2 0 0 9
MAS SOBRE EL MIEDO (Enero 2009)
EL NO EQUILIBRIO (Febrero 2009)
¿VIVIR DE ACUERDO A QUÉ? (Marzo 2009)
EL EGO: ¡ESE PATÁN! (Julio 2009)
APROXIMACIONES A LA LIBERTAD (Agosto 2009 )
LAS COSAS SON DE TODOS (Septiembre 2009)
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Salvando en la patología
del contra fóbico, el miedo provoca –más allá de
sus manifestaciones físicas inmediatas- esencialmente parálisis,
más específicamente paralización o disrupción intelectual
y emotiva. Vivimos en una sociedad que se estructura en gran medida a través
del infundir miedo desde el poder político, desde los medios de comunicación,
desde la educación, desde las instituciones. El miedo toma la forma de
que nos roben, nos maten por unas zapatillas o por nada, el miedo se viste de
moda y nos habla de no pertenecer a nuestro grupo si no usamos tal o cual marca
de ropa o modelo de auto, el miedo se disfraza de santo y nos señala
que nos iremos al infierno si no hacemos tal cosa o si seguimos haciendo tal
otra… el miedo se pone la cara de nuestros amigos, pareja o familia y
nos manda a sacrificar nuestra libertad en pos de conservar los lazos; emula
a la naturaleza y nos profetiza desastres ecológicos aterradores e inminentes;
se transforma en un clon de uno mismo y le vaticina la vejez, la degradación
física, la enfermedad… el miedo está aquí, frente,
delante, detrás, a los lados y –fundamentalmente- dentro nuestro…
todo el tiempo.
Y no crea el lector que el contra-fóbico ha superado sus miedos, pues
lo único que hace es confirmarlos una y otra vez lanzándose hacia
ellos. No poder moverse por el miedo es exactamente igual de esclavizante que
tener la irrefrenable necesidad de hacer aquello que ocasiona el temor; así
como el ateo es al creyente, al tener la necesidad ineludible de demostrar la
inexistencia de Dios, un Dios al que le demuestra su férrea e inquebrantable
fe acerca de su inexistencia.
El miedo nos gobierna. El miedo al dólar que sube, que no sube…
el miedo a que no nos quieran más los que nos quieren, el miedo a no
lograr los objetivos que nos propusimos, el no ser quienes -o no tener lo que-
queríamos, etc. etc. etc..
¿Qué hacemos con el miedo?
Cada día es un paso menos que nos queda –al menos- hacia el fin
de nuestra terrenal existencia. Si cada día nos levantamos cuidándonos
de pisar con el pie derecho, intentando no cruzarnos un gato negro, y tratando
de pasarle desapercibidos a la muerte que cuenta nuestras horas, seguimos siendo
una sombra… una sombrita, en lugar de seres vivientes, disfrutantes, gozadores
de la vida que les tocó en gracia experimentar. Porque mientras sea el
miedo el que manda, no mandamos nosotros.
Bienvenido sea si hemos de caerle en desgracia a nuestros círculos sociales
por nuestra mala costumbre de no ser adicto a las mismas corporaciones textiles,
o si podemos sobreponernos a que alguien se moleste si decidimos no teñirnos
las canas esta vez, o no chantarnos un jeringazo de botox para cada evento,
tan solo para poder vernos al espejo de frente y reconocernos otra vez, a nosotros
mismos, sin temor, con aceptación, con amor.
Si no nos permitimos pisar la calle por el miedo a morir por causa de la inseguridad
reinante, tenemos que darnos cuenta que también –y en mucha mayor
medida, dicho sea de paso- matan los accidentes de tránsito, los infartos
en el sillón del living, y hasta las caídas en las duchas…
No dejemos que el temor a morir nos paralice más: aceptemos que vamos
a morir. Aceptemos que vamos a morir. Aceptemos que ya estamos muertos. Ya estamos
muertos de miedo. Solo de cada uno depende superarlo.
Este renacer desde el miedo implica primero advertir, luego conocer y confrontar
y –por fin- superar, uno a uno, cada signo de esclavitud. Tenemos que
estar alertas porque muchas veces nuevos miedos aparecen cuidando a los viejos.
Muchas veces un miedo a la inseguridad de las calles está velando el
miedo a relacionarse con las personas que podríamos cruzarnos en la calle.
Muchas veces el miedo a no cubrir las expectativas de los demás, encubre
el miedo a tener que estar solos con nosotros mismos. Muchas veces el miedo
a mirar hacia dentro encubre el miedo a tener que cambiar lo que no queremos
saber, pero sabemos, que nos hace daño pero que sigue ahí.
¿Cómo desparalizarnos del miedo?
Como primera medida: no corriendo la mirada. Dejando de meter la cabeza en un
pozo cada vez que asoma un miedo. Dejando de justificarlo. Dejando de abogar
por él como si fuéramos sus admiradores en lugar de sus víctimas.
Lejos está de mi recomendarle que se convierta en un contra fóbico
funcional, porque –primeramente- no se puede generar una patología
por prescripción, pero además, porque no tendría ningún
sentido indicarle la conveniencia de hacer todo aquello que su miedo hoy le
prohíbe, ya que -como dije antes- el contra fóbico es tan esclavo
de sus temores como el que se paraliza ante ellos; y no hay que olvidar tampoco
la función preventiva y de supervivencia del miedo no patológico.
Tómese, si, el trabajo de observarse. Tómese, si, el tiempo de
ver cómo sus deseos se frustran, sus conductas se acotan, sus comportamientos
se morigeran hasta la pasividad, ante la aparición de miedos. Indague
esos miedos. Desármelos. Evalúe sus componentes racionales, emocionales,
irracionales, sus fundamentos. Permítase relativizarlos y advertir –si
fuera del caso- que los conceptos y convicciones que hacen que Ud. suponga que
una dolencia, inconveniente, suceso “X” o problema “Y”,
que le ocurre a una persona cada un millón, le va a acontecer a ud.,
hoy mismo, si hace, piensa o dice aquello que le da miedo hacer, pensar o decir.
La eficacia del miedo -muy a menudo- radica en supuestos subyacentes (teorías
implícitas) a los que –generalmente- damos la fuerza de certezas
vitales, aunque no son más que programaciones tempranas e incuestionadas,
prejuicios, valoraciones livianas o de terceros, creencias infundadas o difusas,
etc., de modo que sentarse a indagarlos un poco más concienzudamente
jamás está de más.
A poco que avancemos en este desmenuzamiento, en desmantelar las estructuras
que nos encapsulan y encierran, aparecerán más y más capas,
más y más sutilezas de temor. Pero cada vez gozaremos de un sentimiento
de libertad mayor, de una mayor y más profunda sensación de dominio
de nuestro entorno vital y de nosotros mismos.
Hasta aquí para su ego y para el mío.
Ahora bien, entre ud. y yo, sabedores del UNO EN NOSOTROS, lo siguiente: Si
dejamos al ego de lado, si logramos abrirnos a nuestra Verdad interior y progenie,
si un día cualquiera, que puede ser –por ejemplo hoy, y por ejemplo
ahora- advertimos y hacemos carne nuestra genuina naturaleza divina, nos damos
cuenta que vida y muerte no son más que una ilusión, y que el
ENORME YO disfrazado de chiquitito y temeroso, es el permanente fagocitador
de toda nuestra energía vital, encubridor de nuestro natural y propio
estado de amor hacia los demás, hacia el entorno y hacia el portador
mismo; si llegamos a la debida consciencia de que ese gigante ego que nos persigue
con la ambición de tener y el miedo a perder, no son más que un
sueño de Dios, un precioso sueño que durará lo que providencialmente
deba durar, por mucho que nos esforcemos y por mucho que creamos sacrificar
en pos de lo contrario, entonces: ¿de qué podríamos tener
miedo?
-VOLVER AL LISTADO DE ARTÍCULOS-
Se cuenta que Siddhartha Gautama,
el Buda, tuvo su gran revelación al escuchar que el maestro de música
le decía a su estudiante que la cuerda del instrumento no debía
estar tan floja como para que no vibrara, ya que así no produciría
sonido alguno, ni tan tensa como para que pudiera cortarse al ser utilizado.
Algo me recuerda –a raíz de esto- que no son pocas las veces -y
lo fácil- que en la búsqueda de la felicidad o de la plenitud
llegamos a los extremos, sea por sobreabundancia o por carencia, por exceso
o defecto, y cómo estos nos impiden alcanzar el grado de armonía
necesaria para que “nuestro instrumento” suene como es debido, tanto
como puede sonar.
Desde la flojedad de no practicar ningún tipo de cuidado de nuestro cuerpo
o deporte, sobre y mal alimentarnos, intoxicarnos con alcohol, cigarrillo, drogas
legales e ilegales, tanto como –además- carecer de toda disciplina
de búsqueda espiritual, de auto observación y meditación,
desde la permanente necesidad de confort, de satisfacción directa, hasta
la genérica y generalizada negación del esfuerzo en todas sus
formas como “medio para” el logro de los objetivos, desde la desestimación
de toda autoexigencia hasta la ridiculización de todo ideal trascendente;
Claro que también, en este orden de ideas, resultan desajustados desde
el ascetismo anacoreta, pasando por los desordenes alimenticios severos de restricción,
y otras sobre exigencias físicas, los autoflagelos y las conductas que
superan la más espartana austeridad.
Con solo mirarnos un poquito hacia dentro podemos ver claramente como nuestra
cuerda tiende, muy a menudo, a encogerse o estirarse más que a mantenerse
en su justo y eficaz medio.
Normalmente podría asegurarle que no necesitamos concurrir una década
al consultorio de un profesional de la psicología para advertir en qué
asuntos la cuerda nos ahorca demasiado y en cuales –sencillamente- tirita
al viento.
No digo que no podamos requerir ayuda, profesional o no, para desvelar algunas
cuestiones de nuestra más íntima intelectualidad, sólo
señalo que en el ámbito de nuestra espiritualidad existe una autosuficiencia,
una cualidad tal, que nos permite SIEMPRE –y por nuestros propios medios-
llegar al punto que necesitamos, que nos permite SIEMPRE lograr la armonía,
el equilibrio interno.
Podrá suponerse o adjudicarse la gracia de esta posibilidad permanente
a la Providencia, podrá creerse que es la unicidad del Ser, o el amor
y misericordia de Dios, quienes nos lo permiten, pero lo cierto es que SIEMPRE
hay chance de redención, de vuelta al eje, de encuentro con el Ser en
uno, en nuestro incorruptible templo interior, que siempre nos aguarda incólume.
A veces el camino o las herramientas necesarias para aflojar la cuerda, o bien
para tensarla, parecen arduos, en ocasiones se nos muestran escabrosos; además,
la senda a seguir nunca es la misma, siempre es original para cada persona y
para cada momento y circunstancia. No hay recetas.
