2 0 0 8

 

UN MUNDO SIN PROBLEMAS (Enero 2008)

ANTES, AHORA, DESPUES (Febrero 2008)

¿ CUANDO DEJO DE SER YO ? (Marzo 2008)

¿ QUIÉN ES "YO" ? (Abril 2008)

ADENTRO PRIMERO... DESPUES AFUERA (Mayo 2008)

¿FACIL O DIFICIL? (Junio 2008)

¿MI REALIDAD O LA TUYA? (Julio 2008)

MISTERIOS Y CERTEZAS (Agosto 2008 )

LA ILUSION DE LA NORMALIDAD (Septiembre 2008)

LA TERRIBLE GUERRA (Octubre 2008)

LA CRISIS (Noviembre 2008)

BAJEMOS LA MOCHILA (Ahora) (Diciembre 2008)

 

 

 

 

 

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UN MUNDO SIN PROBLEMAS


Muchos de nosotros vivimos resolviendo o intentando resolver problemas. Aplicamos gran parte de nuestras existencias, sino todas, a encontrar soluciones concretas, prácticas, aplicables a cada uno de los conflictos que la vida comunitaria genera.
En muchísimas ocasiones el mundo parece cernirse sobre nosotros amenazante, sombrío, dramático, horroroso; no son pocas las veces en las que uno se pregunta cómo demonios han venido a instalarse en su vida tanta o tan diversa cantidad de problemas o áreas problemáticas sin uno así haberlo querido -o autorizado- en lo más mínimo, pero ¿es esto realmente así?
Por empezar sería muy útil cuestionar la naturaleza de los problemas por los que atravesamos… ¿no notamos ciertas repeticiones significativas?
En mi rol de abogado, la atención de casos y conflictos interpersonales, y las personas que los traen se renuevan todo el tiempo, no obstante también es muy frecuente que haya ciertos clientes que acuden continuamente con una dificultad tras otra: “el vecino me hizo tal macana”, “el almacenero le vendió en mal estado”, “el auto lo arreglaron mal”, “está seguro que la esposa lo engaña”, “el hermano se quiere quedar con todo lo de la herencia”, etc. etc.
Lo notable es que en la mayoría de los casos aun no patológicos -o aun no seriamente patológicos, al menos- el individuo no es capaz de recapacitar sobre cómo esto está ocurriéndole. En general se endilga a la casualidad, a la mala fortuna, al azar, la ocurrencia de todos estos aconteceres… al hecho de haber sido “demasiado bueno”, “demasiado confiado”, “demasiado inocente”… cuando lo cierto es que la buena fe no es –ni debe ser- ciega, ni obtusa, sino abierta y plenamente consciente.
No piense el lector, sin embargo y ni por un segundo, que todo lo dicho ocurre sólo en el despacho del abogado, esto es meramente ejemplificativo de lo que ocurre en el seno de la familia, en las relaciones laborales, societarias, institucionales. Vivimos de repetición en repetición. Recaemos sistemáticamente en el pensamiento (expresado o no hacia afuera de nosotros) del “todos me joroban”, “yo hago todo bien y los demás lo hacen todo mal”, “todo el mundo está en mi contra”, o “no tengo otra posibilidad, no puedo hacer otra cosa que la que hago”...
