cualidad de
“tener sentido”.
Por ello es que la palabra, una vez habida, crea nuestro mundo. ¿Cómo
pensar que el mundo responde a algo llamado realidad cuando no estamos sino
hablando del mundo, o pensándolo con palabras, en lugar de experimentarlo
en forma directa?
Somos sujetos de ese lenguaje. Somos sujetos en tanto mediados por él,
y en tanto hay un mundo que nos llega -y en el que vivimos- a través
del lenguaje. Pero sin palabra, no hay mundo, no hay realidad como la conocemos
y no hay sujeto.
Sin palabras sólo hay Ser experimentando. Solo Ser respirando el soplo
Divino.
Acallarnos, en la meditación, no es sino esto. Apagar esta cantinela.
Apagar la palabra que conforma todo lo ilusorio en nosotros, todo lo que reconocemos
del mundo para quedar inmersos en el misterio, en lo desconocido, en lo que
no tiene palabra para representarse, para decirse, ni para transmitirse. Solamente
apagar la palabra nos posibilita la experiencia directa.
Pero ese silencio tan temido, tan misterioso, ese silencio que nos recuerda
la soledad más solitaria de todas, siempre estuvo con nosotros, subyacente.
Lo reconoceremos porque siempre estuvo ahí, tapado, repleto de palabras.
En ese silencio habita el único real.
En este contexto, debemos comprender que el ego no es más que una construcción
lingüística, tan ficto como aquello llamado “mundo real”
o “realidad”.
Cuando “yo” quiero meditar, ya dejé afuera la posibilidad
de hacerlo. Ese “yo” o “ego” con el que tanto nos identificamos
carece de toda existencia en el plano del Ser, y es tan ilusorio como lo son
el dinero, la educación o el enamoramiento, o sea, lo material, lo intelectual
y lo emocional.
No hay más realidad en la vigilia que en el sueño. Solo es un
sueño dentro de otro.
El ego nos aferra al lenguaje, porque ese es su territorio, es su área
de seguridad. El ego nos hace pensar, y pensamos desde el ego con el cerebro.
Nuestro ego nos lleva entonces de la mano y pretende retenernos en el universo
de lo conocido, de lo ordenado por la razón (universales de la lógica),
por la sinrazón (sentimental, emocional,:y en definitiva: físico-química)
y por las razones (cadenas particulares, morales, personales o grupales), valiéndose
de unas u otras según nos conduzcan a lograr la certeza intelectual,
intima, de que el mundo que cualificamos como real es Real, y que no hay más
verdad que esa realidad (y nada confirma más este yerro que la célebre
frase de “el General”). Es más, visto de este modo debería
quedar claro que -por el contrario- la Verdad es la única Realidad…
podamos acceder a ella o no, logremos advertir que nuestro Ser esencial es sin
palabras, o no.
El entendimiento desde la pura consciencia de Ser, trasciende tanto la materialidad,
como la intelectualidad cerebral y la percepción sensoria, tanto como
se olvida de su antigua necesidad de navegar las conocidas aguas de la palabra.
El entendimiento debe desprenderse del sujeto que entiende para poder comenzar
a entender.
Tal vez malogrando el adagio pudiéramos decir: “A buen entendedor,
ninguna palabra”.
Es difícil decir lo indecible. Por eso
el mundo le exige al místico ser más que un ser humano. Por eso
el mundo se enoja con los místicos. Es imposible referir con palabras
aquello que no tiene referencia, que no tiene nombre, que no tiene relación
con -o a- algo. El llamado “místico” refiere a quien entró
en el misterio, y que salió de él, para volver a entrar en el
terreno de lo humano… de la palabra, del pensamiento, de la mente. Si
no hizo esto último es posible que sólo sea encontrada –extasiada-
su cápsula mortal en algún rincón perdido, con o sin vida
biológica, con o sin signos vitales, y jamás ligada a un evento
de trascendencia espiritual.
Menudo problema tendrá el que “vuelve”, al hablar y querer
expresar su tránsito por lugares que no son lugares y experiencias que
no son experiencias, vividas por alguien que… no es él… y
–encima- valerse para ello de un lenguaje que exige formalidades y coherencias,
y frente a un sociedad que castiga las fallas lógicas y argumentales
con la descalificación absoluta. De allí el uso del koan como
instrumento de apertura, o de ruptura con estos patrones.
Entonces –decimos- se encontrará el místico en la encrucijada
de callar –quien sabe si no para siempre-, o bien sentirá la necesidad
ineludible de transmitir los pasos que -a él- lo llevaron a entrar en
el misterio, en la esperanza de que otros puedan llegar a tener su misma suerte…
o bien el discípulo se presentará frente a él y le exigirá
el que le enseñe “el camino”. Ahí nace el maestro.
En aquel que no intenta transmitir el misterio (pues lo sabe imposible) sino
que enseña un –su- camino para llegar hasta sus portales.
Otra alternativa de comunicación, no excluyente, es la metáfora
o la alegoría. El uso de formas no taxativas, no literales, no encorsetadas,
ambiguas, ya que le permiten una transmisión más apropiada del
mensaje de lo oculto, porque le posibilitan llegar de distinta manera a distintos
recipientes.
Claro está, ante una ajetreada sociedad histérica por salirse
de su insoportable levedad que lo presiona para que explique, para que de razones,
para que asuma toda la responsabilidad y le abra las aguas de su ignorancia
supina, como Moisés en el Mar Rojo; el místico corre con una encomiable
ventaja: está liberado, es esencial y existencialmente libre. Sabe que
todo lo que -en este plano- se le representa, no es más que una ilusión.
Sabe que “problemas”, “padeceres”, “sufrimientos”
y “buena” y “mala fortuna”, no son más que ficciones
elaboradas por la mente, que se halla inmersa en una realidad que ella misma
fabricó. Sabe que fue programado, sabe que todo cuanto piensa, siente
y percibe, en este plano responde a una serie de instrucciones predeterminadas
por padres, hermanos, maestros, amigos, sociedad y cultura a lo largo de toda
su vida, y que otra gran parte de ello pretende ser condicionado por su estructura
biofisiológica, hereditaria y ambiental. El ver de frente, sin tabúes
y sin sesgos, el programa propio, el cómo opera en sí, el cómo
esto lo dirigió hasta ahora, también lo libera.
El maestro sabe que nada puede enseñar, porque “él”
no estuvo allí. El maestro se convierte entonces en un espejo en el que
el discípulo no hace más que verse a sí mismo. Ve al humano
en búsqueda. Ve –por fin- que su “yo”, que es el que
busca, no tiene donde llegar… entonces llega. Llega a donde siempre estuvo…
pues es función del buscador buscar… y del que está, estar.
El buscador, el explorador virtuoso y sincero de lo espiritual, el que va a
congresos y seminarios, talleres y cursos, el que se sienta a hacer control
mental, zazen o meditación trascendental, o el que se relaja hasta sentir
que levita –o hasta el que levita-, nunca llegará, porque busca
con la mente, con la comprensión, con el “yo”. O sea, busca
desde su programación que le dice que “es bueno ser espiritual”.
Ese “ego”, es como el policía que necesita del ladrón
o el médico que necesita del enfermo. Ese “ego” necesita
no encontrar, para seguir justificando la búsqueda, y por lo tanto su
propia existencia.
El místico, en cambio, se observa y advierte que él ya no es él,
y que su “yo” no era sino parte de la misma historia de ficciones.
Su ego resiste todo lo que puede, pero termina por cristalizarse en su más
mínima expresión, en aquella que le permita -tan solo- volver
a dirigirse a “un otro”, de serle “necesario”…
con grandes comillas sobre el “necesario”.
El maestro sabe entonces que el discípulo es él mismo. Que la
sociedad que le exige es él mismo. Que el universo que lo rodea es él
mismo. Y que el Dios que su Ser tuvo el privilegio de presenciar…
CONOCERNOS PARA EMPEZAR A VIVIR
Cuando estudiaba psicología llamó, más de una vez, mi atención
como estudiantes –incluso- avanzados en la carrera, experimentaban un
cierto descreimiento hacia las presuntas consecuencias físicas del fenómeno
mental.