En algunas pocas oportunidades no hay ruta a la vista o se nos dibuja la certeza
de una suerte de imposibilidad de transitarla. Entran en escena –entonces-
todas las limitaciones, todas nuestras programaciones que nos dicen lo inútiles,
lo inservibles, lo tontos y débiles que somos, entran en juego todos
nuestros miedos, la historia de nuestros fracasos e insatisfacciones, nuestra
novela, nuestros sueños rotos, los amores truncados, los que no nos querrán
más si cambiamos, los muertos queridos y los que cautelosamente tenemos
guardados dentro del ropero. Así, todo esto nos asegura, nos recalca
y refuerza que ese “SIEMPRE” del que hablamos párrafos atrás
no existe, no es tal o no es para nosotros.
En este punto, tal vez, lo único que nos puede salvar, lo único
que puede lograr que contra toda previsión y contra viento, marea y tempestad
nos pongamos manos a la obra “en la afinación del instrumento”,
es recordar aquello que motivó al mismísimo Buda -cuando era el
Principe Siddharta- a alejarse de su trono y de su “plácido futuro
asegurado“ para ir en busca de la Verdad: el preguntarse el por qué
del sufrimiento, el por qué de la infelicidad y de la muerte. ¿Quién
ajeno a estos interrogantes? ¿Quién suficientemente hábil
y digno para responder por nosotros a ellos?
Tal vez nos lleve la vida el ir observando y puliendo nuestras rispideces vivenciales,
pero con seguridad si nos proponemos el camino de la búsqueda del equilibrio,
de la armonía, observaremos cómo van operando en nosotros cantidades
de cambios –muchas veces- minúsculos y sutiles, pero trascendentales
y existencialmente sustantivos; y tal vez incluso, en algún momento,
sea como fruto del proceso o bien como un rayo que nos atraviese intempestivamente,
podamos llegar a advertir –como lo hizo Buda- que todo cuanto nos limita,
que todo aquello que nos recorta o cercena la percepción de nuestra divina
naturaleza no es sino ilusión, una engañosa y astuta ilusión.
-VOLVER AL LISTADO DE ARTÍCULOS-
Tal vez uno de los más
desconcertantes signos del fin del milenio anterior y del comienzo de este tercer
milenio que nos toca, esté representado no solo por la caída abrupta
de los ideales políticos, que bien puede entenderse como la sumatoria
del deceso de toda confianza en la efectividad de las ideologías con
el descreimiento total de la buena fe de las personas que practican la política
como medio de vida, especialmente, en aquellos que llegan a ejercer algún
tipo de poder derivado de las burocracias barriales, provinciales, nacionales
y mundiales; otros representantes de los apocalípticos tiempos actuales
son el mercado de consumo, la errónea apreciación del significado
del éxito y de la responsabilidad individual y social, o de lo que ello
implica o debería implicar.
Tal vez, el más grave de los signos sea el que una inmensa cantidad de
personas han advertido -consciente o subconscientemente- que no tienen –existencialmente
hablando- por qué vivir, sólo –como diría Marilina
Ross- transcurren..
Obviamente no me refiero a que no se hallan excusas para ese transcurrir. De
esas siempre hay y, en general, muchas y muy variadas: vivo y trabajo para que
mis hijos puedan crecer y estudiar, para verlos crecer y desarrollarse, para
seguir amasando dinero, bienes o posición, para abrazar a mi esposa/o
y cuidarlo/a hasta que la muerte nos separe, para ser mejores profesionales,
para seguir aprendiendo y conociendo cosas, para viajar y conocer culturas y
gente nueva, etc. etc..
Me refiero a ¿para qué? al ¿dónde vamos? ¿para
dónde remamos? ¿adónde tiene este barco, llamado cuerpo,
llamado espíritu, llamado alma, llamado mente, que llegar?
Hoy, inmensa cantidad de personas se encuentra sin brújula alguna, y
en lugar de ir pisando en la tierra de la vida, pulula como una artemia salina;
y otra inmensa cantidad de personas se ha subido a cualquier tren, al viaje
propuesto por cualquier congénere que se muestre seguro de ir en alguna
dirección, colocándolo en el lugar de guía, gurú
o lider, cuando no es más que un ciego -con más auto confianza-
guiando a otro ciego –más inseguro de sí-…
Las instituciones políticas y sociales y las religiones más y
menos oficiales, han sido caladas hasta tan hondo por esta crisis (que en resumidas
cuentas es de fe), por esta certeza de que no hay nada más allá,
nada que nos trascienda, nada por lo que valga la pena sacrificarse, esforzarse
(o bien que si lo hay, nos ha dejado en total estado de abandono), que o se
han paralizado, o se han ido con la corriente, por convicción irreflexiva
o por no perder asociados o adeptos, generando más laissez faire, más
exitismos de pacotilla, más caos, más reblandecimiento de los
ideales y menos rigurosidad en las ideas y posiciones.
Los abundantes pobres indigentes no pueden pensar por carencia de aminoácidos,
de proteínas oportunas, por la desnutrición en los que los sumió
su respectiva patria sin el más mínimo arrepentimiento, dejándolos
para siempre sin posibilidad de abstracción, exterminando desde su nacimiento
gran parte de sus posibilidades; mientras en la otra punta, aun bienintencionadamente
impera en las clases acomodadas el “mejor no pensar”, el “mejor
no mirar”, como un freno, como una medida defensiva para no ver lo ingrato,
lo horrendo, el más ruin resultado de la acumulación de las sucesivas
crisis económicas, la cara humana concreta del desempleo endémico,
de la segunda y tercera generación de desempleados (o sea, de familias
enteras en las que sus miembros de dos o tres generaciones sucesivas nunca tuvieron
trabajo, no conocen tener un ingreso asegurado, y no sólo no conocen
la saciedad alimentaria o intelectual, sino que apenas si saben hablar y pensar,
y morirán sin poder hacerlo), desnutridos de segunda y tercera generación,
y no casos aislados, hablamos de comunidades enteras, de poblaciones integras
de abandonados por el sistema, olvidados por la mano de Dios, de sus representantes,
de los hombres –sus hermanos- y sus representantes.
No es extraño entonces que en el mundo ganen terreno los fanáticos,
los extremistas, los adeptos a cultos no tradicionales, todos detrás
de líderes mesiánicos, porque son aquellos que -en definitiva-
proponen un “algo” conforme lo cual vivir y –a veces- morir,
y hay –precisamente- hambre de esto.
La comida chatarra, los ideales y exitismos vacuos, los pseudo valores promovidos
desde los poderosos multimedios y los puestos gerenciales en las grandes compañias
nacionales y en las enormes corporaciones transnacionales que de un día
para otro te descartan y te convierten en remisero o kiosquero, vienen demostrando
al hombre que va a nacer, al que tiene que nacer de nuevo, que explotar recursos
(naturales, artifíciales y humanos) es redituable sólo para muy
pocos y sólo en el muy corto -o cortísimo- plazo, que contaminar
la tierra terminará contaminando al que lo hizo o a los suyos; que vivir
para trabajar, y trabajar para ganar dinero y ganar dinero para acumular cosas
y más dinero, para tener lujos y poder sobre otras personas, no es nada
más que un circulo enfermizo y enfermante, que sólo concluye en
la desgracia y en el desamor; que aquel que pone todo a la venta sólo
consigue depreciarse más y más cada vez; que no somos el trabajo
que hacemos; ni los contactos que tenemos; ni lo que vestimos; ni lo que aparentamos,
ni lo que creen de nosotros; ni –aún- lo que creemos que somos
cuando nuestras acciones están en alta o cuando están en baja,
deprimiéndonos o alegrándonos.
Parece mentira que sea tan difícil darse cuenta que nos parecemos mucho
más a lo que amamos y a los que nos aman, que a todo lo otro.
El hombre tiene una primaria tendencia a salir a buscar, tanto las culpas como
las soluciones, fuera de sí mismo. Siempre olvida que la única
respuesta válida que puede hallar habita en su interior
Podemos adherir a una religión, a una filosofía, podemos ser agnósticos
o ateos, podemos mirar la política desde el cafetín, desde la
mesa de casa o desde un partido, podemos ser de los que miran o de los que cierran
los ojos ante el dolor ajeno, ante la injusticia; podemos ser de los que intentan
día a día convencerse de que disfrutan de la vida utilizando para
ello una muy diversa cantidad de lindas excusas o de los que sólo sufren
y padecen la falta de dirección; de los que se aglomeran o de los que
quedan aislados; de los que se lamen solos o de los que necesitan de la mano
sanadora del otro, incluso podemos ser de los que ayudan, de los que misionan,
de los que acarician, pero una sola cosa podrá diferenciarnos realmente:
AMAMOS o NO AMAMOS, vemos en nosotros y en los demás lo que realmente
somos, observamos Nuestro Ser, nuestra genuina naturaleza, o no lo vemos, y
seguimos haciendo y jugando al “como si”.
No hay posibilidad alguna de que la guía definitiva existencial nos venga
desde afuera. Nos pueden ayudar, nos pueden aconsejar y enseñar, nos
pueden prevenir y cuidar, pero en un momento dado uno debe largar las muletas,
uno debe dejar el andador, y por muy difícil que se nos represente, uno
debe hacerse cargo de sí mismo y convertirse en su propio maestro.
-VOLVER AL LISTADO DE ARTÍCULOS-
Dice la Biblia
que el reino de los cielos nos pertenecerá si somos como niños.
Lamentablemente en la vida cotidiana uno se cruza con más “pendeviejos”
que genuinos niños de corazón. Una cosa es mantener -o conseguir
volver a- una visión esperanzada de la vida, no retorcida, no apagada,
no prejuiciosa, abierta, cristalina, y otra muy diferente es cubrirse de cirugías,
colágeno o botox; tanto como regodearse en la propia ignorancia fingiéndola
de infantil o escindiéndose de toda responsabilidad por los propios actos.
Está repleta la sociedad de estos pseudos niños que sólo
son tales para lo que les conviene. Adultos que cometen todo tipo de excesos,
de fraudes, que falsean, pervierten, mienten y ocultan, pero que a la hora de
ser llamados a responder sólo esbozan un tímido “yo no me
di cuenta”, como si ese “darse cuenta” hubiera dependido de
alguna entelequia diferente de ellos mismos, como si no hubieran debido ser
ellos mismos quienes –oportunamente- reflexionaran, volvieran sobre sí
mismos y sus conductas.
Desde políticos que sólo elaboran políticas para quedar
bien ellos hoy, sin importarles cómo están alimentando la industria
del juicio, o como endeudan al Estado para las próximas generaciones,
y que –simultáneamente- deslindan toda responsabilidad de los problemas
actuales señalando al gobierno o gobiernos anteriores, hasta los simples
plebeyos de aquí abajo; Ud. no tiene idea con qué frecuencia las
personas se abren de toda responsabilidad diciendo cosas como “me hizo
hacer”, “me hizo firmar”, “yo no sabía”,
“yo no quería”, “fue sin querer”… todas
formas solapadas de irresponsabilizarse por el propio hecho o por la propia
omisión.