Nos repetimos sintomáticamente, nos repetimos sin percibir esa repetición sino tan solo experimentando los problemas que están en el cascarón, en la superficie… a veces limitándonos a padecerlos, a veces llegando a solucionarlos… para que otros –sistemáticamente- aparezcan en su reemplazo.
Todo esto ocurre en un círculo que en apariencia está cerrado, en el que no parece haber otra posibilidad que la de seguir dando vueltas… hasta que un día, de repente, gracias a “algo” (un pensamiento espontaneo, una charla, un libro, o la clara analogía con uno mismo en la percepción de un otro, etc.) nos damos cuenta!
En algún punto, un día cualquiera que puede ser hoy, en lugar de quejarnos de “cómo se repite el otro”, o de “cómo son las cosas” logramos comprender nuestro propio ballet existencial.
Cuando al fin somos capaces de esto último, de vernos… cuando podemos lograr algún grado de autoconsciencia, se nos torna –inicialmente- irritante, sobre todo porque empezamos a ver lo atrapados, asfixiados y sometidos que estamos… todo lo que creíamos que hacíamos libremente en realidad era una danza cuyos pasos estaban previamente coreografiados por una serie inmensa de programaciones que nunca elegimos, y que vienen –además- siendo eficientes en nosotros desde nuestro nacimiento por lo que nos resulta una titánica tarea el sólo pensar en cómo escapar.
Huir de nuestra programación sería cómo pretender levantarse un dominguito, hacerse unos mates y -en pantuflas y pijama- comenzar a escalar el helado Everest. No podemos simplemente huir de algo que -en tan gran medida- conforma nuestra identidad yoica, pues estaríamos pretendiendo “safarnos” de nosotros mismos.
Sin embargo, la buena noticia es que cuando somos capaces de “vernos” realmente, de entender cómo están operando en nosotros todas esas escenas y repeticiones, vez tras vez, una tras otra, comenzamos a curarnos solos… la lente de la auto observación consciente, no valorativa, tiene esa hermosa cualidad curativa en tanto no la empañemos con el moho de la culpa o la revancha. Uno mismo se transforma en artífice, en creador de su propia puerta de salida del laberinto que momentos antes parecía una infinita banda de moebius.
Por supuesto, la vida podrá ponernos en aviso de nuevos problemas pero estos corresponderán a otros circuitos, inexplorados aún, y contaremos cada vez con más herramientas, aprendizajes y estrategias para construir la más adecuada y ajustada salida de cada uno de ellos… avanzaremos, mejoraremos en nuestra coexistencia con los demás e interiormente seremos cada vez más conscientes de nosotros mismos, por lo que cada vez estaremos mejor.
Con todo, lo más importante y aquello que algún día llegaremos a elucidar a consciencia plena, es que nunca hizo falta escalar este Everest, sino saber que él jamás tuvo substancia; que toda esa montaña de problemas no ha sido –desde siempre- más que una ilusión… cuando comprendamos esto se derrumbarán los Himalayas completos ante nuestros ojos sin necesidad de dar un solo paso.