Vale decir, a nadie se le iba a ocurrir cuestionar las síntomas exteriores
que podía haber en una clásica histeria freudiana, en tanto estos
quedaran en el terreno de lo elementalmente falseable. O sea, si se trataba
de un fenómeno que se pudiera –digamos- “mentir” desde
el nivel consciente, era de alguna manera creíble o posible que fuera
falsificado por otra instancia psíquica (el inconsciente) y desde allí
vivido en el físico “como si” fuera un fenómeno del
universo físico.
Ya cuando la cosa se trataba de un embarazo psicológico, las aguas se
dividían por mitades entre quienes –cual creyentes- apostaban a
su factibilidad por vía de la confusión intrapsíquica,
enviándose mandatos al físico desde una certidumbre mental previa,
y quienes veían allí un fenómeno de simple error de codificación
en los mensajes hormonales y neurofisiológicos, luego interpretados por
la mente (claro, con las lógicas corrientes intermedias).
Mal que le haya pesado a más de uno, todo psicólogo ha debido
comprender en algún momento, más tarde o más temprano,
más o menos acabadamente, que cuando en el campo psi se habla de “realidad”
se está hablando fundamentalmente de “realidad psíquica”.
No hay nada que al acceder a la mente constituya algo neta u objetivamente real.
Siempre –aunque existiera en “el afuera”- al ingresar a la
esfera mental estará mediado por nuestros sentidos, por nuestros sesgos
histórico culturales, etc.. Entonces: lo que vemos, oímos, sentimos,
percibimos, no es lo que es; y lo que pensamos que es, por iguales limitaciones,
no es.
Claro que mucho profesional del campo psi, llegada la hora de ver al paciente
comprende esto, pero cuando llega a su casa, se saca el saco y se olvida de
dicha circunstancia (tal vez por obra del instinto de superviviencia), y pasa
a comportarse como si la suya, fuera una objetiva visión de la realidad,
y que si se enoja con su pareja eso nada tiene que ver con su proyección
y demás defensas, y menosprecia u obvia sus complejos e identificaciones
como si no operaran en sí, como en los demás.
Por supuesto, un profesional psi tendrá muchísimas armas adicionales
para defender su instancia egoica, invocando tecnicismos y argumentaciones,
por las que intentar no ver aquello que en sí –y tal como en sus
pacientes- está velado.
Por eso, al grito de “en todas partes se cuecen habas”, el profesional
psi y la totalidad de sus pacientes, afrontan la mismísima dura tarea
de ver más allá de la realidad que se presenta ante sus ojos.
Levantar el velo es un trabajo para todos. Quien rehuye a conocerse más
y más, pierde cada día un día.
Simultáneamente, es parte de nuestra condición y condicionamiento
el identificarnos a un yo. Es propio de nuestra formación cultural el
experimentar en algún momento que un otro bien nos ama, o nos ofende,
o nos ignora, y otorgarle a eso la virtualidad de influir en nuestro estado
de animo, ocasionando reacciones, y manteniéndonos así en interminables
circuitos de acción-reacción y causa-efecto.
Parte de la labor de ver lo que hay debajo de la superficie yoica, supone el
hecho de no observar a ese “yo” como si fuera lo único que
somos o lo único que existe de nosotros, no permitiéndonos identificarnos
con él de modo absoluto, sino el ir pudiendo relativizarlo y relativizarnos,
verlo como lo que es: una mera instancia ilusoria más.
Ese yo mental, tiene un correlato físico, y no solo en el que dirijamos
conscientemente el paso, o que podamos relajar a voluntad nuestra musculatura,
o –con algo de entrenamiento- el ritmo cardiorespiratorio. Pensemos en
una afirmación como: “me duele un pie”. Ella señala
un “yo” (instancia psíquica) doliente en un plano corporal.
Pero: ¿Duele el pie o le duele el pie al yo?
Si el pie doliera en sí mismo, no habría sujeto doliente. Si el
sujeto doliente fuera intrapsíquico, nos dolería el yo, no el
pie.
Hay entonces un yo identificado al plano físico. Nos duele el pie físico,
identificado a un yo portador y propietario de todo aquello que le pase a ese
pie, a “SU” pie.
Del mismo modo que hay un “yo” consciente y preconsciente que entrelazan
lo físico y lo psíquico, debemos sospechar que una instancia inconciente
hace lo propio. Entonces: ¿qué duda cabe que así como puede
haber un acto fallido o un furcio en lo verbal, puede haber un resfríado,
una pulmonía o una infección permitidas, favorecidas u ordenadas
desde el inconciente?
¿Qué duda cabe que si un otro tiene la virtualidad de afectar
con su comportamiento hacia mi, mis emociones, mi estado de animo, también
podrá causarme en el plano físico un regio dolor de cabeza, una
gastritis o una lumbalgia?
Es por esto que la psicosomática se vuelve un área de tan interesante
aprendizaje. Porque todos somos sujetos en los que lo que nos pasa por y desde
dentro, se exterioriza y plasma activa e inevitablemente en el cuerpo; y aun
a veces lo negamos…
La unidad sustancial de cuerpo y alma pregonada por los griegos, parece en ocasiones
pasarnos desapercibida. Entonces provocamos desbalances. Descuidamos el cuerpo
o descuidamos el alma. Nos desbocamos. Nos atiborramos de sustancias. Perdemos
la unidad armònica.
Suponemos que el maldito cancer cayó del cielo. Que los genes se activaron
solos. Que la odiosa acidez se disparó azarosamente…
La vida como padre nos expone
–a veces reiteradamente- en el afán de estar al lado de nuestros
hijos a como dé lugar, a ver –por ejemplo- veinte veces “La
cenicienta” en una semana. En esas labores estaba un día en que,
de repente, me pregunté si acaso existía algún tipo de
mensaje adicional a la repetida “pobre niña que encuentra al final
a su príncipe azul que la rescata y libera de todos sus males”.
A poco que me aboqué a la tarea, y siempre sin dejar que mi propia pobre
niña lo percibiera, comencé a entrar en otra historia que se desarrollaba
paralelamente a la de la mala madrastra y horribles hermanastras, a la de la
pequeña harapienta y su hada madrina… era una historia de mujeres
compitiendo por conseguir un hombre al que no conocían ni por fotos,
y del que solo sabían que tenía fortuna. Era una historia en que
el tener que trabajar para mantener el hogar en condiciones de limpieza era
sinónimo de maltrato y explotación, en la que el aparente desamor
hacia cenicienta era parejo con el desamor de esta hacia sus hermanastras y
madrastra, el cual afianza con su desobediencia al ir a la fiesta a la cual
se le había prohibido asistir, valiéndose para ello –para
colmo- de las artes mágicas de una bruja o hechicera. Una madrina que
lejos de decirle: “no te preocupes, ni sufras, por pavadas…”,
decide ponerle la más costosa y rutilante ropa de marca y el mejor vehículo
del momento, solo para que pueda ostentarlos en la fiesta, y refregárselo
a sus “enemigas”.
Y no nos olvidemos que en la otra cara de la moneda, contamos con un príncipe
-tal vez- fetichista, enamorado de los pies, incapaz de mirar o de retener en
la memoria el rostro de la mujer a la que decide amar por siempre jamás
e incapaz de hacer el esfuerzo de –siquiera- ir a buscarla al poblado
(parece que era mucho trabajo), un macho de pantaloncillos rojos manda a su
pariente y sirvientes a probar a cada una de sus vasallas el zapatito de cristal
olvidado (¿sin querer?), y –aclaro- no hablamos de un gran reino,
de hecho debe haber sido uno pequeñísimo si suponemos que no había
dos mujeres con pies de la misma talla…
En fin, luego de hacer estas consideraciones, en lugar de comenzar a pensar
por qué el personaje principal de Disney (Mickey) es un ratón
tan enorme, que tiene por mascota a un perro; o de reflexionar sobre por qué
si hubiera un universo paralelo en el que patos y ratones hablan hasta por los
codos, no lo harían los perros que han estado tantísimo más
expuestos al lenguaje… pobre Pluto, pensé ligeramente… Pero,
por el contrario, en lo que me enfoqué es en evaluar que cuando analicé
el cuento de Cenicienta, me volví en contra de ella. Sus valores, sus
convicciones, lo que la historia propone como final feliz, lo que la historia
supone deseable, se me volvieron ideas insoportables. Esta ficción –analizada
así- resuena en mi. Mis valores, lo que a mi me enseñaron, lo
que yo sé, lo que yo no sé, lo que viví antes de ver Cenicienta
hasta el hartazgo, aquello que programaron en mi, entró en conflicto
al verla bajo esta nueva perspectiva.