Cuando algo ocurre en el plano de la vida cotidiana uno tiene el deber primero
de verlo de frente, de aceptar eso como una realidad, y luego debe procesar
su causa y sus efectos. Si el hecho resulta ser perjudicial o no deseado, y
la causa o concausa resulta ser una omisión o un acto nuestro, lo sincero,
lo razonable, lo obvio es hacernos cargo total o parcialmente –según
el caso- de la responsabilidad por sus consecuencias, por sus efectos.
Esto, que es tan simple que hasta un niño lo comprende, está cada
vez más lejos de la comprensión de las personas. En parte esto
se debe a que permanentemente se premian y se condenan los efectos eventuales
o randómicos (verbigracia: se lo felicita si ud. gana en el prode o el
quini6, como si ello fuera algún tipo de mérito; o se lo estigmatiza
si ud. no cumple con pautas de belleza física determinadas e imperantes,
etc. etc.), desconectando –así- la causa del efecto en términos
de recompensa o castigo social; pero también a que a nivel íntimo
existe una resistencia natural al displacer, y como la aceptación de
la responsabilidad por lo malo suele traer aparejado el reproche es –también-
natural tratar de alejar ese cáliz.
El problema es, otra vez, de oportunidad. Debería tratarse de evitar
el reproche –en todo caso- haciendo las cosas de modo tal que no trajeran
como consecuencia un impacto negativo para otra persona, no haciéndolo
y luego metiendo la cabeza en tierra como el avestruz.
Y, por otro lado, una cosa es aceptar la responsabilidad por una ocurrencia
negativa más o menos objetiva que nuestro accionar u omisión pudo
haber ocasionado, y otra muy diferente es convertirse en un siervo de las acusaciones
patológicas de quien, hipersensibilizado por muchas otras causas, puede
llegar a hacer foco en nosotros de todo aquello que le ha salido mal en la vida.
Ni tanto, ni tan poco.
Intentar vivir conforme la recta razón, intentando sopesar no solo el
resultado inmediato de nuestras acciones sino también lo mediato.
Aceptarnos falibles, porque así conservamos la humildad del niño,
la cual siempre viene bien al momento de hacernos cargo de nuestras responsabilidades
y para pedir perdón cuando hace falta. La soberbia del adulto siempre
actúa como obstáculo para esto; y la seriedad y la adustez, suelen
ser fachadas, mascaradas, de esa misma soberbia inútil.
Aceptarnos frágiles y débiles como niños porque sabemos
que los hechos de los demás muchas veces nos afectan negativamente, y
debemos aprender a tolerar y a perdonar; para no convertirnos en víctimas
masoquistas de aquellos a los que pedimos perdón, pero tampoco en sádicos
perversos sometiendo o vejando a alguien que nos pide perdón a nosotros
por lo que sus falencias o yerros pudieron habernos ocasionado.
En resumidas cuentas, convertirnos -poco a poco- en niños, nos aproxima
a un estado en el que todo es más un juego de aprendizaje que un calvario
de penas y pesares. Un estado en el que todo se relativiza un poco más,
en el que miramos más a los ojos, en el que tenemos la sonrisa más
a flor de piel. Ser más niños es estar listos más fácilmente
para dar por supuesto el perdón ante el solo pedido y seguir jugando
exactamente igual que antes, sin guardarnos broncas, sin rencores, con total
olvido.
Ser más como niños nos debe poner SI o SI en situación
de poner el alma y la cabeza en lo que hacemos, en dedicarnos a hacer lo que
profunda y existencialmente sentimos que queremos hacer, en vivir a pleno la
vida, en rechazar las imposiciones externas y hacernos cargo de lo que somos,
en perseguir nuestros sueños activamente sin dejarnos aplanar, sin caer
en la desesperanza y frustrada actitud del adulto que solo conoce del NO: el
no podré, el no se puede, el no debo...
Dejar de ser adultos, debe ser equivalente a volver a estar atentos a la vida
que tenemos enfrente, al aquí y ahora de los niños, al dejar de
hacer las cosas en la permanente dicotomía dualista, pasar del “HAGO
PARA…” (Trabajo para ganar dinero; voy a la reunión de padres
para que mi mujer no me recrimine; compro tal auto para ser aceptado en tal
círculo social; junto dinero para cuando llegue mi vejez; etc.etc.),
al AMAR LO QUE HACEMOS y, si no, no hacerlo. Y a pesar de que los hechos objetivos
–incluso- pudieran ser los mismos, todo cambia cuando la acción
es en términos de aquí y ahora.
Por fin, ser como niños hará que nuestros errores y falencias
nunca lleguen a ser groseras faltas de humanidad, ni contra la humanidad, ni
de lesa humanidad. Ser como un niño hará que las consecuencias
de nuestros actos jamás puedan traer aparejada la destrucción
de todo el planeta o la muerte de nuestro congéneres, porque es imposible
para un niño que una abstracción como pueden ser la balanza de
pagos, o la crisis financiera, o el dinero mismo, pudieran estar por encima
de algo tan concreto como que una persona no pueda comer, que un niño
fallezca por no tener asistencia, que un anciano muera por no tener acceso a
la medicación, o que el planeta se dañe por extraer oro a fuerza
de cianuro.
Seamos cada vez más como niños. Seamos cada vez más responsables.
-VOLVER AL LISTADO DE ARTÍCULOS-
De vez en cuando nos pasa:
nos sentimos mal. A veces con razones más o menos manifiestas, discusiones,
pérdida de personas, de cosas, de oportunidades; a veces por el paso
del tiempo, por la falta de concreción de proyectos, por la vida que
se nos cuela entre los dedos de la mano como si no fuera más que un
puñado de arena… a veces molestos con los demás, porque
no fueron como esperábamos, porque nos desilusionaron, o –para
decirlo con propiedad- porque nos desilusionamos… porque advertimos
de una forma u otra que ellos/as no eran el edificio de ideas y supuestos
que construimos nosotros alrededor de su persona.
La mayoría de nuestros pesares son de crecimiento. Nos sirven en alguna
forma y en alguna medida para mejorar, para madurar. Son intersticios en los
cuales nos alimentamos de experiencias que más adelante nos serán
útiles. Nos sirven para superarnos, para no tropezar nuevamente en
el futuro con las mismas piedras, aunque a veces –también nos
pasa- en lugar de correrlas del camino, las terminemos pateando para más
adelante, por vía de la evitación, de la negación, y
otras estrategias defensivas.
Perder a un ser querido necesariamente nos dolerá, pero -a la vez-
nos anticipa lo que vendrá, nos prepara para que aprendamos que hasta
que seamos nosotros los que partamos todo lo que veremos en este plano será
siempre sólo una cuestión de tiempo y desgaste… permanentemente
perderemos seres queridos, porque la regla de la vida es la muerte. Podemos
quedar dolidos, podemos no querer levantarnos o movernos más de nuestro
sitio, acongojarnos, auto-compadecernos, lamentarnos hasta que el sol se apague
pero nada de esto alejará un centímetro la realidad de que ello
seguirá pasando a nuestro alrededor hasta que nos toque el turno: y
ambas cosas son inevitables.
Afrontar la pérdida del otro conlleva enfrentarnos por identificación
a la propia futura muerte, pero además a la pérdida actual de
lo que de nosotros mismos se lleva ese ser que se va. Esta es –probablemente-
la circunstancia más cercana a la propia finitud.
La muerte del otro mata la imagen de mi que yo percibía que el otro
tenía; la imagen de mi que el otro me devolvía con su mirada,
con su comportamiento, con su simple existencia. Por eso el dolor será
mayor cuanto más identificados estemos con ese espejo del otro, por
eso el duelo será más prolongado o hasta parecerá insuperable…
enterramos una pequeña y –en oportunidades- una gran parte de
nosotros mismos en el ataúd del difunto.
Una forma de procesar esto podría pasar por que comprendamos que a
cambio de eso nuestro que se va, se queda la propia imagen del otro con nosotros.
Así, ni el otro, ni nosotros, morimos tanto al morir.
Envejecer hace que crezcamos en términos de ir hacia adentro. Si nuestro
cuerpo no sufriera un gradual deterioro correríamos el riesgo de quedarnos
en el afuera, en las experiencias del placer corporal, en lo placeres de la
carne y postergáramos demasiado la riqueza del mundo interior y el
contacto más directo con el Ser, con la sustancia perenne, con lo inmortal
en nosotros. A medida que los sentidos externos comienzan a apagarse, y escuchamos
menos, vemos menos, entendemos menos el afuera… se nos revela más
intensamente que nunca la oportunidad de escuchar, ver y entender más
el adentro existencial.
Por su parte los anhelos, los deseos y esperanzas incumplidos, los proyectos
truncos y frustrados son –todos- un necesario punto de partida para
otros que si funcionen, otros pulidos y trabajados a la luz de experiencias
anteriores. Debemos ser plenamente conscientes que no existe ciencia alguna,
ni progreso, sino montados sobre siglos de experimentos y experiencias fallidas.
El error nos indica, nos da señales -al menos vagamente-, de la senda
por la que puede estar transitando la respuesta correcta. Muchas veces nos
equivocamos con la dirección a seguir, pero cada camino incorrecto
descarta una posibilidad en un circuito que jamás es –aunque
a veces parezca- infinito.
Perder o ganar, acertar o errar, son dos caras de la misma moneda. Tal vez
el yerro debe permitirnos replantear nuestros valores. Repreguntarnos acerca
de la importancia o ingerencia que le propinamos a determinados éxitos,
o a la obtención de determinados resultados.
La vida social y la vida profesional, están generalmente signadas por
ese permanente vaivén entre satisfacciones y frustraciones, entre éxitos
y fracasos, no debemos desconocer que aun en aquellos casos y personas en
los que parece que todo fuera glamour, que parecen tener el toque de Midas
convirtiendo todo emprendimiento en exitoso, no son más que el resultado
y la exteriorización de estrategias de marketing, casos en los que
sólo se nos muestra la capa más superficial de la cebolla (a
menudo con gran costo personal, emocional y económico para el que así
lo hace). No es por azar que termina siendo trágico el don del rey
Midas.
La oportunidad aquí es aprender a convivir con la imperfección.
Aprender a aceptar que nos equivocarnos y hacerlo con la misma gracia con
la que acertamos. Disminuir la euforia ante el aserto a cambio de atenuar
la desazón ante el traspié; y –en términos ideales-
llegar a suprimir la distancia entre ambos estados de exaltación emocional.
Por fin, como frutilla del postre en este raconto de “cosas” que
suelen ser la causa de nuestro malestar encontramos la madre de todas las
causas en la ilusión. Esto es porque vivimos creando ilusiones, somos
una central nuclear de generación de ilusiones. Levantamos alrededor
de la realidad y de quienes nos rodean infinitas murallas y castillos de suposiciones
y prejuicios, de expectativas, de obligaciones, de presuntas cualidades.