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ANTES, AHORA, DESPUÉS…

Cuantas veces nos sorprendemos a nosotros mismos en medio de reflexiones tales como: “antes era otra cosa”, “ahora todo se ha venido abajo” o “los chicos de ahora están perdidos”… y otras tantas expresiones que –en resumen- recuerdan la célebre frase: “todo tiempo pasado fue mejor”.
Sin embargo, la sincera objetividad con la que uno debería intentar mirar las cosas del mundo obliga a que a partir de estas frecuentes aseveraciones efectuemos un análisis un poco más ajustado de la realidad que nos circunda. ¿Es exacto asegurar que antes estuvimos mejor? ¿es verdad que “las cosas” antes eran mejores que ahora?
Las personas mayores recurren a comparaciones a la hora de juzgar la actualidad. Muchas veces, tal vez la mayoría de ellas, se revela evidente que la memoria opera de forma absolutamente selectiva y caprichosa, haciendo que se resalten unos recuerdos en desmedro de otros. No es infrecuente –por ejemplo- que las sensaciones de plenitud física o económica vividas en algún momento particular a lo largo nuestra historia individual logran ser evocadas con mucha facilidad y generalizadas, en reemplazo de fenómenos sociales (sociopolíticos y socioeconómicos) que resultarían mucho más abarcativos y complejos.
Uno se encuentra con conclusiones tales como que “no faltaba el plato de comida en la mesa”, lo cual es históricamente desajustado, ya que se padecieron –tan solo en el último siglo- dos guerras mundiales y muchas otras multilaterales, e incluso a nivel interno varias debacles económicas de envergadura, que hicieron que varias mesas carecieran de su mentado pan. Este género de afirmaciones, además, se da de patadas con la pingüe libertad experimentada por los trabajadores que agachaban la cabeza frente “al Patrón” (tradición que en ciertos sectores aun hoy continua muy vigente y que no resulta señal de reverencia o respeto sino de miedo, de temor ante una figura que real o imaginariamente tiene tan inconmensurable poder), o que morían sin saber siquiera que era un descanso de fin de semana, o el derecho a la salud, la igualdad de oportunidades, la educación o las vacaciones.
O bien se critica la excesiva libertad y/o falta de respeto o decoro de los jóvenes de hoy hacia sus mayores, ensalsando comparativamente figuras paternas inexistentes o espeluznantes a las cuales –a menudo- se les aborrecía en silencio, y que resultaban en infinidad de casos abusadores, violentos o ignorantes e infelices maltratadores consuetudinarios de todos aquellos cuantos vivieran bajo su techo.
Se recuerda que había trabajo para el que lo quisiera, pero guay de las condiciones de salubridad o seguridad, guay al que se accidentara, al que envejeciera, al que no fuera muy buen dependiente sin tener recursos para ser independiente… porque a esos no los contemplaba el sistema… se recuerda que jamás se insultó a un mayor, pero no se establece claramente el hecho de que tal vez nunca -o solo unas poquísimas veces- se pudo entablar con ellos un dialogo profundo y franco en lugar de formulaciones rituales estereotipadas de tipo rígido y jerárquico.
Cuantas veces se deja de lado a los vivos, a los seres humanos que nos acompañan hoy en este tránsito existencial, en pos de prenderle velas a viejos fantasmas, a los espectros de aquellos a los que recién una vez muertos nos atrevimos a idealizar.