Soy “yo”, juzgando a Cenicienta, el que llega a la conclusión
de que nada hay de feliz en su vida previa (porque ella no era feliz con lo
que hacía, ni con lo que tenía, ni en su convivencia con la única
familia que -según sabemos- poseía), ni después, porque
no aprendió nada, sino que terminó accediendo –y sin mucho
esfuerzo- a su deseo imaginario del príncipe azul, a su fantasía
de la gran fiesta, la ropa ostentosa y los carruajes últimos modelo.
Soy “yo” con mis limitaciones, con mis prejuicios, con mis programas
personales, permitiéndome embroncarme y condenar a un personaje animado
de 1950.
¿Qué me dice de mi, Cenicienta, entonces? Me dice que estoy cansado
de ver infinidad de veces el mismo dibujo, o sea, me dice que mi mente no tolera
el vacío, que necesita trabajar y enviarme mensajes de moral, necesita
enjuiciar, sentenciar, condenar, aunque más no sea a un inerte dibujo
animado. Me dice que estoy impedido, hasta cierto punto, de sólo estar
ahí con mi hija, por y para ella, presenciándola a ella, compartiéndome
a mi mismo con ella y no con la película que tengo en frente.
Mi mente me muestra lo enganchada que está con el entorno, con lo que
me rodea, lo eficaz que es para captar entretelones, conspiraciones, dobles
mensajes, simetrías y asimetrías, etc.. pero también –simultáneamente-
me revela lo mucho que me obstaculiza vivir plenamente mi contacto con mi hija,
con el presente, con lo que importa… deja que todo pase a un segundo plano,
para primar el análisis pormenorizado del film.
Mi querida mente me desvía la atención. Me enfrasca en batallas
intelectuales imaginarias, en donde no está la realidad, sino un “yo”
quijotesco, frente a un molino de viento disneylandero. ¿y mi hija? ¿dónde
quedó el simplemente estar con ella en acto y presencia? ¿dónde
quedó mi eje y foco?
Me perdí, como todos los días uno se pierde de lo real, del contacto
con la esencia, con el dentro, con el presente, y también me perdí
el contacto interpersonal genuinos, con la expresión del amor y la divinidad
en uno y el otro, en pos de elucubrar especulaciones fantasiosas, en medio de
imaginarios escenarios de lucha y poder…
¿Quién sino “yo” para enrolarme una y otra vez en
la ilusión de que algo trivial, importa? Mi oposición a Cenicienta,
no es más que parte del mismo juego de siempre, el “yo” vuelve
a intentar legitimarse. Si “yo” juzgo que algo vale o no vale, es
porque “yo” valgo. De hecho, si “yo” juzgo es porque
“yo” existo. El otro (en este caso un relato fantástico)
es usado como justificación de mi propia existencia y valía.
Es mi “yo”, mi mente, tendiéndome una emboscada mientras
intentaba vivenciar el contacto de ser a ser con mi hija. Es mi mente diciéndome:
“mirá que yo soy más importante”, “mirá
qué inteligente soy” o “mirá a qué conclusiones
tan interesantes llego”… o sea: “mirame”, “volvete
sobre mi”, “no me dejes”.
Todos los días, a cada paso, la mente nos bombardea, nos incita, nos
estimula (mientras nos dice que los estímulos son los que vienen de afuera).
Todo lo que quiere es que nos amalgamemos a ella, que nos identifiquemos con
lo que ella es, con un “yo” que no tiene más sustancia de
la que tiene el dibujito de Cenicienta.
Me pareció interesante, hoy, el poder observar cómo hay tantos
niveles en los relatos, en las novelas escritas y familiares, en las historias
y cuentos, como hay tantas facetas en las personalidades y en las relaciones
interpersonales, que hacen que a veces alternativa, y a veces simultáneamente,
terminemos en ambiguas posiciones de amor-odio hacia cosas y personas…
y como todo esto siempre termina siendo una creación mental inútil,
trivial e inconducente, en términos de profundidad y genuina experiencia
del Ser.
Tal vez el envenenamiento del
planeta no comenzó con el accidente de Chernóbil, sino que fue
un hecho desde que se comenzó a producir en cadena, o desde que se inventó
la primera máquina a vapor, a pesar de su inocuidad aparente. Tal vez
se inició mucho antes aun, cuando se comenzó a producir bienes
de consumo no ya para si mismo, para la propia familia y la comunidad inmediata,
sino para la negociación y exportación a otras regiones distantes.
Es más, es posible que la primera pieza de este dominó, esté
más lejos todavía, allí donde el simio cortó una
ramita para alcanzar la manzana que le quedaba lejos.
Este simiesco uso de la ramita como herramienta, inició -de alguna manera-
la tala inconsulta, unilateral. El primate no contempló el bien o mal
del árbol amputado, sino sólo el mezquino y minúsculo interés
de servirse de su utilidad para luego arrojarla lejos… todavía
había muchas ramitas en muchos árboles.
El hombre actual -todos nosotros- seguimos cortando ramitas y arrojándolas,
solo que ya no son ramitas sino selvas y bosques completos por día, y
ya no es tan lejos que las lanzamos, sino que las tiramos a un costado que luego
tapamos con tierra para terminar –por fin- viviendo arriba de nuestra
propia basura.
Tenemos economías ficcionadas, con gobiernos de cartón pintado,
que son sicarios de multinacionales que –en el mejor de los casos- tienen
contadores y lobistas que cuando toman decisiones que involucran al medio ambiente,
se excusan en que: “solo hacen su trabajo”. Claró está
que esa labor, nada tiene que ver con la preservación ambiental para
las generaciones venideras, tampoco tiene nada que ver con el respeto a la madre
tierra, y mucho menos consiste en situarse en el lugar de la especie más
avanzada y por lo tanto más responsable, por el contrario, toda la actividad
estatal real consistirá en instrumentar los medios para quitar del medio
escollos y obstáculos, y posibilitar una actividad privada que se centra
exclusivamente en que los dueños y/o accionistas obtengan el mayor rédito
económico posible en el menor tiempo posible.
Quien es el dueño del monstruo entonces: el almacenero de la esquina,
o el zapatero de la otra cuadra… el accionista es muchas veces un simple
anónimo, que no toma grandes decisiones y por eso nada se reprocha. La
culpa es del otro, del gerente general, del director, del encargado. Es más,
el accionista a veces es un banco, que forma carteras con acciones de estas
empresas contaminantes, sólo para respaldar el poder pagar los intereses
de los ahorristas. ¿Y quienes son los ahorristas?... el almacenero de
la esquina, el zapatero de la otra cuadra…
La creación y manipulación artificial de virus que potencialmente
generen pandemias, la creación de máquinas como el LHC que potencial
y teóricamente pudo hacer desaparecer el planeta, la indiscriminada utilización
de detergentes y otros productos industriales no biodegradables, la pesca indiscriminada,
la minería a cielo abierto, la expansión del cultivo de la soja
y otros transgénicos, tanto como la obtención de celulosa e insumos
para las papeleras, a costa de la tala indiscriminada de selvas y bosques, el
uso de agroquímicos y fertilizantes con sustancias cancerígenas,
contaminantes de napas acuíferas y que matan o degradan seriamente la
tierra, la cría de animales a base de engorde con alimentos balanceados
y residuos transgénicos y hormonas, la utilización de derivados
del petróleo como combustible prácticamente exclusivo para generación
eléctrica y vehicular, etc., utilización de la energía
nuclear y los armamentos nucleares, generadores de riesgos enormes para el planeta,
junto con la inmediata producción de basura radioactiva que perdurará
cientos de miles de años, vaciado de efluentes de las fábricas
sin tratar sobre arroyos, ríos y mares, emisión de gases que acrecientan
el efecto invernadero … etc.etc. etc. tenemos de todo… y nadie se
hace cargo, porque ¡todos hacemos tan poquito daño…! y sabemos
que si no lo hacemos nosotros, lo harán “ellos”: “los
otros”… después de todo solo deposité mis ahorros
en el banco para tener un mínimo interés que me resguarde de la
inflación…
La medición del impacto ambiental es sólo una instancia pobre
y burocrática, hecha siempre con características de inmediatez,
para no impedir el “inevitable progreso”. Pero lo cierto es que
el mundo cambia de modo dramático, ocasionando que lo más probable
sea que no mucho más lejos que en una generación, las decisiones
que no tomamos a tiempo los hombres, las tome el planeta por nosotros.