Donde debería haber simple, divina y gozosa experiencia, contemplación
y aceptación de la realidad y de las relaciones humanas; donde deberíamos
poder valorar cada bocanada de oxígeno, cada sorbo de agua; donde deberíamos
amar cada instante de coexistencia con el otro quienquiera sea, valorando
y respetando con la vida, su y nuestra libertad individual y su y nuestra
libre experiencia, nos encontramos con la pena, con la traición, con
el odio, con el sufrimiento, los celos, la envidia, ocasionados TODOS por
la desilusión, porque algo del otro (o de la realidad) escapó
al molde que le pusimos, a las expectativas, a lo esperado, proyectado y deseado.
Al ilusionarnos con lo que la realidad o las personas son, lo que hacemos
es ponerles cadenas, es pretender ejercer el control y dominio sobre lo que
ellas son y sobre lo que pueden o deben ser y hacer. Así creamos una
ilusoria tranquilidad derivada de una –también- ilusoria estabilidad
perceptiva.
Creada la ilusión dejamos de ver a la persona o la realidad circundante
tal cuales son, pasamos a verlas veladas. Solo miramos el muro que prolijamente
les construimos alrededor, solo vemos lo que queremos ver, nuestra complaciente
construcción.
Dejamos de ver al otro y nos perdemos de su maravilla. Nos perdemos del disfrute
de la sorpresa, del verdadero encuentro, de la genuina relación humana.
Para no ver lo que no queremos ver pagamos el precio de cegarnos a la divinidad
existente en todo y todos cuanto tenemos enfrente.
El pequeño problema es que las personas y la realidad no son lo que
queremos que sean sino lo que son. Por ello toda ilusión que nos hagamos,
siempre, nos dejará sujetos a la desilusión.
La ilusión es la madre de todos los malestares porque TODO lo que nos
frustra, lo que nos atormenta, lo que nos apena, lo que nos hace miserables,
TODO ELLO, no son más que ilusiones, y todas estas ilusiones no son
sino hijas de una madre común: LA ILUSION ACERCA DE LA REALIDAD DEL
YO.
La ilusión de que somos ese yo, ese ego, es la madre y creadora de
quien padece, de quien sufre, de quien quiere ver sus proyectos realizados,
ser exitoso, del que no quiere envejecer, ni ver a los suyos morir, e incluso
–y paradójicamente- de aquel que quiere dejar de ilusionarse.
-VOLVER AL LISTADO DE ARTÍCULOS-
Elegir nos
lleva a preguntarnos acerca de la coincidencia o de la brecha existente entre
dos conceptos: el bien común y el bien individual. El bien común
no es necesariamente idéntico a la suma de los intereses particulares.
Dicho de otro modo: si el bien común fuera determinado por esta simple
sumatoria viviríamos en una sociedad regida por mayorías y se
tomaría la dirección que –cada vez- a dicha mayoría
conviniera, prescindiendo de la protección de las minorías quienes
no tendrían ingerencia alguna hasta no convertirse en nuevas mayorías.
Vale decir, tendríamos parlamentos en los que las mayorías imponen
sin debatir (cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia).
El problema es este: nuestra Constitución Nacional, nuestra formación
democrática, nuestro republicanismo idílico, no son sino postulados
teóricos, aprendidos de memoria, sin prestarles atención. La educación
cívica, si tuvimos la desgracia de cursarla en la escuela, no fue sino
una materia que nos daba dolor de cabeza o que nos enseñaba cosas completamente
fuera de la realidad e inalcanzables.
Somos una sociedad que a pesar de los cacerolazos y los cortes de calles, rutas
y puentes, ha adquirido una indefensión aprendida, una total falta de
entendimiento acerca de lo que implica ser comunitario y societario. Nos rige
un desinterés asombroso hacia todo lo que no nos toque a nosotros en
forma directa, y aún cuando eso ocurre permitimos un manoseo extraordinario
antes de reaccionar, y –si y cuando lo hacemos- sólo resulta un
estallido violento, irracional e indomable, que se calma y desaparece, para
ser absorbido –otra vez- por alguna corriente política funcional
a la misma estructura que cinco minutos antes nos abusó.
Clamamos por los derechos humanos con la misma fuerza por la que bregamos por
la pena de muerte. Rechazamos las dictaduras, mientras afirmamos que la solución
es que nos dieran a nosotros la suma del poder público con mil ladrillos
y mil balas. Pedimos que no nos subestimen como pueblo, pero quedamos embobados
con el primer demagogo que nos guiña un ojo, o que nos promete lo que
sabemos será imposible; solo para luego quejarnos de cómo nos
defraudó.
Ser verdaderamente demócratas y republicanos, sólo puede redundar
en beneficio de la totalidad de los miembros de la sociedad, no de las mayorías
sino de todos; sin embargo, para ello hay que educarse, no esperar que quienes
se benefician con la ignorancia dejen buenamente de explotarla en su propio
provecho.
Parece bastante obvio –las más de las veces- que el establishment
político, económico y financiero está suficientemente cómodo
con el estado de cosas. La crisis mundial pesa sobre los deudores. Los bancos
y entidades “padres de la tragedia global” serán –bajas
más, bajas menos- “salvados” por los respectivos Estados,
pero los particulares, los ciudadanos, en especial los pobres, y en especial
los pobres de países pobres, serán -como siempre- los patos de
la boda, las variables de ajuste de toda inflación, de toda recesión,
de toda debacle…
Esos pobres de las regiones pobres del mundo, si pudieran elegir a sabiendas,
con real consciencia de lo que su voto implica, ¿elegirían acaso
a quienes eligen? ¿elegirían a quien sólo los condenan
a seguir en la pobreza, a personas que desde su lugar de poder supremo seguirán
afirmando que brindar salud, educación, seguridad, agua potable, comida
y medicamentos son cuestiones de dinero? ¿elegirían a quienes
–encima- no tardarán mucho en acusar, a esos mismos pobres que
los eligieron, de ser los causantes de todos los males, marginándolos
y postergándolos más todavía?
En este orden de ideas, si asumimos que es enteramente probable que una inmensa
masa de personas, carentes de recursos y de educación, votará
irremediablemente a quienes usan recursos de campaña no para otra cosa
que la compra de voluntades débiles, mediante todo tipo de ardid; y si
sabemos que los olvidarán al ser electos (o –incluso- los perjudicarán
al serlo), y mientras los más favorecidos por el estado de cosas, y esquemas
de distribución de la riqueza y de la pobreza, sabemos elegirán
la continuidad de dicha estructura (más allá del partido concreto,
ya que todos los grandes movimientos responden al statu quo del cual –de
una u otra manera- maman), es posible que dependa de los que mejor están,
elegir en contra de sus propios intereses actuales, en pos de favorecer al desvalido,
en pos de ayudar al ignorante.
La democracia no siempre reconoció el voto universal, de hecho históricamente
el sufragio ha sido mucho más calificado, que universal. La universalización
es un avance indiscutible, no obstante, en el escenario de que ha dado muestras
el mundo en las últimas décadas, estimo se requeriría un
plus de esfuerzo por parte de quienes han llegado a tener una consciencia más
o menos acabada de las implicancias del sufragio: votar responsablemente, trascendiendo
el interés individual, pensar en la sociedad toda, en cómo favorecer
a aquellos que menos pueden velar por sí mismos.
El bien común será la suma de los intereses particulares si comenzamos
a pensar en el bien del prójimo, más que en el nuestro. Si buscamos
una sociedad más justa con los débiles, con los desamparados,
con los relegados, ellos lo serán cada vez menos, y así lograremos
estar todos, cada vez, mejor.
Por fin, es el hombre común el que debe dar un paso adelante en su toma
de consciencia del fenómeno social, tanto como hacer un pronto acercamiento
al planeta como ser vivo. Es el hombre común el que debe asumir en forma
definitiva que no hay más bien de uno, si esto implica el mal de otro
u otros. El que debe comprender que la ecología y la economía
sustentables no pueden seguir siendo tenidos como enunciados ideales e impracticables.
Los políticos, los ejecutores del modelo, no son de otro planeta, ni
vienen de repollos, son nuestros, salen de nuestro seno y hacen lo que les permitimos
hacer.
Ya que nos dedicamos hoy a hacer un pequeño análisis de la situación
política y social a sabiendas que tenemos cercana una fecha electoral
en el ámbito nacional, no podemos dejar de lado un último análisis:
No hay corrupción sino la que tenemos dentro cada uno de nosotros. No
hay demagogia que no sea la que ejercemos a diario con nuestros allegados, amigos
y compañeros. No hay hipocresía, ni debilidad, ni ignorancia,
ni egoísmo que no sean los nuestros, los que llevamos a cabo con nuestros
jefes, con nuestros empleados, con nuestra familia, con nuestros hijos.
No hay elección que no sea fiel reflejo de lo que somos como sociedad,
que no muestre el nivel de compromiso real que tenemos como comunidad, nuestro
grado de amor fraternal, y ello se evidencia –incluso- cuando resulta
arreglada con prebendas y hasta fraudulenta.
-VOLVER AL LISTADO DE ARTÍCULOS-
El ego nos hace creer que,
en la búsqueda interior, es él quien ha hallado. Toma los laureles
del hallazgo espiritual, y nos hace anunciar desde sí mismo el resultado
obtenido.
Así los maestros mundanos, los gurúes, caen a menudo en esta trampa
yoica y se vuelven autoreferenciales, se convierten en “detentadores del
método”, del saber, se tornan propietarios de La Verdad, fuentes
incuestionables e infalibles de la misma.
No es raro que a pesar de la buena intención, la segura falta de maledicencia,
e incluso hasta de la inocencia inmaculada de ciertos autores del mundillo de
la literatura espiritual, su discurso se vaya tornando más y más
rígido al compás de sucesivas obras; fruto de que su ego se va
aquerenciando al éxito previamente obtenido.
No es extraño observar como se produce la gradual pérdida de la
libertad de pensamiento genuina, aquella que le permitió expresar de
alguna manera, meridianamente, metafóricamente, su posible acceso a las
cosas de la esencia de la vida y del Ser.
Este gradual rigorismo, es proporcionado por el ego en dosis tan pequeñas
que pasa inadvertido hasta que ya es tarde… y se caen los maestros, y
se desmoronan las estatuas de sal erguidas a su alrededor… todo parece
volver a empezar… ese que parecía poseedor de la verdadera senda
estaba equivocado, nos llevaba por el lado errado… ¿qué
de nosotros ahora? ¡Pobres almas sin guía!.
Es el ego el que hace de la trampa, del engaño y la mentira, su modus
vivendi; y esto opera tanto hacia afuera como hacia adentro; para con los demás
como para con uno mismo. En el maestro y en el discípulo.
Es ese “yo lo logré”, “yo me liberé”,
”yo me di cuenta”, “yo sé” y el ”yo me
iluminé” que engatusan, ciegan y sesgan al aspirante a buscador,
tanto como al buscador mismo que se ha dado a su desierto espiritual…
es el susurro del ego, que tienta a la salida prematura de la cuarentena crística.
Pero la búsqueda no acaba, ni debe acabar al tropezar con este escollo.
No hay que dar por el ego más de lo que el ego vale!