Tal vez el mundo moderno en su aceleración sin fin, lo cambió todo, es más, lo cambia todo, todo el tiempo… y tal vez por ello, resuena en muchos de nosotros como algo negativo, como un factor de constante estrés, como un elemento externo, indeseado y agresor… las cosas no son las que sabemos, las que manejamos, las que están a nuestro alcance… son permanentemente otras, desconocidas, nuevas.
Todo lo nuevo requiere aprendizaje, y para aprender hay que hallarse ávido de conocimiento y entrenarse a diario. No obstante, parece haber un punto de la vida en el que uno solidifica su visión, se afianza en una imagen pétrea y cristalizada de lo que las cosas son y comienza a operar así un mecanismo de descalificación, desestimación o de franca negación, de las demás realidades que no coincidan con la propia.
Para aprender hace falta querer aprender. Si uno constantemente concluye que lo anterior, aquello del pasado, lo que uno domina o dominó, lo que estaba a su alcance, era mejor que lo que se le presenta ahora: ¿para qué hacer algún esfuerzo por aprender lo nuevo?
Entonces, en virtud de este tipo de sencillo, falaz y engañoso -pero eficaz- razonamiento, comenzamos a envejecer, ya no en el sentido físico, sino en uno más importante: el mental. Cuando dejamos de preguntarnos sobre las cosas, cuando perdemos interés por adquirir conocimientos nuevos, cuando nos damos por sabedores incuestionables de la realidad y deja de sorprendernos y maravillarnos el mundo que nos rodea, nos volvemos -por falta de ejercicio- incapaces de aprender y repetidores incansables de las mismas viejas verdades “que supimos conseguir”.
Otro tanto ocurre con los jóvenes. Tan ávidos del futuro porvenir, de lo que harán, de lo que tendrán…
Vivir proyectando lo que vendrá es una forma tan eficiente de huir del presente, de evitar la vida, como aquel que vive todo el tiempo en el pasado.
El joven condena –generalmente sin juicio previo- al viejo, y elige ignorar y resistirse a los conocimientos y a la experiencia del pasado, pues sufre, adolece, está carente de muchas cosas, en especial no sabe aún a ciencia cierta quién es él mismo… no quiere mostrarse tan débil ante quienes parecen saberlo todo. Por otro lado ve que a aquellos que se muestran como conocedores de todas las respuestas no les ha ido tan bien después de todo pues viven rechazando el presente y añorando el pasado, o quejándose del mundo que ellos mismos ayudaron a crear.
El tránsito entre unos y otros parece automático, el joven que al fin se siente seguro, conocedor y afianzado, hace un click y comienza a envejecer soldándose al momento en el cual obtuvo al fin esa sensación de certidumbre. Comienza a compartir con “los viejos” el hecho de que algo del pasado era mejor, y ese algo irá tomando poco a poco todos los aspectos de su vida y su juicio crítico.
Lo que pasó ya no es, lo que será, tampoco tiene esencia… claro que existen objetivamente circunstancias y cosas que tomadas en retrospectiva o bien haciendo comparaciones extrapoladas temporalmente pudieran ser catalogadas de “mejores” o “peores” que otras, pero estas conclusiones son –en verdad- nulas de toda nulidad por fundarse –al menos parcialmente- en algo inexistente, fuera por extinto o por nunca habido.
Personalmente, no puedo concluir sino que lo único que importa del pasado es la experiencia que pueda ser útil al presente y que lo único que interesa del futuro es en aquello de él que se construye hoy.
Así, pues, se parte la torta del tiempo: unos mirando el futuro, otros queriendo vivir siempre en el pasado… y NADIE –insólitamente- experimentando la existencia en el único lugar en el cual ella verdaderamente habita, en el único reducto del tiempo que realmente existe: el aquí y ahora.