Esta aparente estupidez, como abogado, me resulta –después de todo-
bastante posible y creíble que ocurra, ya que los juicios -en general-
se deben a que las personas que no han podido resolver sus problemas entre sí,
solicitan que un tercero los resuelva por ellos… y estamos llenos de juicios…
los tribunales no pueden sostener el piso por el peso de las causas en trámite.
Y el juez de esta sociedad, realmente, no necesita ser un barbado Dios que se
tome el trabajo de bajar de la estratosfera para condenarnos a las llamas eternas
del infierno. Si el calentamiento global persiste a los valores actuales, vamos
a haber creado nosotros mismos el infiernito en el que nos cocinaremos más
temprano, que tarde.
La evaluación de sustentablidad es el mecanismo más inteligente,
eficaz a largo plazo y realista para una especie. Y dentro de este análisis
el entender que lo que nos viene dado, no es nuestro sino –en todo caso-
nuestra responsabilidad utilizarlo y devolverlo para que otro lo utilice, para
nuestra posteridad. La vaca que cuesta lo que sus vacunas y alimentos, más
algún plus, en realidad consumió miles de litros de agua potable,
oxigeno, emitió gases de efecto invernadero, desparramó heces
con químicos, etc.
El agua, el aire, los pulmones del planeta, la tierra, los océanos, no
tienen un dueño por mucho dinero que pueda este tener. Debemos tomar
consciencia de que la propiedad es tan solo posesión transitoria. Nadie
puede arrogarse el derecho de dañar o destruir de modo irremediable e
irreversible las condiciones de vida de todo el resto, ni delas generaciones
futuras.
Los gobiernos quieren poner coto a la contaminación poniéndole
precio al aire, imponiendo un precio a la contaminación. Una vez más
articulan como gran solución que el rico puede salirse con la suya pagando,
cosa que concluye con que los hermanos países ricos vienen a producir
contaminación a los hermanos países pobres… como si la tierra,
los gases, el sol, fueran luego a adecuarse a los designios del mapa político.
Se nota que no entienden que lo que hipotecan es el aire que tendrán
que respirar sus hijos y nietos, que no han nacido aun para poder dar su consentimiento
a tal locura.
Estamos de acuerdo con que –al menos actualmente- la producción,
muchas veces, generará -de modo inevitable- ciertos residuos y desperdicios.
Sin embargo, primero habría que ver de qué producción podemos
prescindir, y segundo, en aquellos casos necesarios deberíamos poder
establecer y diseñar procedimientos que incluyan la restitución
de las herramientas e insumos utilizados al grado más próximo
posible a su estado anterior, o la realización de actividades compensatorias
-no pecuniarias sino ecológicas- que equilibren el desmedro ocasionado.
Esto es un uso sustentable, esto es un uso responsable… y que sólo
requiere –por otro lado- el más elemental sentido común.
Si hay que cortar la ramita para alcanzar la manzana, guardar la ramita para
no tener que cortar una nueva a cada manzana que aparezca.
Somos una especie prolíficamente estúpida a la hora de satisfacer
nuestras necesidades. Siempre hallamos algún mecanismo para arruinar
las cosas, para intentar tener un poquito más sin importarnos a costa
de qué. Y últimamente, ese “a costa de qué”
está cerca de llevarnos puestos a todos.
Cada uno sabe en qué colabora con el cuidado del medioambiente…
si la no adquisición o uso de bienes contaminantes, o el uso y realización
de bienes reciclados, el uso graduado de la energía, o la contención
o reutilización de la basura, la plantación de árboles
o la huerta propia… lo cierto es que fuimos receptores de unos dones,
y sería esperable –creo- nos despidamos dejándole a nuestros
hijos y nietos los mismos recibidos y –si se pudiera- algunos más…
por ello el cambio depende más de cada uno de nosotros que de las grandes
empresas y gobiernos (ellos no harán nada útil al respecto, hasta
que sea demasiado tarde), además, no hay manera de que evolucionemos
hacia algún nivel de consciencia superior, sin que simultáneamente
crezca nuestro amor, respeto y entendimiento hacia el prójimo, hacia
el planeta y hacia la creación toda.
No hay nada más parecido a morir cuando uno habla de
un estado en el que el ego esté ausente. Es más, pudiéramos
decir que en tanto estamos total y completamente identificados con el ego, alejar
nuestra presencia, nuestra atención, del ego es más morir que
la muerte misma. Porque uno puede exhalar su último aliento sin haberse
desaferrado de su identificación, de su creencia de que es eso, de que
él es ese yo, ese nombre, esa profesión, esa familia, esos logros,
esa imagen que divisaba cada día ante el espejo; lo que no puede es pasar
al otro lado de la realidad si sigue pensándose, si sigue dejando que
la mente lo engañe, si sigue en el terreno de la ilusión.
El Ser está siempre ahí, pero es imposible observar su presencia
con ojos dirigidos por un sujeto que se resiste a saberse esencialmente inexistente.
Es imposible observar aquello que no puede ser visto, del mismo modo que no
podríamos mirarnos la nuca sin un espejo.
En ningún caso habrá un observador y un observado, y es por eso
que es incorruptible el acceso al Ser. O es genuino, o no es. De este otro lado,
un juego en el que sólo están el yo y la mente, haciéndonos
creer, suponer, albergar la esperanza, el deseo, de haber llegado a alguna instancia
trascendente, cuando lo único que hicimos es dar la vuelta a la esquina
y replegarnos asombrados ante en algún nuevo truco egoico/mental.
No podemos estar en presencia del Ser, lo que podemos, en todo caso es Ser en
presencia, Ser en acto, sin nadie que mire, sin nadie desde afuera de esa instancia
que nos confirme quién somos, dónde estamos o qué tiempo
transcurre. Porque nada hay que no sea el Ser, cuando se traspasó la
barrera mental, pero tampoco hay quién se piense a sí mismo (como
lo hace el yo en el terreno de lo mental), ni quién se analice o analice
lo que está pasando, porque no “está pasando” en sentido
de continuum, sino que pasa en acto y sin espectador. No nos identificamos al
Ser, sino que somos lo único que hay.
Pero ¿por qué nos asombra la mente? Porque es una maravilla, porque
nos representa, pone ante un yo ávido de confirmación de su propia
existencia, todo el escenario del universo conocido y –también-
todas las conjeturas sobre el desconocido.
No somos tontos, ni ineptos. El cerebro no es una maquinita, es la más
inmensa computadora (creadora de computadoras) que existe. La posibilidad de
escapar a su programación y a la fascinación de todo aquello que
se nos presenta como trascendente sin serlo es remota, precisamente porque –apegados
al yo- deseamos tener fe en que eso es lo que en verdad Es, en lugar de afrontar
que lo único que Es implica morir a eso que creemos ser.
Recordemos aquí a Hamlet, y tendremos clara visión del orgullo
y placer narcisista que nos transmiten sus palabras: “¡Qué
obra maestra es el hombre! ¡Cuán noble su razón! ¡Qué
infinitas sus facultades! ¡Qué expresivo y admirable en su forma
y sus movimientos! ¡Qué semejante a un ángel en sus acciones!
Y en su espíritu, ¡cuán semejante a un dios! Él es
lo más hermoso de la tierra, el más perfecto de todos los animales.”
( W. Shakespeare). La mente ensalsando al yo, nos conmueve, por nuestra propia
necesidad de identificación con él.
El cerebro y lo mental (que no coinciden geográfica o funcionalmente
de modo exacto), han tenido tan encandilada a la humanidad que incluso los psicólogos
y psicoanalistas han quedado muchas veces atrapados en su afirmación
de que esto es lo único que hay… de que si se abre la cabeza del
difunto, lo único que se encontrará es materia gris y blanca,
y que por lo tanto no mucho más hay que buscar.