Si advertimos que nos volvemos demasiado auto referenciales, si nos percibimos
superados de todas las cosas del mundo, y comenzamos a mirar por encima del
hombro... si decimos –o pensamos- “pobres de ellos”, no como
expresión literal de compasión y compromiso, sino como declamación,
como enrostramiento de la comparación que nos coloca en un lugar elevado
respecto de los demás, parece un buen momento para comenzar a medir el
grado en que hemos perdido nuestra sensibilidad hacia el otro, hacia las gentes
y hacia el mundo… si nos volvimos a perder, a dormir, y si dejamos -otra
vez- de ver las cosas tal como son.
Es imposible ser expresión viva de la propia divinidad sin –simultáneamente-
ver al otro como divinidad presente en acto… no al otro que “curte
mi misma sintonía”; a todo otro, aunque esté en las antípodas
de mi pensamiento, de mis ideales, de mis convicciones y creencias, porque todo
queda relegado cuando hablamos de cuestiones atinentes al Ser.
No obstante, vivimos una esquizofrenia como grupo social de análisis
bastante interesante, ya que adherimos -o por lo menos aceptamos con cierto
grado de conformidad- a que existan millones de personas en el mundo rezando,
yendo a misa o al templo o a la sinagoga, y practicando otros ritos, todos los
días, todas las semanas, todos los meses y años; tenemos claro
que hay millones de personas orando cada noche antes de dormir o cada tarde
mirando hacia La Meca; somos -en gran parte- personas a las que se nos ha criado
a la luz de libros sagrados, fueran la Biblia, el Corán, el Talmud, Vedas
o Sutras, y que en mayor o menor medida nos hemos formado en esas enseñanzas,
y –sin embargo- vivimos en la máxima incredulidad individualista
y superchera.
Seguimos llamando “milagros de Dios” a las anomalías que
no tengan explicación científica (y mientras no la tengan), en
lugar de ver lo milagroso de la cotidiana existencia, y mientras adjudicamos
a la pura casualidad los millones de elementos, circunstancias y variables que
coincidieron para que en éste instante estemos leyendo estas palabras,
para que seamos quienes somos, tengamos la existencia y familia y amigos que
tenemos.
Y a pesar de tanto comportamiento religioso, no vemos aceptable, ni creíble,
ni posible, que Dios hable. El Dios que hablaba –en el que decimos creer
y queremos creer que creemos- es el de los libros sacros, pero El le hablaba
a otros, y en otros tiempos. Ahora Dios es aceptable si se calla; si deja que
seamos nosotros –nuestro ego- el que coloque palabras en su boca, si somos
los que interpretamos a gusto y placer su pretendido mensaje; así como
es amado en tanto coincida sus intereses con los nuestros (y cuanto más
mundanos mejor).
Incluso podríamos preguntarnos ¿cuánto tardaría
-aún un sacerdote, pastor o clérigo- en ir a parar a un psiquiátrico
si afirma no que habla a Dios, sino que Dios habla con él?
Nos hemos acostumbrado y hemos estandarizado la suposición de que la
comunicación divina es unidireccional, porque –finalmente- es el
ego el que quiere protagonizar la historia individual. Es el ego el que quiere
hacer las preguntas y responderse a si mismo, sea a título de introspección,
examen de consciencia o análisis de situación moral o fáctica,
o hasta de intuición… es el ego el que quiere asumir el papel de
Dios.
En lugar de vaciarnos de contenido, de sentido, y dejar fluir al Ser en nosotros,
el ego nos juega su última carta disfrazándose de Ser, de Dios.
Claro, cuando todo se serena, el agua que no fluye se estanca, y vuelven a aparecer
las evidencias del ego que lejos de rendirse parece fortalecerse con cada intento
fallido… aunque en verdad su miedo crece al mismo ritmo que él.
El ego ataviado de Dios teme mucho más que antes, mucho más que
cuando se disfrazaba de persona, de maestro, de gurú, porque sabe que
desde ahí sólo resta la debacle, sólo queda a unas palabras
de la caída final, sólo a un instante de claridad de consciencia
para sucumbir para siempre, a un simple: “No tentarás al Señor
tu Dios”.
-VOLVER AL LISTADO DE ARTÍCULOS-
Cuando pensamos en la libertad
se nos suelen representar ciertas figuras icónicas: la Estatua de la
Libertad neoyorquina, símbolo de la tierra de los libres, de la tierra
de las oportunidades; o bien la proclamación de la “liberté”
como elemento constitutivo esencial en la triada de principios enarbolados por
la Revolución Francesa, o incluso hasta puede aparecerse el popularizado
grito de “freedom” de Mel Gibson en su interpretación del
líder escocés William Wallace… sin embargo, el mundo se
va distinguiendo de modo creciente por hacer de la concepción de libertad
algo tan individual y atomizado que –contrario a lo que pudiera parecer-
hace peligrar su propia existencia.
En otras palabras, cada miembro de la sociedad se reconoce esencialmente libre
a la vez que reclama su gradual –o a veces abrupta- pérdida de
libertades individuales o bien denuncia la falta de genuino ejercicio de ella;
y –simultáneamente- ejerce un comportamiento que va frecuentemente
en detrimento de la libertad que declamativamente reconoce en los demás.
Lo mismo, exactamente ocurre a nivel de Estados, tanto internamente (o sea de
estos hacia sus ciudadanos y viceversa), como de los Estados entre sí.
Veamos ejemplificativamente si no es esto lo qué ocurre cuando los Estados
presuntamente defensores de la democracia y la libertad, permiten o incluso
apoyan golpes de Estado contra gobiernos soberanos, o que en contra del principio
de autodeterminación de los pueblos (homologo a la libertad de los pueblos)
efectúan invasiones, derrocamientos y matanzas en pos de obtener el control
del petróleo o cualquier otro recurso, tanto como otros que forman seres
humanos para que sean suicidas y se inmolen en nombre de su organización
o religión.
O bien, reflexionemos acerca de dónde se supone que estaría la
libertad civil a la hora de elegir a los gobernantes, cuando los políticos
entre los cuales hay que optar se encuentran en listas confeccionadas a dedo
o cuando están allí por contar con unos cientos de millones en
sus cuentas bancarias.
También observemos dónde se encuentra la libertad de no morir
de gripe A o de dengue, cuando quienes están a cargo estatalmente de
la salud sólo se preocupan por no ser afectados por las estadísticas
y barren los muertos bajo la alfombra; y también, dónde está
mi libertad de no ser rehén de los mosquitos si a mi vecino se le ocurre
no ponerle cloro a su piscina o no dar vuelta las latitas, tachitos y neumáticos
que amontona en el fondo, o mi libertad de no ser alcanzado por la gripe, si
las personas con fiebre dejan de ir a trabajar pero van de shopping y me estornudan
en la cara o se tosen en la mano y toman luego picaportes y demás elementos
de uso común sin consideración alguna.
Dónde mi libertad de elegir ver un noticiero sin intoxicarme de muerte
e inseguridad, dónde la de ver un programa de divertimento sin que mi
mente se vea expuesta a horas de publicidades pensadas intencionalmente para
torcer mi voluntad y hacerme suponer que las respuestas a todas mis preguntas
me las dará el consumir más y más.
Todos reclamamos por mayor libertad mientras que paralelamente vivimos pisoteando
la libertad de los demás.
No tendríamos que dejar tampoco atrás el arte de la manipulación.
Porque junto al cinismo, la manipulación es una de las artes más
desarrolladas desde finales del siglo pasado y esta primera década del
nuevo milenio.
Los miembros más formados de la sociedad nos hemos ido convirtiendo en
maestros de la persuasión oral, y usamos el razonamiento para construir
argumentos falaces que están exclusivamente al servicio de nuestros fines
particulares. No buscamos encontrar o descubrir verdades, ni ayudar al prójimo
a tener un mejor o más pleno acceso a su libertad, sino que perseguimos
que el otro –más lábil- adecúe su comportamiento
a nuestra particular conveniencia, se amolde a nuestra visión del mundo
y de la realidad.
Ser libre no es hacer lo que se quiere, entendido esto como cumplimiento del
deseo bruto que emana de las pulsiones de la carne. Un esclavo de la droga,
del alcohol, de la comida, del sexo, del dinero o del poder, mal puede decirse
o sentirse verdaderamente libre.
La dependencia es contraria a la libertad. No puede avalarse desde la defensa
de la libertad ningún tipo de dependencia o condicionamiento exterior.
La ley –por ejemplo- es un condicionamiento externo, si cumplo la ley
porque –caso contrario- se me impondrá una sanción, no actúo
libremente. La ley, como mínimo de moral exigible, protege ciertos valores
sociales, si los comprendo, si hago propios dichos valores estaré cumpliendo
libremente toda ley legítima y la legitimidad estará dada por
la coherencia de la norma positiva con los valores que intenta proteger. Si
–en cambio- actúo condicionado por la sanción no soy libre
en absoluto, y hasta podré llegar a ser la mano ejecutora de normativas
legales pero ilegìtimas, por las que deberé luego ampararme en
la odiosa “obediencia debida”, a riesgo de haber perdido mi humanidad
en el camino.
Ser libre tampoco tiene que ver per se con
acceder a la información, ya que si bien no se puede ser plenamente libre
sin previamente haber conocido, el saber -tanto científico como cultural-
es siempre limitado, de forma que quien considera que su expresión de
libertad se resume en su conocimiento de las cuestiones de la ciencia y la cultura,
siempre estará sesgado en su comprensión y entendimiento de su
propia libertad y la de los demás. La ciencia se basa en enunciados,
axiomas y paradigmas que permanentemente se refutan y trocan unos por otros,
y por el otro lado, lo único constante en la cultura es su cambio, de
modo que pingüe libertad puede fundarse de forma absoluta en estos saberes.
Ser libre tampoco es poseer autonomia ambulatoria, ya que -en tal caso- no tendría
posibilidad de ser libre ninguno de los millones de personas que ante el estado
actual de inseguridad se recluyen en sus viviendas; o –incluso- estaríamos
negándole su libertad esencial al incapacitado y al privado de su libre
circulación por la causa que fuera, cuando la libertad esencial es inalienable,
imposible de extinguir o cercenar.
Además, de suponer que se resume en el libre andar, podríamos
cometer el error de pararnos en Florida y Lavalle un martes a las doce del mediodía
y pensar que toda esa gente deambula por allí en pleno ejercicio de sus
libertades… cosa bastante poco probable si nos remitimos a observar el
rostro que suelen llevar consigo esos miles de peatones, seguros esclavos de
la city porteña.
Ser libres implica que al fin advirtamos que es un engaño eso de tener
que rendirle cuentas al jefe, a la esposa/o, a los padres, a los amigos, a los
socios… tanto como es de ilusorio el presunto determinismo que tienen
sobre nuestra conducta y comportamiento, nuestro carácter, complejos
y personalidad.