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¿CUANDO DEJO DE SER YO?

Normalmente, cuando pensamos en nosotros mismos se nos aparecen una serie de representaciones sobre las que nuestro ego descansa, más o menos, plácidamente. Tenemos una sensación de integración, de unidad corporal y psicológica, acompañada por una continuidad temporal que nos reafirma esa mezcla casi homogénea de cuerpo y alma que creemos ser.
No obstante, todo lo que habitualmente consideramos como parte de nosotros mismos, no lo es. El cuerpo sube y baja de peso, se le cortan partes, se enferma, se le agregan placas y tornillos, se le intercambian órganos y “nosotros” seguimos ahí… re-aprendiendo, reorganizándonos, pero seguimos ahí. La psiquis, la mente, cambia de modo permanente. Evolucionamos y damos saltos quanticos de consciencia, desde el pensamiento del infante hasta la más avanzada ancianidad, pasamos del gateo al bipedismo, del gutural llanto al poliglotismo, y –sin embargo- seguimos ahí… incluso cuando alguna senilidad nos pierde de nosotros mismos, seguimos –aun así y en una gran medida- sintiendo y creyendo ser ese “nosotros” en una suerte de continuum.
Los demás nos marcan, somos nosotros no solo para nosotros mismos sino –y fundamentalmente- para los demás… para “un otro”. Sin la presencia permanente de ese otro -que poco a poco fuimos recreando dentro nuestro- no podría existir un yo… la mirada de aquellos más cercanos en nuestra crianza -de cachorros- nos instituyo, nos insufló la humanidad y la posibilidad de ser personas.
La adultez nos garantiza la presencia –dentro nuestro- de miles de miradas de otros que hemos interiorizado a lo largo de la vida, que nos observan a toda hora del día, vayamos donde vayamos, hagamos lo que hagamos. Desde el mandato superyoico que nos impone el deber ser de las cosas, de nuestro comportamiento, hasta la voz lejana de nuestra permisiva abuelita impulsándolos a hacer aquello que nos representa algún nivel de placer, aunque irrogue un coste para alguno de los que nos rodea. Pasando, en este tránsito, por la mirada atenta de los pares de la niñez, de la adolescencia, y de los colegas o compañeros de labor actuales, etc.etc.
Estamos atravesados por infinidad de sensaciones físicas y representaciones que interactúan y se intrincan -a su vez- entre ellas… entes que no son nosotros, pero si parecen todo el tiempo serlo… y que, muchas veces, funcionan como refugio, pero -más veces- son jaulas o cárceles de nuestra verdadera identidad trascendente.
Nos enojamos o nos asustamos, peleamos o huimos, cuando estamos con otros desconocidos, en un grupo nuevo… con otros que no necesariamente reconocerán nuestra unidad vital. Tenemos necesidad de plegarnos a unos miembros de las diversas grupalidades al percibirnos amenazados por la presencia de otros que podrían dudar de nuestra unicidad, de nuestra genuina existencia… tal vez porque no es tan genuina. Sentimos que toda nueva situación de grupo puede terminar en un desmembramiento, en un desgarro, en un escarnio a mansalva de todo lo que suponíamos ser gracias a la mirada de nuestro primer entorno social.
El fenómeno de masas (miembros identificados absolutamente entre sí y siguiendo a ciegas a un líder designado) no es casual, ni lo es la habitual resistencia a abrirse a los desconocidos, o la de identificar a los que opinan diferente como agresores… son todas maniobras de un yo que en algún nivel persigue resguardarse del riesgo inminente de ser descubierto como falso, irreal, inexistente, incongruente, sin esencia, etc. .
No somos nuestro cuerpo, ni nuestra mente… no somos las representaciones mentales introyectadas de los demás, no somos, ni debemos buscar ser el deseo cumplido de mamá o papá, amigos, ni vecinos. No somos, quienes creemos ser cuando borramos todo lo anterior. No somos –siquiera- quienes se van a perpetuar a través de hijos, libros, ni árboles…
Somos manifestaciones únicas, completas y perfectas de Dios… ¿qué más puede interesar ser realmente?
¿A qué costo perseguimos incansable e inútilmente ser la luz de los ojos de aquella jovencita/o, o de mamá, o papá, o hijo/a/s o de aquel amigo/a? ¿a qué costo interior nos rehusamos a ver dentro de nosotros mismos por el temor de ver algo que no nos guste o que no guste al resto? ¿a qué costo negamos aquello que verdaderamente somos en pos de la simple complacencia propia o ajena?
Reitero: somos manifestaciones únicas, completas y perfectas de Dios… ¿qué más puede interesar ser realmente?