Pero no todo es cientificismo, razón y lógica, también
-en el otro extremo de lo mental- podemos encontrar a las religiones como clubes
de encuentro social, o como mercaderes de terrenos celestiales a cambio de favores
mundanos, o el control mental, las prácticas de relajación de
la más diversa índole, la búsqueda de canales de armonización,
el anti estrés, la vida naturista, el estilo new age, y tantísimas
otras prácticas y convicciones personales que hacen que alguien cambie
–muchas veces eco, psicológica o sistémicamente: “para
mejor”-, que se transforme en alguien más “bueno”,
más medido, más cuidado o más cuidadoso, más armonioso
con el entorno, con lo que -o quienes- le rodean, más tranquilo, más
pacífico, más ajustado, etc. etc. pero que en ningún caso
salen de la ilusión, porque simplemente trocan un “yo” por
“otro yo”.
Todos estamos sujetos a esto último. De hecho, todos los que nos consideramos
“normales” cambiamos todo el tiempo, porque debemos amoldarnos a
lo cambiante, cambiando. Le sacamos y metemos cosas a nuestro yo, lo convertimos,
lo pulimos, lo maquillamos, lo perfumamos. Los anormales, los patológicos,
son los que quedan fijados a una posición y no pueden des-soldarse de
ella.
Este continuo cambio, solo enriquece –de todos modos- la posibilidad de
auto engaño en lo que a lo trascendente se refiere. Cuanta mayor complejidad
más difícil será desenmarañar la trampa.
Cuanto más camino percibamos como recorrido, más nos identificaremos
con aquel que lo recorrió. Más supondremos que es él quien
somos y quien existe, y –fundamentalmente- más convicción
tendremos de que es a él a quien vale la pena salvar. Y salvar al yo,
no solo es atarse a lo finito, al mundo de superficie, al territorio de la ilusión,
sino que implicará impedirnos descubrir nuestra genuina esencia, la dimensión
del Ser.
No es sencillo, dejarnos de lado. De hecho, vivir el viaje del yo como un juego
es muy divertido. Claro está que si nos compenetramos con el juego debemos
aceptar –por estar sujeto al tiempo- que el juego termina con la muerte
física, y en el interín se compondrá –siempre- de
dualidades polares: placer vs displacer, satisfacción vs insatisfacción,
logro vs frustración, etc.etc.. ergo: sufrimiento.
La identificación de uno como padre implicará el necesario sometimiento
a saber –lo querramos y podamos aceptar o no- acerca de la finitud de
nuestro hijo. La identificación con el dinero implicará la frustración
por no tenerlo o el temor a perderlo. La identificación con el yo implicará
el prematuro terror al instante en que el cuerpo se haya deteriorado tanto como
para que ese yo se desdibuje por completo o deje de existir…
Así podríamos seguir con cada aspecto de la vida de superficie,
desmantelando uno tras otro, y no dejaría de ser interesante, pero correríamos
el riesgo de entrar en el juego de la mente una vez más. Ella –rauda-
capta un proceso e intenta adueñarse de él para desviar de nuevo
el eje.
Debemos estar atentos a la mente, pero no tanto como para que la atención
misma sea captada y engañada como siempre.
No hay nada
más parecido a morir cuando uno habla de un estado en el que el ego esté
ausente. Es más, pudiéramos decir que en tanto estamos total y
completamente identificados con el ego, alejar nuestra presencia, nuestra atención,
del ego es más morir que la muerte misma. Porque uno puede exhalar su
último aliento sin haberse desaferrado de su identificación, de
su creencia de que es eso, de que él es ese yo, ese nombre, esa profesión,
esa familia, esos logros, esa imagen que divisaba cada día ante el espejo;
lo que no puede es pasar al otro lado de la realidad si sigue pensándose,
si sigue dejando que la mente lo engañe, si sigue en el terreno de la
ilusión.
El Ser está siempre ahí, pero es imposible observar su presencia
con ojos dirigidos por un sujeto que se resiste a saberse esencialmente inexistente.
Es imposible observar aquello que no puede ser visto, del mismo modo que no
podríamos mirarnos la nuca sin un espejo.
En ningún caso habrá un observador y un observado, y es por eso
que es incorruptible el acceso al Ser. O es genuino, o no es. De este otro lado,
un juego en el que sólo están el yo y la mente, haciéndonos
creer, suponer, albergar la esperanza, el deseo, de haber llegado a alguna instancia
trascendente, cuando lo único que hicimos es dar la vuelta a la esquina
y replegarnos asombrados ante en algún nuevo truco egoico/mental.
No podemos estar en presencia del Ser, lo que podemos, en todo caso es Ser en
presencia, Ser en acto, sin nadie que mire, sin nadie desde afuera de esa instancia
que nos confirme quién somos, dónde estamos o qué tiempo
transcurre. Porque nada hay que no sea el Ser, cuando se traspasó la
barrera mental, pero tampoco hay quién se piense a sí mismo (como
lo hace el yo en el terreno de lo mental), ni quién se analice o analice
lo que está pasando, porque no “está pasando” en sentido
de continuum, sino que pasa en acto y sin espectador. No nos identificamos al
Ser, sino que somos lo único que hay.
Pero ¿por qué nos asombra la mente? Porque es una maravilla, porque
nos representa, pone ante un yo ávido de confirmación de su propia
existencia, todo el escenario del universo conocido y –también-
todas las conjeturas sobre el desconocido.
No somos tontos, ni ineptos. El cerebro no es una maquinita, es la más
inmensa computadora (creadora de computadoras) que existe. La posibilidad de
escapar a su programación y a la fascinación de todo aquello que
se nos presenta como trascendente sin serlo es remota, precisamente porque –apegados
al yo- deseamos tener fe en que eso es lo que en verdad Es, en lugar de afrontar
que lo único que Es implica morir a eso que creemos ser.
Recordemos aquí a Hamlet, y tendremos clara visión del orgullo
y placer narcisista que nos transmiten sus palabras: “¡Qué
obra maestra es el hombre! ¡Cuán noble su razón! ¡Qué
infinitas sus facultades! ¡Qué expresivo y admirable en su forma
y sus movimientos! ¡Qué semejante a un ángel en sus acciones!
Y en su espíritu, ¡cuán semejante a un dios! Él es
lo más hermoso de la tierra, el más perfecto de todos los animales.”
( W. Shakespeare). La mente ensalsando al yo, nos conmueve, por nuestra propia
necesidad de identificación con él.
El cerebro y lo mental (que no coinciden geográfica o funcionalmente
de modo exacto), han tenido tan encandilada a la humanidad que incluso los psicólogos
y psicoanalistas han quedado muchas veces atrapados en su afirmación
de que esto es lo único que hay… de que si se abre la cabeza del
difunto, lo único que se encontrará es materia gris y blanca,
y que por lo tanto no mucho más hay que buscar.
Pero no todo es cientificismo, razón y lógica, también
-en el otro extremo de lo mental- podemos encontrar a las religiones como clubes
de encuentro social, o como mercaderes de terrenos celestiales a cambio de favores
mundanos, o el control mental, las prácticas de relajación de
la más diversa índole, la búsqueda de canales de armonización,
el anti estrés, la vida naturista, el estilo new age, y tantísimas
otras prácticas y convicciones personales que hacen que alguien cambie
–muchas veces eco, psicológica o sistémicamente: “para
mejor”-, que se transforme en alguien más “bueno”,
más medido, más cuidado o más cuidadoso, más armonioso
con el entorno, con lo que -o quienes- le rodean, más tranquilo, más
pacífico, más ajustado, etc. etc. pero que en ningún caso
salen de la ilusión, porque simplemente trocan un “yo” por
“otro yo”.
Todos estamos sujetos a esto último. De hecho, todos los que nos consideramos
“normales” cambiamos todo el tiempo, porque debemos amoldarnos a
lo cambiante, cambiando. Le sacamos y metemos cosas a nuestro yo, lo convertimos,
lo pulimos, lo maquillamos, lo perfumamos. Los anormales, los patológicos,
son los que quedan fijados a una posición y no pueden des-soldarse de
ella.