Ser libre es –si- un acto inmediato, un suceso que escapa a las limitaciones
y a las posibilidades de la carne. Es un acto intelectual y espiritual. Es un
hecho que lejos de poner en peligro la libertad ajena, posibilita el más
alto de los respetos al otro.
Ser libre implica comprenderse interior, intima y personalísimamente
como ser absolutamente independiente, ajeno a todo a la vez que presente en
todo. Ser libre es verse a uno mismo en su total soledad existencial, y aceptarla
como origen y causa de todo hacer o no hacer posterior.
Al único que deberemos rendir cuentas es al Ser en nosotros. En ese espejo
en el que quien nos mira es más nosotros que nosotros mismos, y de quien
sabemos que jamás podremos huir… y de quién jamás
tendremos necesidad de huir.
Ahí y frente al Ser es que somos libres o no lo somos.
No puede haber sensiblerías, ni sadismo, ni caprichoso pedido de explicaciones.
De ser así no estamos ante el espejo correcto. El Ser en nosotros no
es un sádico, ni un corrector superyoico, tampoco un padre permisivo.
El espejo no egoico no nos deforma, sino que nos muestra tal y como somos, Solo
basta con observar-se y de allí vendrá toda su enseñanza:
la Verdad que nos hará libres.
El Ser en nosotros es quien nos hace libres, por ser Êl la Verdad, la
única genuina expresión de libertad esencial y existencial.
-VOLVER AL LISTADO DE ARTÍCULOS-
En ocasiones parece mentira como, viviendo en una república (“Re”
o “res”, del latín: “cosa/s”, por lo que al decir
“república” hablamos de: “la cosa pública”),
las personas nos manejamos como si “la cosa” fuera privada, de algunos,
de unos pocos… de los políticos, de los empresarios, de los magnates,
de los lobbies, de los contratistas del Estado, de los empleados, jefes, directores
y otros funcionarios públicos, etc..
A los del pueblo, a los del barrio, se nos ha adoctrinado para temer represalias,
nos domina el miedo y una fortísima sensación de ajenidad, de
ser forasteros en la propia tierra, y eso refrena cualquier impulso de participar,
propiciando una remake del famoso “no te metás” o –también-
un permanente desprecio hacia lo que es de todos, destrozando los espacios comunes,
las plazas, los trenes, ensuciando la vía pública e impactando
al ambiente con carteles, pintadas, bocinazos, etc..
Entonces, recortamos de la realidad un pedacito al que llamamos “nuestro”:
nuestra familia y amistades, nuestro trabajo, nuestra seguridad económica,
nuestra personalísima moral y vida espiritual, etc. y pretendemos no
molestar mucho a nadie a cambio de que nadie nos moleste mucho a nosotros.
Lamentablemente, nos molestan. Los gobiernos –todos- nos meten la mano
en los bolsillos, nos quitan o congelan nuestros depósitos, nos convierten
dólares en pesos, pesos en bonos, bonos en deudas incobrables o al plazo
que se les ocurra; nos confiscan el fruto del trabajo, nos meten en todo tipo
de bretes y apremios, las empresas nos aumentan las tarifas el doble, el triple,
el cuadruple… lo mismo da. Los funcionarios y empleados públicos
cumplen su función sólo si además de su sueldo logran algún
diezmo de aquellos que requieren del cumplimiento de su función; y asistimos
una y otra vez al bizarro espectáculo que nos muestra que todos tienen
su kioskito público para hacer negocios privados con los fondos que le
quitan al contribuyente, o gracias al poder que le confiere el mandato popular,
para succionar y secar al inversor bien intencionado, al concesionario o al
genuino emprendedor; y siempre a cambio de la misma cosa: la impunidad. Y, hecho
el negocio, ya no importa –en nada- controlar si la actividad autorizada
perjudica o no a los particulares, si contamina la tierra, el agua o el aire,
o si respeta o no las obligaciones asumidas de obra, de inversión, o
de seguridad.
Por otra parte, en nombre de la diversidad, se nos impone la aceptación
de normas legales y morales de dudosa progenie, en especial, a través
de los medios de comunicación, que también muestran su alto nivel
de inescrupulosidad a la hora de invocar su derecho a la libre expresión,
llevándola (por una relación costo-beneficio) a ser eje y muestra
de una sola realidad, que nos viene de los romanos, nos transmiten sin parar:
¡pan y circo! (con comerciales entre medio, claro).
Se nos baja línea todo el tiempo sobre lo mal que está todo, sin
exaltar una sola bondad de la especie humana; se juega con el estado de ánimo
colectivo de una forma oprobiosa, generando franco y permanente malestar y deterioro
en la población y en el seno mismo de las familias; se juega con la estabilidad
de los puestos de trabajo, se sobre estimula el temor por la inseguridad, se
divulgan como hallazgos periodísticos las mil y una maneras de malvivir
y se publican a diario unos verdaderos manuales de delincuencia, mientras –también
ocurre- en la calle nos matan por dos pesos, y más por exclusión,
marginalidad y droga que por hambre, aunque también lo hay –y mucho-
en el granero del mundo.
Los niños y jóvenes hambrientos siguen el derrotero de la desnutrición,
si llegan a los cinco o seis años, vagarán y limosnearán
por las calles, hasta que enfermen y mueran, sin que a nadie interese verdaderamente
cómo evitarlo estructuralmente. Todo se reducirá a algún
plan social clientelista (si es que llega), y –claro- dejado en manos
de personas que ignoran toda información sobre calidad proteica u organización
y planificación nutricional familiar. Todo quedará -a la postre-
en manos de punteros a los que sólo les interesa el voto en la elección
o el bulto en las manifestaciones, y de padres que son, ellos mismos, deficientes
por carencia alimentaria.
Nuestras familias se degradan, se separan, se rompen, se fracturan, por causas
que -muchas veces- tienen más que ver con la frustración reiterada
a la que el país somete a su gente, al stress crónico, a la escasa
calidad de vida, al desgaste de todo este “ir hacia no se sabe donde”
al que estamos expuestos día con día.
Vivimos en un país en el que cada diez años -más o menos-
pasamos por crisis que no son sino una moneda al aire para ver si pasaremos
la próxima década en una casa o en una casilla, si comeremos o
no, si podremos educar a nuestros hijos o si los educará la calle.
En este contexto se ha formado la extremadamente compleja mentalidad de la gente
de principio de milenio en nuestro país. Pertenecemos a una tierra en
la que todo nos dice que no se puede planear -ni siquiera- qué plantaremos
hoy para cosechar el año próximo; o con qué sistema, cuándo
y con qué haber nos jubilaremos cuando ya no nos de el físico
para seguir en actividad; o qué nos deparará el destino si queremos
comprar nuestra primera casa con un hipoteca, o cómo o con qué
criterio contemplar si una inversión es segura o riesgosa, o a quién
creerle cuando nos dicen otra vez “el que apuesta al dólar pierde”…
Somos un pueblo que ha desarrollado –con un inmenso costo para su salud
mental- una serie de mecanismos que nos permiten vivir al margen de la seguridad
jurídica y económica, con un desdoblamiento moral que nos permite
sentarnos en un restaurante y cenar normalmente sin atragantarnos, mientras
en una mesa hay algún famoso funcionario de gobiernos de facto, enriquecido
merced al espurio derramamiento de sangre y en otra algún gobernante
actual de dudosa reputación a los arrumacos con un capo mafia. Nadie
se levanta, nadie se va, nadie condena socialmente a nadie.
Hemos devenido genéticamente cortoplacistas, desconfiados, timberos,
especuladores, evasores e individualistas, no creemos en la justicia, ni en
el gobierno, ni en la iglesia… todos han dejado claro que no son confiables,
todas las instituciones han dado muestras antes o después, de estar cuidando
su quintita, mezquinamente, sin fijarse en el hombre común. Hacemos la
nuestra, nos lamemos solos. Deslegitimamos todo lo que no concuerde con la pequeña
visión a la que llegamos del mundo y las cosas. Si le va bien al otro
razonamos que algo sucio hizo para lograrlo (pero igual en algún punto
lo convalidamos, lo admiramos por su viveza), y si nos va bien a nosotros, nos
llamamos a silencio. Se vive con culpa el éxito propio, aun el bien merecido,
en medio del fracaso y malestar de los demás.
Es imposible que la cosa sea pública si sólo responde a la decisión
y mandato de quienes no son sino ilustres desconocidos y que, más allá
de la publicidad que los vendió, no tienen mérito alguno demostrado
para la función.
Una cosa es que por una cuestión de cantidad de representados no se pueda
instrumentar una democracia directa en la que 40 millones de personas votemos
cada cosa a galera alzada, y otra es que nos conformemos con ir cada dos años
a poner una boleta con nombres desconocidos en un sobre, y creamos que así
aportamos suficientemente a una democracia republicana… lo que edificamos
de ese modo es su mausoleo.
Si no entendemos que el país que pisamos es nuestro, y no sólo
el terrenito de 10 x 20 que habitamos, perdemos toda posibilidad de crear un
futuro mejor.
También se impone darnos cuenta que el mundo es el que es, que las cosas
no se adecuan a lo que nos gustaría que fueran. Tenemos que intentar
dejar de lado el deseo infantil, que nos hace ilusionarnos sólo para
luego poder desilusionarnos.
Hacer un mundo mejor, implica hacer las paces con el mundo de hoy. Tenemos que
poder aceptar lo que hay con los ojos bien abiertos, para poder ver en cuanto
y en qué medida es lo que es y vemos lo que vemos de él, a causa
de nosotros mismos.
Debemos aprender a no caer en las trampas de angustia, de la bronca, de la frustración,
y en echar la culpa a los demás. Debemos poder aceptar a los otros como
tan débiles a los impulsos y tan propensos a la comodidad y al placer,
como lo somos nosotros mismos. No exigir lo que no se está dispuesto
a dar. No criticar la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio.
Primero observar la realidad sin ocultarnos nada a nosotros mismos, sin sesgar
nada a nuestra visión, sin recortar lo que nos agrade de lo que no. Después
pensar, razonar como y de qué manera modificar la realidad, cómo
participar, en qué colaborar. Finalmente hacer.
Ahora bien, hagamos lo que hagamos, tengamos claro que cuando salimos del ámbito
propio de la contemplación, entraremos fácilmente en el ámbito
de la ilusión. Que nuestro hacer sea consciente de ello.
Tal vez en esto último radica la principal cuestión: en todos
los casos vamos a estar errados si cuando hacemos algo, lo hacemos para poder
mantenernos en la ilusión de que el cambio es externo a nosotros. Porque
–si no- puede que nos embronquemos, nos frustremos, nos abatamos, sólo
para que el foco de nuestra consciencia esté en estas sensaciones y no
vaya a ir a posarse sobre la duda existencial, sobre la mansa pero revolucionaria
certeza de que somos uno, de que no hay nada fuera de nosotros, de que el cosmos
todo gira dentro nuestro, y que dentro y fuera no son sino lo mismo.