¿ QUIÉN ES "YO" ?


S. Freud, en lo que se dio en llamar su segunda tópica de la descripción del funcionamiento psíquico del ser humano, distinguió tres instancias básicas: el yo, el ello y el superyó.
Ese “yo” no es más que una parte de nuestro psiquismo, y –no obstante- lo consideramos a menudo como el todo; de allí que el título del presente sea el que es en lugar de formularnos la tendenciosa “¿quién soy yo?”, que parece buscar descripciones de alguien que se da por sabido es uno, o sea: YO.
Porque el “soy” refiere implícita una identidad entre quien emite la pregunta y quien es objeto de la misma.
Si “soy yo” me respondo la pregunta en el mismo acto de formularla: a “¿quién soy yo?” respondo: “soy yo”. “yo” o “yo mismo”.
En todos los casos evito la verdadera interrogante: “¿soy yo, yo?”, vale decir: ¿Cuál es el alcance de mi duda?, ¿hasta dónde llega mi planteo o cuestión existencial?... ¿es acaso posible que sea sin un “yo”, o a pesar de un “yo” que sea?, ¿existirá la chance de afirmar “SOY” sin estar queriendo afirmar “YO SOY”?
Esto último, podría –si quisiéramos- guardar alguna relación con el críptico mensaje Crístico de: “Yo soy el que soy”, pero habría que pensarlo un poco más…
Ahora bien, no obstante: ¿no le parece que Ud. es mucho más que un yo consciente que va por ahí decidiendo hacer y no hacer cosas, diciendo lo que quiere decir y callando lo que quiere callar? Si, a Freud -y muchos otros- también se lo parece. De aquí que las producciones que no parecen venir del YO conciente y que se adjudican a las demás instancias psíquicas tengan tanto interés para su observación y estudio. De allí que sea tan interesante analizar los síntomas, los furcios o actos fallidos, el olvido, los sueños, etc. porque son producciones de partes de nosotros que no son yoicas, pero sí son nuestras, tan nuestras como nosotros mismos.
Si YO quiero decir algo y YO digo otra cosa, siendo YO el dueño de mis cuerdas vocales, de mis músculos laríngeos, boca, cuello y –esencialmente- de mi cerebro que mueve y digita todo este aparataje… debo reconocer que algo de todo eso no debe ser tan mío como creía o bien, que lo que en verdad “SOY” excede -en mucho- lo que corrientemente creo ser, o sea: “YO”. Un acto fallido –por ejemplo- no es un error de procedimiento, no es una falla técnica, no se debe a que le falta cambiar el aceite o engrasar los engranajes… es una producción que le es eficaz -en alguna medida- a una instancia intrapsíquica no yoica.
Lo mismo pasa cuando olvidamos cosas significativas, cuando nos repitimos hasta el hartazgo en conductas que no deseamos tener y no podemos –por otra parte- evitar, o cuando queremos hacer cosas contrarias a las que hacemos, o nos enfermamos curiosamente “justo cuando teníamos que” hacer lo que “no queríamos” hacer, etc.
Más allá de las cantidades de personas que resultan detractoras de los postulados freudianos, y sin deseo de embarcarnos hoy en las bizantinas discusiones sobre –bien- lo acertado de esas críticas o –bien- si las mismas obedecen a simples negaciones defensivas de quienes no podrían tolerar la potencial nueva realidad que estos postulados les plantean; Un error corriente es sentirnos tan identificados con ese “YO” nuestro que percibimos todo lo demás con extrañamiento, como si se tratara de entidades ajenas que nos invaden contra nuestra voluntad, que nos quitan territorio, que intentan apropiarse de lo que es nuestro… de nuestra vida.
Una vez más, Freud planteó todo lo contrario a nuestras presuposiciones, y es por eso que es tan interesante estudiar las etapas iniciales de la vida con autores como Melanie Klein o Donald D. Winnicott… el YO es la construcción ulterior al nacimiento, que se apropiaría paulatinamente de los territorios naturales del “ello” freudiano, o sea del mundo de lo instintivo o pulsional, y no a la inversa.
El YO es lo que crece y se libera progresivamente (y hasta donde va pudiendo) de sus dos amos: el “superyó” (instancia intrapsíquica que controla al yo por medio de mandatos, una especie de padre interiorizado) y el “ello”, antes referido. Pero este YO, constructo intrapsiquico y –a la vez- sociocultural e invasivo, busca ser reconocido por cada uno de nosotros como todo lo que hay, como la esencia de todo lo que somos.
Esta es la trampa de la que debemos ir intentando desprendernos… podemos mejorar, podemos aprender yoicamente a ser mejores personas en la sociedad, ser más amplios cultural o intelectualmente, podemos interrelacionarnos cada vez mejor, aprender a controlar a ese yo del modo más adaptativo posible, o incluso podemos lograr “transar” en parte con otras instancias psíquicas, pero NUNCA SEREMOS REALMENTE ESE YO, ESE YO NO ES MÁS QUE UNA ILUSIÓN… como es de ilusorio TODO lo que viene con él.
Tal vez no sería mala idea que intentáramos de vez en cuando visualizar nuestras conductas, la continuidad de nuestras percepciones acerca de nosotros mismos, sobre todo para intentar -sin juicio de valor- evaluar cuan equivocadas pueden estar siendo… cuanto de lo que creemos nos representa, en verdad no lo hace; cuanto de lo que suponemos somos, no somos.
Permitanmé –finalmente- darles una mala y una buena noticia, resumida en una sola proposición: si verdaderamente fueramos tan solo ese yo, estaríamos muertos.