Este continuo cambio, solo enriquece –de todos modos- la posibilidad de
auto engaño en lo que a lo trascendente se refiere. Cuanta mayor complejidad
más difícil será desenmarañar la trampa.
Cuanto más camino percibamos como recorrido, más nos identificaremos
con aquel que lo recorrió. Más supondremos que es él quien
somos y quien existe, y –fundamentalmente- más convicción
tendremos de que es a él a quien vale la pena salvar. Y salvar al yo,
no solo es atarse a lo finito, al mundo de superficie, al territorio de la ilusión,
sino que implicará impedirnos descubrir nuestra genuina esencia, la dimensión
del Ser.
No es sencillo, dejarnos de lado. De hecho, vivir el viaje del yo como un juego
es muy divertido. Claro está que si nos compenetramos con el juego debemos
aceptar –por estar sujeto al tiempo- que el juego termina con la muerte
física, y en el interín se compondrá –siempre- de
dualidades polares: placer vs displacer, satisfacción vs insatisfacción,
logro vs frustración, etc.etc.. ergo: sufrimiento.
La identificación de uno como padre implicará el necesario sometimiento
a saber –lo querramos y podamos aceptar o no- acerca de la finitud de
nuestro hijo. La identificación con el dinero implicará la frustración
por no tenerlo o el temor a perderlo. La identificación con el yo implicará
el prematuro terror al instante en que el cuerpo se haya deteriorado tanto como
para que ese yo se desdibuje por completo o deje de existir…
Así podríamos seguir con cada aspecto de la vida de superficie,
desmantelando uno tras otro, y no dejaría de ser interesante, pero correríamos
el riesgo de entrar en el juego de la mente una vez más. Ella –rauda-
capta un proceso e intenta adueñarse de él para desviar de nuevo
el eje.
Debemos estar atentos a la mente, pero no tanto como para que la atención
misma sea captada y engañada como siempre.
ALGUNOS PARECERES SOBRE LA "LEY DE MATRIMONIO GAY"
¿DIOS NO HABLA O ESTAMOS SORDOS?
Vivimos en una era en
la cual Dios se nos ha vuelto absolutamente mudo. Claro que esto no es sino
una forma agradable de decir que nos hemos vuelto completamente sordos a El.
Estamos inmersos en vidas puestas al servicio de toda clase de amos, pero en
ningún caso –ni aun cuando lo parezca- vivimos por y para lo único
real.
¿A qué se debe esto? Creo entender que de lo que se trata es de
velos que se han ido desplazando, pero sólo por ser empujados por otros
nuevos. Lejos aún estamos de acceder a verdades trascendentales y existenciales,
la mayoría de nosotros.
Entonces, ahora nos ponemos al servicio de los famosos, o bien al servicio de
lo que nos indique el mercado de consumo, o bien al servicio de los poderosos
(tanto los de turno como los que siempre estuvieron, y siempre estarán),
o de las jerarquías eclesiásticas, religiosas o sectarias, o –incluso-
de los ovnis, o los seres de otros mundos (existan o sean mediados por presuntos
contactados), etc.etc..
Detrás de tanto egoísmo, de tanto individualismo, hay una vocación
de servicio. En el fondo la gran mayoría de nosotros queremos ser serviciales,
el problema es que no sabemos a las órdenes de qué Señor
ponernos: porque creemos en lo que vemos, y –hoy- es más probable
que veamos un ovni que a Dios.
La mayoría de nosotros vivimos entonces en una especie de letargo, en
el cual nos movemos como mercenarios, vendiendo nuestro tiempo a cambio de un
sueldo, sin compartir visiones, sueños, ni proyectos con nuestros compañeros
de trabajo, o con o para quienes desarrollamos nuestra labor. Entramos, hacemos
lo nuestro, pasan las horas que vendimos, y al marcar el reloj la hora de irnos,
nos vamos sin más. La conversación es trivial, las ideas y relaciones:
mezquinas.
Y este limbo es vivido como si fuera una sala de espera, en la cual hacemos
lo que sentimos que nos ha tocado en suerte, a la espera de un Señor
que nos prometa algo más, que nos de algo en lo que creer, algo tangible.
Por aquí es por donde se filtran tantos falsos maestros y amos.
Queremos que la solución a nuestra incredulidad nos venga de afuera,
nos venga dada… tan dada como sentimos que es esta forma a la que llamamos
“realidad”.
Tan ávidos estamos por creer en algo con grado de certeza, que no bien
aparece alguien que parece seguro de lo que dice o lo que sabe, ya comenzamos
a entusiasmarnos, ya se nos sale el corazón del pecho. Nos metemos con
alma y vida, hasta que –como no puede ser de otra manera- nos desilusionamos;
esto ocurre indefectiblemente porque advertimos que las certezas olían
a dinero, o a intereses vanos, o porque la ignorancia del líder designado
terminó evidenciando ser más grave que la nuestra.
¿Cuantos de nosotros, más allá de todo y todos, vivimos
con la idea de que lo correcto y deseable es entregarnos a las ordenes de un
líder carismático que nos fascine con su discurso y que lo sepa
todo?
No solo en el terreno político buscamos desentendernos de la cuestión
al hacer lo que nos digan –otros- que hay que hacer. En la búsqueda
de nuestra más íntima esencia, también queremos acudir
a un chaman, a un médico brujo, a un pastor, sacerdote o guía
que nos indiquen qué y cómo debemos buscar… y qué
debemos encontrar.
Es por esto que vemos lo que otros nos dicen que debemos ver, en lugar de lo
que Es. Porque transitamos la vida en una suerte de trance hipnótico,
en un mundo bastante pobre, triste, vacio, superficial y estúpido, que
sólo puede desilusionarnos una y otra vez.
Y, la desilusión, no es ni más ni menos, que el corrimiento de
un velo. Dejamos de percibir como real algo que no lo era, algo que era “ilusorio”.
Como dije al principio, el problema es que lo que ocurre es que una nueva ilusión
viene a ocupar el lugar de la vieja, descubierta y desplazada ilusión,
en lugar de ser capaces de romper el mecanismo, el círculo vicioso.
¿Cómo romper el esquema, entonces?
Sabiendo que Ud. está aquí y ahora… lo único que
hay es ud. ahora y aquí, en el instante en que ve estas palabras, estas
letras sobre el papel. No hay pasado, no hay futuro. Respire hondo, sienta el
aire llenar sus pulmones, intente no dirigir su pensamiento… deje que
cualquier idea pase de largo sin aferrarse a ella y SIENTA-SE.
Bien, ud. puede advertir -sin ponerme en lugar de nuevo líder o nueva
ilusión- que ud. es eso que acaba de estar próximo a percibir
(si es que hizo ese simplísimo ejercicio de respiración y silencio).
Ese que estuvo ahí, ese que asomó si es que pudo sólo dejarse
ser, es lo más real que existe… y es mucho más ud. que ud.
mismo.
Desde ese Ser que es mucho más genuino que el que ha seguido leyendo
este artículo, pensando que ya faltan poquitos párrafos para llegar
al final, y así poder ir para allá o pasar para el otro lado…
o que mira el reloj y piensa: ¿qué voy a hacer en cuanto termine
estos renglones que me faltan…?... desde ese Ser es que ud. puede comenzar
a “darse cuenta”, no a nivel racional, sino a nivel existencial,
y sin que el “darse cuenta” tenga necesariamente que concluir con
más y más desilusiones.
Procure llegar a las verdades íntimas, a las interiores. Procure conocer
lo único que de veras puede conocer que es a ud. mismo, y sepa que sólo
a este nivel logrará certezas perennes. Todos tenemos siempre esa primera
y gran aventura por delante.
Únicamente podemos servir si amamos. Y para amar al prójimo, primero
debemos amarnos –y por lo tanto conocernos- a nosotros mismos.
Conocernos nos llevará a descubrir el amor en nosotros y el servicio
al otro, a todo otro –y hablo de genuino servicio, no servilismo- será
una simple consecuencia.
Nos mueven por la vida
una serie de certezas más o menos acordes a lo que vamos haciendo y diciendo
sobre nosotros mismos y los que nos rodean. Somos una especie de afirmación
andante de lo que creemos ser.