-VOLVER AL LISTADO DE ARTÍCULOS-
El 99 % de los aparatos electrónicos
complejos tienen una tecla de reseteo, y en el uno porciento restante cumple
idéntica función el desenchufarlos. El “reseteo” constituye
pues una vuelta de la programación del electrónico a su punto
de origen, a su programa de fábrica, básico, elemental…
la hora vuelve a titilar en “12:00”, las alarmas quedan apagadas
en cero, las funciones operan como si fuera la primera encendida.
Podríamos –entonces- hacer una suerte de comparación entre
lo que implica la función de resetear en electrónica, con lo que
podría ser la llamada desprogramación en el humano. La mente –pronto-
se encargaría de felicitarnos por la interesante metáfora construida,
y pasaríamos por alto que no hay allí una real metáfora.
El ser humano no es creador sino conjugador. El hombre ha hecho a los aparatos
a su imagen y semejanza.
Sabemos a nivel intuitivo -al menos- que existe una posibilidad de setearnos
a nosotros mismos. Somos conscientes, en algún nivel, que toda nuestra
programación no es más que eso mismo, y que no es nosotros, y
que no somos ella.
Desprogramarnos o resetearnos no es, ni más ni menos, que volver a cero.
Es respirar profundamente. Respirar la vida en cada sorbo. Es ser libres, absoluta
y totalmente, y por esto –precisamente- respetar la libertad del otro
de la misma forma, por reconocer que nada nos debe, que en nada está
en falta hacia nosotros. Es comer cuando tenemos hambre. Y tener hambre cuando
el cuerpo nos lo pida (sabiendo que el cuerpo dirá “hambre”
cuando cada célula reporte a su órgano y este indique al cerebro
acerca de la carencia de aminoácidos, sal, potasio, azúcares o
proteínas), lo demás es programación, es ansiedad oral,
es glotonería familiarmente adquirida, es un paliativo psicológico
o reemplazo sustitutivo de otras carencias, etc.. Es llorar ante la aparición
del dolor y dejar de llorar cuando se va. Es experimentar el dolor con toda
la intensidad que éste tenga, pero dejar que pase de largo sin aferrarnos,
sin apropiárnoslo y convertirlo en nuestro, y luego en sufrimiento. Es
vivir el presente absoluto sin elucubrar qué será de nosotros,
de los demás y de las cosas, en el minuto siguiente. Es vivir en el presente
eterno que es, y no en el futuro y el pasado, que no son. Es no vivir atado
a lo que fue, porque el seteo debe borrarlo todo a cero y es no proyectar a
futuro, porque no hay parámetros previos que hagan que algo próximo
deba ser, porque el seteo debe borrarlo todo a cero.
Setearnos implica que ni siquiera debamos tener más que una mínima
lógica imperante. El bien intuitivo, el bien básico. El que viene
con nosotros que es el de no dañar y no dañarnos. El de vivir
y dejar vivir con toda simplicidad y en toda su profundidad. Así nos
alejamos de la lógica de la contestación de la violencia con violencia
porque de esa lógica surge la carrera armamentista. Pasamos a la recepción
de la agresión con compadecimiento por la programación de la que
es esclavo el agresor. Pasamos a intentar la ayuda activa, no desde el saber
sino desde el amor.
El amor es genuino y no amor personalizado. No es amor a fulano o mengana. Es
amor esencial hacia un otro que es tan completamente nosotros, como nosotros
mismos. Lo amamos porque nos amamos, porque somos amor, no porque lo merezca,
o porque hizo esto o aquello, o porque nos satisfizo de algún modo. Incluso
no tiene ninguna importancia que ese otro lo comprenda con el entendimiento.
El amor es inmotivado e injustificable. Lo sabrá el universo entero cuando
amamos, cuando el Ser se expresa a través nuestro.
Setearnos es volver al amor original. En nada importará entonces si mi
esposa tiene aires de independencia que no coinciden con mis expectativas o
si es demasiado sumisa, o si papá nos golpeaba o nos ignoraba de pequeños,
o nuestra madre abandónica o sobreprotectora y asfixiante, si nos llevaron
o no al circo, o si nos peleamos con nuestros hermanos por el osito a los dos
años, la novia a los quince o la casa de los viejos a los cincuenta.
El trauma se evaporó con el reset, porque advertimos que toda la novela
familiar, que todo lo que hemos aprehendido –voluntaria e involuntariamente,
consciente e inconscientemente- a lo largo de tantos años, en casa, en
la escuela, con los amigos y enemigos, con todo y todo, no fue más que
una ilusión; no fue más que un entretenimiento de y para la mente,
algo que no tiene más sustancia que un sueño, o el eter por el
que se desplaza un programa de TV.
Si miramos una película nos podemos identificar, podemos lagrimear, podemos
reír, pero cuando termina, nos guste o no, lo queramos aceptar o no,
terminó la ilusión.
En la vida diaria, al producirse un pequeño grado de autoconsciencia,
advertimos que el reset está ahí esperándonos. Sin embargo,
nos la pasamos rebobinando la película para que no termine de acabar.
Nos atemoriza la vuelta a cero… sólo retrocedemos unos cuadros
y volvemos a ver hasta los títulos.
Sabemos que podemos resetear, pero -en un punto- nos atrae más el sufrimiento,
el juego, el enamoramiento, la hipnosis y ensoñaciones diarias, aún
sabiendo que son ilusorios, que tomar contacto con el Ser, con nuestra Única
Realidad.
El temor que nos hace preferir esto, es el de perdernos a nosotros mismos en
el camino, porque sabemos cuan falsa es la máscara por la que pasamos
toda nuestra vida social, de relación y de experiencia, sabemos cuan
falsa es al mirarnos al espejo; sabemos lo incongruente, lo ficticia, lo débil
y frágil de aquella cosa a la que llamamos “personalidad”
y con la que tanto nos identificamos.
Tenemos cierta certeza de que la máscara será lo primero que caerá
con el reseteo, de modo que, entrados en la crisis en la que nos pone el sabernos
poseedores de una suerte de botón de reset, pasamos a experimentar una
resistencia agónica, un duelo anticipado por el nosotros mismos, por
ese “yo” que está destinado irremediablemente a morir algún
día.
De cada uno, y de nadie más, depende un día de estos presionar
el “reset” y, sin repetir viejas programaciones, comenzar a vivir
en el Ser.
-VOLVER AL LISTADO DE ARTÍCULOS-
Relativizar todo aquello que
se nos afirma, que se nos da por sentado, o que se nos pretende imponer desde
el afuera, es un signo de independencia intelectual, de salud mental y de apertura,
en definitiva demostrativo del ejercicio de un grado razonable de libertad socio
cultural.
Vale decir, relativizar nos permite interactuar de un modo aceptablemente sano,
con la cultura en la cual uno está inmerso, con los valores de un grupo,
sean estos familiares, regionales, nacionales o –incluso- de lo más
cosmopolitas.
Interactuar implica un cierto grado o nivel de sometimiento, pero también
uno de autonomía. Caso contrario o bien no hay sentido de pertenencia
–ni posible interacción- o bien hay esclavitud y determinismo del
sujeto que es absorbido por completo y que pierde toda chance de decisión
-o ingerencia- en lo que a su devenir respecta.
Pensemos en un total marginado social no agrupado, aislado completamente, en
un excluido hasta de los suyos, en un paria, o en un ermitaño, como aquellas
personas de las que podría decirse que han sido asimiladas por la cultura
(porque han llegado a adquirir un lenguaje y por lo tanto han sido sujetos de
este) y luego arrojadas de sus fauces, por la razón que fuere; de ellos
podría afirmarse la máxima libertad socio cultural, en tanto no
dependen de esta sino –en todo caso- en lo más elemental.
Ahora bien, pensemos en el oficinista o comerciante o vendedor, que venden su
tiempo a un tirano patrón o a un empleo que no les agrada, con el sólo
objeto de ahorrar dinero para comprar; ora un tv lcd, ora un coche último
modelo, ora tomar vacaciones en el sitio más exclusivo; o bien reflexionemos
sobre el muchacho adoptado por una pandilla barrial que lo insta a tatuarse
un número identificatorio en la frente –cosa que hace de buen grado
con tal de sentir pertenencia hacia algo- y que le dice contra quien guerrear
a los tiros por tener un número o marca diferente, o por el territorio,
por el honor de un lider, por simple revancha, o por cometer robos o traficar
drogas; ni siquiera escapa aquí el joven que ingresa a un culto y se
encuentra participando de media docena de ritos semanales, mensuales o anuales
de los cuales lo único que sabe es que le dijeron que tiene que cumplirlos
si quiere ir al cielo o no hacer sufrir a los suyos; unos como otros aquí
son los sujetos más carentes de libertad, los que más han sido
succionados por el sistema, y que han pasado a formar parte de un ente grupal
que no se reflexiona a si mismo, sino que forma parte de masas que toman decisiones
por sus miembros. Miles y millones de personas viven y mueren cada día
sin tener la más remota idea de un sentido, y si lo tienen es prestado,
no propio; no han podido forjarse un camino, más que aquel que otro les
señaló, y sin tener idea de que “ese otro” no era
su padre, madre, hermano, amigo, líder, sino que resultaba ser un “otro”
arquetípico, un “otro” que la cultura misma necesita que
esté ahí –sea quien sea- para reconocerlo como sujeto y
simultáneamente asimilarlo, atraparlo.
Los lideres son emergentes de este mismo proceso, y es por eso que las ideas
e improntas de ellos, no son de ellos. El lider no domina a la masa. La cultura
domina al lider y a la masa. Ningún ser autónomo es portador,
ni portavoz univoco del mandato cultural.
Los trasgresores y los revolucionarios son otro de los emergentes de este proceso,
pues representan los lugares posibles hacia donde una cultura puede llegar a
desplazarse. Funcionan como sujetos culturales que ensayan tentativas de prueba
y error, proponiendo el corrimiento de algún límite o fronteras
actuales hacia un sitio nuevo. En general no amplían el campo de lo cultural,
ni la esfera de libertades de sus miembros, sino que sólo operan un movimiento
de un lugar a otro.
Acerca de todos estos elementos que son de nuestra vida diaria, deberíamos
poder preguntarnos, al tiempo que deberíamos poder relativizar toda certidumbre
que de ellos nos haya llegado. Si estamos dentro de la cultura y no somos capaces
de comprender el fenómeno, y no tenemos siquiera la iniciativa de búsqueda
de esa comprensión, mal podemos ingerir en ella, mal podremos plantear
cambios genuinos, y –sobre todas las cosas- mal podremos defender nuestra
libertad intelectual de aquello que se nos imponga bajo el título de
“verdad”.
No existe “verdad” en el campo de lo cultural que no sea sino un
simple constructo oportuno pero transitorio de la misma.
No hay “verdad”, en este contexto, que no sea a mediano y largo
plazo una “falsedad”, del mismo modo que es más que posible
que no haya “falsedad” que no vaya a ser en algún momento
catalogada de “verdad”, incluso: absoluta.