A cada paso que damos sentimos que elegimos la dirección en la que queremos
desplazarnos, y esto es así en muchos planos diferentes, simultáneos
y sucesivos.
Pero ¿qué nivel de consciencia tenemos sobre esas opciones? ¿qué
tan libres somos y qué tan libres sentimos que somos al ejercerlas, al
llevarlas a cabo?
Si elegimos estudiar una carrera porque es la que nos señala el sentido
común, la inclinación o facilidad personal para unos contenidos,
la vocación, o bien por ser la profesión del padre, del tio o
del abuelo… ¿qué grado de entendimiento estamos teniendo
acerca de la necesidad del mundo de alguien que haga lo que voy a hacer? ¿en
qué captamos lo mucho o poco que nos vamos a identificar con el rol en
que dicha profesión nos pondrá, cómo nos transformará
o qué tipo de certezas –sobre la vida y las cosas de la vida- estaremos
propensos a desarrollar al estudiar tal o cual cosa, o al desarrollar tal o
cual oficio o labor?
Cuando pensamos en otro, vuelven a abrirse un sinnúmero de interrogantes.
¿Somos conscientes de qué parte de nosotros juzga el quehacer
o la falta de quehacer del otro? ¿somos capaces de cuestionarnos si “esa
parte de nosotros” que está juzgando, tal vez no es tan nuestra
como suponíamos? ¿podemos ver a esa instancia que juzga a los
demás como una instancia que también -a menudo- nos atormenta
a nosotros mismos?; ¿podemos llegar a vislumbrar que lo que criticamos
del otro en verdad puede ser más un reflejo de nuestro lado oscuro, más
que algo totalmente ajeno y del otro? ¿podemos relativizar aquello que
estimamos ser o no ser, y –por lo mismo- aquello que creemos que los otros
son o no?
Si me peleo con mi padre, con mi primo, con mi hermano, con mi amigo…
¿soy capaz de darme cuenta que el alcance de esa discusión, de
esa discrepancia, no está más que en la superficie; por muy dolido
o por muy en lo cierto que sienta que estoy?
Si juzgo al “pibe chorro”, al político, al policía,
al empleado o al patrón, a amigos y enemigos… ¿me doy cuenta
del nivel en el que ese pensamiento se aloja? ¿de dónde, de qué
creencias y suposiciones básicas arranco para interpretar los fenómenos
y sentenciarlos así, y hasta dónde calan ellas en mi?
Si creo en un Dios que me alivia el dolor, que me ayuda a atraer a mi pareja,
o dinero, o poder; o en un Dios que colabora activamente en que pase tal o cual
prueba… ¿en qué nivel estoy creyendo en Dios? ¿en
qué nivel estoy poniendo a Dios?
Si creo en un Dios que puede acercarme “lo bueno” y alejar de mi
“lo malo”, veo un Dios dividido, en medio de nuevas divisiones.
Un Dios que sólo puede hacer mi voluntad, ya que es mi voluntad la que
juzga algo como “bueno” o “malo”… ¿o lo
que es “bueno” para mi no puede ser “malo” para mi vecino,
acaso? ¿o me creo portador de la antorcha de la sabiduría y la
objetividad cuando pienso que algo es “bueno” o que corresponde
al “bien”?¿No ha dado pruebas la historia de que más
peligroso que no creer en Dios, es tapar cualquier cosa que pueda intentar susurrarnos,
por sobreponerle la propia voz? ¿No han sido siempre más peligrosos
que los incrédulos, aquellos que se sienten portavoces de la voluntad
divina?
Si creo en un Dios que asiste y desasiste a su pobre creación, que la
estudia y disecciona, que explora y experimenta con sus reacciones, a fuerza
de ponerla en aprietos y padecimientos: ¿qué clase de Dios es
ese? ¿Me siento a gusto con el Dios de Job, que apuesta con Satanás
sobre la vida y buena o mala fortuna de sus fieles?
Si veo verosímil la existencia de un Dios que espera al 2012 para pegar
el grito de “¡ Apocalipsis now !”, para rescatar cuerpos físicos
de cuatro gatos locos, en naves espaciales… ¿en qué nivel
estoy dejando a Dios? ¿por dónde supongo que pasa la trascendencia
del Ser? ¿En qué extraño pedestal estoy poniendo la carne,
la materia orgánica de la que se compone mi cuerpo mortal?
Si juzgo y conozco a Dios por lo que me han transmitido los párrocos,
catequistas o formadores que me tocaron en suerte: ¿No detento una fe
que me es del todo ajena? ¿Qué y cuanto de mi fe no es más
que una reproducción continua equivalente a una grabación, a un
programa de computación? ¿dónde está mi genuina
experiencia vital trascendente?
Si afirmo que todo es mental, y luego sé que lo mental es ilusión,
es dualidad, es partición, creación y expansión de los
opuestos, y coloco en ese nivel -en ese plano- a Dios, al Ser, ¿no deviene
imperativo –entonces- nivelarlo con un archienemigo –un diablo-
que lo equilibre y compense? ¿no colaboro yo mismo la necesidad de que
exista un infierno y un diablo, al manejar un “concepto dual” de
Dios, de paraíso?
Si adjudico al tiempo y al espacio algún valor de realidad, si intento
orientarme en la vida profunda y en la fe, en términos de comienzo y
fin, de vida y muerte, de un alfa distanciado en tiempo y espacio del omega…
así sólo podré representarme a un dios, en lugar de experimentarlo…
así sólo habrá un dios que está allá lejos,
en un lugar que no es este, y allá lejos en un tiempo que aun está
por llegar… siempre distantes del Ser aquí y ahora.
A menudo diversas
circunstancias de la vida nos ponen en la cuerda floja. Las emociones se disparan,
nos dominan momentos de bronca, de ira, de depresión, de angustia, claro
que también de deseo desenfrenado, de pasión amorosa, etc. en
todas estas ocasiones los sentidos se exaltan, las reacciones parecen aumentadas…
pequeños estímulos pueden hacernos explotar, a veces con la sospecha
de que es para bien, otras para mal.
Entran aquí las veces en que las personas, parejas, familiares y/o amigos,
nos desilusionan, nos traicionan, nos frustran, o cuando nos casamos, enviudamos,
nos vamos de la casa de los viejos, o cuando crecemos y vamos cambiando de etapa
vital. Entran a jugar las propias limitaciones creativas, la imposibilidad de
autogenerar los cambios que afirmamos necesitar en nosotros mismos o en el entorno,
para ser felices, o –al menos- para gozar de una satisfacción vital
suficiente.
La historia de uno también está aquí desempeñando
un papel preponderante. El ¿hasta dónde uno hizo antes?, ¿a
qué se ha animado hasta ahora?, el ¿qué se espera de uno?,
y ¿con qué herramientas contamos para resolver cada situación
de desbalance que se nos aparece?.
Cuando nuestro estado de ánimo está estable, nuestro carácter,
nuestra persona y personalidad parecen sólidas, amalgamadas, pétreas,
entonces no parecemos correr peligro alguno de desmembrarnos, de atomizarnos
hasta volvernos minúsculas partículas inconexas. Y por el contrario,
cuando trastabillamos, cuando tiemblan los cimientos, cuando la estructura se
sacude, la naturaleza ficta del yo y de la realidad se hacen más evidentes
que nunca.
Porque el desbalance, el temblor de la cuerda, la aparente pérdida del
horizonte o la sensación de perder el eje, no evidencian sino una misma
verdad, el que las ilusiones –tarde o temprano- se desvanecen.
Todo cuanto es construido en el terreno de lo mental, y aquí van todas
las relaciones e interacciones con nosotros mismos, con los demás y con
los objetos que hemos aprehendido, todo lo que llamamos comúnmente “realidad”,
y que no es sino –en todo caso- “nuestra realidad”, si bien
está en un continuo proceso de construcción y deconstrucción,
está llamada finalmente a desaparecer, a morir, a fenecer, pues es esencialmente
finita.