Pensemos, si no, en la tierra plana sobre dos tortugas gigantes, en la tierra
centro del universo, en los tratamientos medicinales del pasado, en los argumentos
Darwinianos sobre la evolución, en Adán y Eva… y luego de
sonreírnos un poco pensemos si las personas dentro de cien o quinientos
años no estarán burlándose de nosotros por creer en el
dios del dinero, o condenándonos por permitir hambrunas, guerras, enfermedades
evitables, mortalidad infantil, abandono de los viejos en asilos pulguientos,
por el individualismo sin freno ni tapujos, y –especialmente- por suponer
por dos o tres siglos, con grado de certeza incuestionable, que el hombre es
una variable de la economía.
Cuestionar las certezas, ese es el quid de la cuestión. Permitirnos relativizar
todo aquello que nos viene de afuera. Romper todos los esquemas férreos
y luego apoyarlos –pero bien desmenuzados- para ver qué nos sirve
y qué no. Permitirnos evaluar qué de lo adquirido ha sido voluntariamente
adquirido. Permitirnos cambiar y que los demás cambien. Porque si nosotros
lo hacemos, el universo entero cambiará al unísono. El universo,
el total de lo que vemos en el afuera, no es sino tan sólo una representación
interna.
Recién cuando logremos hacer caer todo este telón de asuntos que
nada tienen que ver con nuestra divina esencia, podremos comenzar a vislumbrar
el camino que sigue… el de relativizar lo de dentro, el de permitirnos
no ser ese que creemos con tanta seguridad que somos…
-VOLVER AL LISTADO DE ARTÍCULOS-
Cuando decimos "Yo pago
impuestos, que se encargue el gobierno" como excusa, o justificación
a nuestra falta de acción, a nuestra falta de interés por el desposeído,
el desamparado, por el carente de salud, de educación y de seguridad.
Cuando todo nuestro entendimiento al ver a un cartonero, a un botellero, a un
chico de la calle, o a un vagabundo sin casa, es que ensucian el atractivo estético
de la ciudad, o que representan un peligro para la billetera que -más
o menos abultada- asoma desde el bolsillo trasero derecho de nuestro pantalón,
es tan obvio que lo que nos moviliza es el dinero, el pagar para evitar, el
pagar para solucionar… Es tan evidente que -en el pasado reciente- los
únicos sucesos que han hecho que alguna vez la clase media se moviera
han sido los corralitos y la mano dura pedida por el ingeniero que no era ingeniero
(continuando con la idea darle seguridad al bolsillo), o el que aborrezcamos
los reclamos sociales, no por justos o injustos, por reales o ficticios, sino
porque nos hacen perder el premio en el trabajo a causa de los cortes de calles
y embotellamientos ocasionados, y porque –finalmente- “time is money”..
Nos mueve el dinero, ni siquiera él, sino lo que representa en términos
de poder y, en especial, el poder de alejar de nosotros los problemas, las decisiones,
las responsabilidades.
Un rico puede pagar multas, por lo tanto estaciona donde quiere, va a la velocidad
que quiere, pasa los semáforos que quiere, o hace publicidad política
-tanta como quiere- a la hora de las elecciones; y -ojo- no es impunidad en
sentido estricto, lo que tiene, porque paga. El tema es que ponerle un valor
económico a la infracción tendría que ser solo una parte
o una de las formas de penalizar, pues si es la única, sólo representa
un precio para el rico, no una restricción igualitaria y socialmente
impuesta para todos. Vale decir, la idea de la multa es que una conducta determinada
no se lleve a cabo, no que la lleven a cabo solo los que puedan costearla.
Y a eso sumamos -entonces- una clase media que -sobre todo- nada hace ante el
magnate que no cumple con ninguna obligación, o ante el político
valiéndose de un -como mínimo- tráfico de influencias,
compra tierras fiscales a precio vil y las vende a millonadas, sino que recurre
a invocar la Constitución Nacional -a boca de jarro- por el "derecho
al libre tránsito" y "el derecho a la propiedad" vulnerados,
mientras sistemáticamente niega "el derecho al trabajo", "a
la vivienda (y vida) digna", a "la participación en las ganancias
de las empresas" de nuestros empleados, y desconoce "el derecho a
peticionar a la autoridades" que conlleva el de ser oído por ellas
(los que cortan calles -por insufribles e inadecuados que nos parezcan sus métodos-,
en general, están ahí porque no se los escucha de otro modo, porque
quienes tendrían obligación de escucharlos y de abrirles la puerta
al diálogo viajan cómodos en avión, helicóptero,
o en autos blindados y se abren paso -de ser necesario- con custodia policial).
Entonces, invocamos la Constitución para todo eso, a la vez que desconocemos
que la misma garantiza (a través de los tratados internacionales de jerarquía
constitucional, que no habrá pena de muerte por muchas horas que lo discutamos
en programa tras programa de tv) y que desde 1853 -lo cual ha sido sabiamente
mantenido por la reforma de 1994-, se ha afirmado que "las cárceles
serán para reeducación y JAMAS para castigo de los reos",
tanto como que existe la presunción de inocencia, no sólo cuando
nosotros somos los acusados, sino siempre y para todos, incluso para el más
flagrante de los reincidentes.
¿Es que nunca se preguntan los pregonadotes de la pena capital cómo
se reeduca a una persona luego de la cámara de gas, de la horca o de
la silla eléctrica?
Hay que entender que hay personas que cuándo hablan del “valor
de la vida”, consideran que la variable que determina dicho valor es si
esa vida ha logrado tener más o menos dinero en el banco.
Vivimos con miedo, y no es una locura en el contexto de inseguridad en el que
estamos inmersos, sin embargo, nos preocupa más hacer o conservar la
plata que evitar tener que depender de ella. Nos preocupa más que el
ladrón no nos asalte que hacer algo por lograr que no haya ladrones.
Nos asusta que nos maten por nada, y entonces soportamos -o hasta proclamamos
la idea- de que los maten a ellos, a los otros, a los que delinquen, e incluso
a los que se parecen a muchos de los que delinquen (por su educación,
por el grupo social o subcultura a la que pertenecen o lugar donde viven, o
hasta por el color de su piel).
Ahh, claro, en el ínterin de todo esto -si podemos- evitamos el pago
de impuestos -los mismos que utilizamos como argumento para no preocuparnos
y mantenernos ajenos de toda responsabilidad social hacia el más desvalido-
y buscamos -como dijo un magnate político hace poco- contadores y administradores
"suficientemente creativos", que nos ahorren cada peso posible que
deba ir al Fisco, porque -en definitiva- "¿qué va a hacer
el Fisco -y por tanto los políticos-, sino robar esos fondos, repartirlos
con sus amigos prestadores del sector privado, malgastarlos y/o malversarlos
de toda manera imaginable? o bien "¿voy a pagar encima que me asaltaron,
encima que la policía está de adorno y no me protegió?...
entonces, mejor: "una mano lava la otra y las dos lavan la cara" (no
hago nada porque pago impuestos, y pago impuestos -sólo- en su más
mínima expresión, porque total ¿para qué?)..
Pero ojo, que la civilidad comienza por casa. Ojo que no somos políticos
y ciudadanos nacidos de un repollo. También somos padres que pagamos
para sacarnos de encima los problemas. Cuando decimos "Yo pago la escuela,
o las cosas, o mantengo el techo" y entonces “se hace lo que yo decido”,
o “acá mando yo”, y –claro- lo que frecuentemente decido
es sacarme los problemas de encima, dejar de jugarme el cuero propio en la educación
y crianza de mis hijos, dejar de lado mi responsabilidad en su formación,
total yo hice mi parte: "yo pagué".
Si mi hijo me salió drogadicto, homosexual o delincuente (todo igualado
y equiparado) esto será culpa exclusiva de la escuela que fue permisiva
donde no debió serlo, o que le metió ideas en la cabeza que su
familia no hubiera permitido. Mientras tanto, en todo caso, "mejor que
el nene se interne -y para eso seguiré pagando- en un centro de rehabilitación
y no vuelva hasta que le/me arreglen el problema"… o lo fletamos
-pagamos nosotros claro está- a Estados Unidos, o a otro barrio -si no
nos da la tela- y nos conformamos con decir lo bien que le va en lo laboral
para no tener que comentar nada sobre el novio o concubino del nene… o
bien culpamos a la sociedad por hacer del nene un delincuente a pesar de lo
mucho que hicimos (pagamos) nosotros para que nada de eso le sucediera (claro,
salvo estar para él, salvo poner el cuerpo, poner la dedicación,
la atención y el amor y cuidados necesarios).
Creamos hijos dolientes, hijos a los que “el mundo les duele” (como
dijo alguna vez, Lanata). Son hijos de los que queremos desembarazarnos rápido
ante el primer inconveniente. Cada vez más madres y padres piensan en
el trabajo y en el éxito económico individual y menos en la familia.
Cada vez con más ganas de simplemente figurar -o ser amigotes de juerga-
que en tener una verdadera relación amorosa y de formación con
su progenie.
Cada vez hay menos ejemplo a seguir, menos modelo, y cada vez más hijos
abandonados a su suerte (y esto es así por mucha plata que los padres
les pongan en ropa y lujos, porque es sencillo ver -además- que lo que
dan esos padres pudientes no se lo dan –a menudo- a sus hijos, sino que
son meras inversiones en estatus).
Y somos -del mismo modo- maridos y esposas que pagamos para sacarnos de encima
los problemas, somos esposos y esposas que pagamos y cobramos por sexo, y por
hijo. No importa tanto que el marido sea un ser despreciable, mientras pague
los liftings o los spa vacacionales, o en tanto mantenga el nivel de vida in
crescendo, o en tanto nos mantenga, o nos haga la vida -económicamente
hablando- más fácil. No importa tanto que la esposa tenga otra
cualidad que la de ser un envase suficientemente deseable, aunque el coco y
el corazón estén bien huecos y bien resecos, pues con ella podremos
mostrarnos hacia afuera como triunfadores y exitosos, podremos ver la envidia
o la admiración en los ojos de los otros, y eso nos asegurará
más relaciones sociales y de negocios que afianzarán el seguir
costeando nuestro –todo lo costoso posible- “estilo de vida”.
Se pierde el hombre y la mujer, los seres humanos, los experimentadores de la
vida, y nos encontramos en relaciones de variables económicas, con cárceles
de lujo, con stress y desamor.
Los hijos pasan a ser ejes de dominación y negociación. Mientras
todo va bien en las relaciones financieras (ex relaciones familiares) nadie
los reclama, ni se hace cargo pero, a la primera de cambio, serán el
botín más preciado hasta establecer quien ejercerá la tenencia
y el monto de la cuota alimentaria, para ser vueltos a dejar atrás una
vez resueltos estos aspectos dinerarios.
Volver a empezar, abrirnos a la posibilidad de mejorar, implica –primero-
tomar consciencia y dimensión de la falencias.
Sería deseable, creo, que esta Navidad nos encuentre más cerca
de regalarnos los unos a los otros en espíritu y verdad, que de comprar
unos regalitos que nos liberen de obligaciones por otro nuevo año.
Felices Fiestas.
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