En cuanto a las emociones que esa “realidad” alimenta, debemos tener
siempre en cuenta que ellas no son nosotros, a pesar de ser nuestras. No se
trata de despreciarlas, reprimirlas, ocultarlas, canjearlas o trocarlas por
otras; se trata de lograr gradualmente observarnos profundamente, de llegar
a observar -lo más neutralmente que nos sea posible- el cómo operan
en nuestra vida, cómo nos causan dolores y placeres, tanto como sensaciones
unas veces gratas y otras desagradables.
A veces nos traga esa contundencia irreductible e irrefrenable que las cosas
de la vida parecen tener, y nos meteremos en el juego por un rato con la idea
de que se nos ha arrastrado adónde no queríamos ir, y nos sentiremos
títeres de ese devenir incesante de sucesos… de eso que nos pasa
“a pesar de nosotros” o “contra nuestra voluntad”.
Otras veces nos metemos por las nuestras y con todo gusto –sabedores de
que sarna con gusto no pica-, porque tenemos la necesidad de sentirnos vivos,
de sentir la fuerza de una ola revolcándonos sin poder hacer nada contra
ella, porque aun el dolor confirma nuestra existencia y a menudo necesitamos
una confirmación de que somos y la buscamos así, en un ámbito
en el que la más aterradora y profunda soledad parece más llevadera
si se la llora, si se patalea y argumenta contra ella.
Lo que debemos saber es que hay un plano de consciencia que siempre se hallará
sobre la línea de las emociones y del terreno mental. Jamás podrá
afectarse este nivel esencial desde el otro plano, es más, lo mental
podrá representarse una idea de este otro plano, pero jamás podrá
acceder a él, ni rozarlo, de la misma manera en que estas líneas
lo representan sin rozarlo, pues es innombrable, inconceptualizable e intransmisible,
y aún así: es.
Se puede experimentar, se puede vivenciar, mas quien lo experimenta y vivencia
no es un “yo”, es un testigo, es una presencia que nos habita pero
que no ha sido construida (como lo ha sido el “yo”).
Esa presencia en nosotros es “atemporal” y “ahistórica”,
por no haber sido construida. No es afectada en ninguna medida por aquello que
llamamos “realidad”, pues no es parte de nuestra mente, nunca lo
ha sido y nunca lo será.
Por eso es que no estaremos profundizando en el Ser, cuando nos esforzamos e
intentamos mejorar, cuando intentamos santificarnos, purificarnos, cumplir con
los ritos o no pecar, mientras todo eso lo hagamos en un plano de imitación,
de duplicación, de especulación y la búsqueda espiritual.
Por esto es que los maestros orientales dicen que la iluminación es algo
que sucede, no algo que se busca. O dicho de otro modo, algo que se encuentra
sin buscarse.
La mente tratará siempre de emular el recorrido espiritual genuino, tendiéndonos
trampas, engañándonos. Si buscamos la iluminación, la mente
nos hará creer luego de un determinado iter, que llegamos a ella, que
lo logramos. La mente nos hace creer que nos pasa lo bueno o lo malo, o que
hacemos lo bueno o lo malo, o que debemos estar tristes o contentos, o que debemos
llorar o reír, trazarnos metas y proyectos, fines y resultados, solo
para mantenernos activos en el juego, en su juego; Sólo para sostener
una estafa dentro de otra, cual mamuschka interminable.
La única forma de cercar a la mente es la vía de la observación
acrítica, sin juicio… sentarse y dejar que la mente acelere y desacelere
todo lo que quiera, que vaya, venga, grite, llore y –por fin, quién
sabe- pase de largo…
-VOLVER AL LISTADO DE ARTÍCULOS-
“Dios es amor”, pero… ¿qué es el amor?
Se ha dicho
hasta el cansancio esta hermosa frase que afirma que Dios es amor. Como toda
afirmación sobre Dios deberíamos advertir rápidamente que
de seguro peca –al menos- de limitante sobre aquel que –digamos-
sería ilimitado. Y esto opera como límite, precisamente, porque
al amor lo entendemos desde lo mental, lo sentimental y lo afectivo, y no desde
lo existencial y esencial.
Asumimos al amor como un término que puede definirse -casi totalmente-
por sus opuestos, o sea un concepto dual (perteneciente -por tanto- al terreno
de lo mental), que tendría su co relato en el odio (según unos)
o en el miedo (según otros).
Ni que hablar de nuestra tendencia a igualar el amar y el querer, o el tenerlos
como partes de una escala. “Antes te quería, pero ahora te amo”,
como si cuando se quiere mucho se pasara del “nivel del querer”
al “nivel del amar” o como si cuando se dejara de querer se dejara
simultánea y necesariamente de amar.
Partamos de la base de diferenciar lo siguiente: querer es un sentimiento, mientras
que amar –en todo caso- debería designar un estado esencial.
Querer impregna todo de egoísmo. Los sujetos presuntamente amados pasan
a ser objetos de los cuales buscamos apropiarnos… los queremos…
los queremos para nosotros… queremos aferrarnos a eso querido, y que eso
querido –aun contra su voluntad- se aferre a nosotros.
Cuando queremos algo, lo deseamos, lo anhelamos, tememos no llegar a tenerlo,
y tememos perderlo si lo obtenemos.
Cuando queremos algo o a alguien, lo primero, el pensamiento que prima en nuestra
mente es brindarnos a nosotros mismos la satisfacción de tener/lo, y
lo último en que pensamos es en el deseo o el destino de ese otro.
Parece normal aceptar que alguien ama demasiado a su pareja y por lo tanto se
resiste con todas sus fuerzas a separarse cuando -ella o el- le plantean que
ya no tienen interés en continuar la relación. Eso jamás
podría condecirse con amar… esa manera de aferrarse es –obviamente-
del querer, del querer para sí… a costa de coartar, de presionar,
de suprimir libertades, de impedir u obstaculizar el ejercicio de la autonomía
y autodeterminación, etc..
El que quiere, quiere resultados, quiere a otro que cumpla con las expectativas,
que se ajuste al molde que se le ha construido, al querer buscamos desesperadamente
a otro que no nos desilusione, que no haga, diga o piense lo que no queremos…
porque queremos “eso” que hemos definido que queremos y no otra
cosa. No hay aceptación y reconocimiento de ser a ser, sino como máximo
–y al ser forzados- negociación, cesiones recíprocas, todo
un aparato, toda una parafernalia de tomas y dacas.
Es que si se ama, no se ama al que llena el saco, se ama libremente. No se ama
realmente al otro, ya que el amor es impersonal. Se ama a la deidad, se santifica
a la divinidad en el otro, se ama –digamos- al uno mismo (no-yo) encarnado
en el otro.
Reconozco a Dios en mi, reconozco a Dios en el otro. Reconozco que SOY esencialmente
amor en mi y tanto como en el otro… eso es lo más cerca que podemos
estar de la expresión de un genuino “amor”, del uso de la
palabra “amor” como designación de eso que allí está
ocurriendo.
¿Quién puede ser carcelero de Dios?
Quien dice a Dios o a su hermano: “Te amo si haces, o haces que ocurra
tal o cual cosa, o si lo impides…”, no está amando a nadie…
es sólo su ego brillando –central- en el escenario. Buscando la
satisfacción, la realización de metas en el plano mental y yoico.
El amor es el estado, la naturaleza, del Ser. Tanto así que podríamos
decir que el Ser es amor, tanto como Amor es el Ser… y nada más.
De allí la frase del título. No porque el Ser sea “amoroso”
se afirma que es amor, no porque nos da lo que pedimos o porque cumple nuestros
deseos. “Dios es amor” encierra –en todo caso- una tautología,
una simple sinonimia, no una caracterización, o una designación
de atributos o cualidades.
Cuando se habla de Dios y de amor, se designa lo mismo.
Claro que las palabras tienen la virtualidad de ir variando su valoración.
La cultura va impregnando o vaciando de significado los distintos términos.
Puede ser aquí un problema el que tanta telenovela y novela rosa, hayan
usado el vocablo “amor” como expresión válida para
designar algo tanto más trivial, mundano y distante, de lo que estamos
hablando aqui.
Estará en nosotros saber, en adelante, atribuir renovado valor al uso
de los términos cuando afirmemos que: “Dios es amor”, para
no confundirlo todo, para no banalizarlo todo, y para dejar de arrastrar el
nombre de Dios en el ámbito de la más aguda superficialidad.