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ADENTRO PRIMERO... DESPUES AFUERA

Sin olvidar que ocurre en todos lados, es -en especial- en la vida profesional y laboral donde mejor o más fácilmente se observan y distinguen los fenómenos de comunicación formales e informales. La comunicación formal contendría todas las interacciones atinentes a la tarea específica, respetando las jerarquías institucionales, apuntarían al logro de los objetivos, al desarrollo de los proyectos y metas de trabajo, etc., mientras que la segunda modalidad –que se da en forma simultanea y paralela con la otra- referiría cuestiones no directamente relacionadas con la labor, reflejaría más las simpatías y antipatías, otorgaría escaso o nulo valor a los roles jerárquicos, es de aquí que se desprenden -también- el tráfico de influencias, los lobbismos, el tener "toque", el ser sujeto de favores o disfavores institucionales con un guiño de ojo, etc..
La vía formal puede convertirlo todo en ordenado pero también en un caos burocrático sin salida, y la vía informal puede servir para agilizar y cubrir los baches y estereotipias alienantes del sistema, pero también para generar desigualdades supinas y malévolas.
Existen diarios y cotidianos ejemplos de estos tipos de comunicación en todo ámbito en le cual uno se mueva o analice.
Así los políticos, economistas, investigadores y entrevistados en general en casi cualquier programa informativo sobre cualquier tema, dirán algunas cosas para las cámaras y público general, y otras cosas “off the record” (fuera de micrófono) para dominio exclusivo del periodista, entrevistador o comunicador social. O terminará el bloque de un programa de TV y los enemigos acerrimos de hace un minuto atrás estarán –al apagarse la luz roja- debatiendo quien de los dos pone la casa para el asadito del próximo fin de semana.
Profesionalmente, en cada disciplina, hay “cosas” que se hablan, se saben y se entienden sólo entre colegas; “Cosas” sobre las que existe el tácito acuerdo de no hablar, admitir, evidenciar frente a extraños o legos que no compartan dicho metié.
Todos compartimos y guardamos secretos, realidades sociales sectoriales que se entiende –por alguna causa reñida con la moralidad general o la legalidad, o ambas- deben permanecer ocultas y ajenas al dominio público a pesar de formar parte de él. Vivimos –muchas veces- haciendo un gran esfuerzo por sobrellevar y compatibilizar interiormente todos estos conocimientos y saberes que exceden en mucho lo estrictamente técnico. Vivimos al filo de la navaja entre el deber ser de las cosas y la realidad –muchas veces perversa- de las que nos toca ser parte, al menos como testigos, pero muchas otras como actores, víctimas y/o protagonistas.
Y, del otro lado del mostrador, la falta de entendimiento es una constante. Es típico que el enjuiciado desconozca todas las implicancias reales y técnicas de su situación procesal, que comprenda acabadamente lo que se le puede avecinar, las consecuencias jurídicas de sus actos, como las actividades desplegadas por sus letrados para llevarlo a mejor destino. Otro tanto ocurre en medicina, psicología, ciencias económicas, etc..
Es dable aclarar que en la mayor parte de las profesiones liberales, aquello que para los legos son muros, son –en realidad, y gracias a Dios- lagunas, y son rellenadas diariamente por un saber práctico y convencional no escrito, no normado. Es mucho, mucho, muy superior lo que no se sabe y lo que no está normado o prohibido, lo que se desconoce, que lo contrario. Las mismísimas ciencias –aún las más duras- en sus diversas disciplinas saben apenas –aún- una minúscula nada respecto del universo, de la vida, el ser humano, el fenómeno social y sus posibilidades y potencias. Aun no hay respuesta para el: ¿qué es ser hombre, ser humano? Ni para el controvertido y filosófico ¿qué hacemos aquí? O para el enigma biológico-teológico de ¿cómo fue que vinimos a aparecer?
En lo socio-jurídico, las normas legales y morales suelen tener contenidos generales y no pueden –ni deben- apartarse de consignas universalistas, pues crearían -en el actual estado de cosas- más injusticias y caos que beneficios y ventajas.
En este marco se configuran los diversos universos profesionales en los que los “secretos a voces”, suelen escandalizar al romper el filtro y pasar de modo imprevisto al dominio de público, al saber de quienes “no son del palo”. De allí que -muchas veces- se muestren mediáticamente cámaras ocultas o investigaciones de prensa que evidencian atrocidades, pero también –muchas otras veces- solo muestren lo que hay, la forma en la que operan las cosas en una realidad lejana a los ideales (aquella que todos los que son del tal ambiente “conocen y toleran” periódicamente) a pesar de que ese desfasaje entre el “deber ser” y “lo que es” subleve sobremanera a la teleaudiencia, fascinada –además- con el frecuentemente sensacionalista escarnio llevado a cabo por algún periodista joven, temerario, tan idealista -o mal intencionado- como -en general- ignorante y/o mal y/o torpemente informado.
La forma en apariencia deshumanizada o desprovista de toda afectividad que un médico o profesional de la salud puede tener al referir un caso clínico, o -ante un caso desafortunado- el “espíritu de cuerpo” o “corporativismo” a la hora de juzgar el desempeño de un par; la forma en la que un abogado puede tergiversar un hecho o una verdad, o cómo puede manipular la fuerza de las evidencias o torcer o estirar las leyes (aun sin necesidad de quebrantarlas), las estrategias que pueden llegar a usar los líderes religiosos de diversos credos para acceder a logros y metas propios –a todas luces- de la vida de superficie; la dedicación que puede poner un contador en lograr burlar de todas las maneras posibles o zigzaguear ante cada disposición del Fisco, y la perversión de quienes diagraman las políticas recaudatorias carentes de toda razonabilidad, legitimidad y sustento, dejando a su merced –de un modo u otro- a todo el mundo para poder luego elegir a quien voltear o a quien favorecer; la forma tramposa en la que el gerente de una empresa de telefonía decide publicitar su producto, o el vendedor o promotor, venderlo; la lisa estafa de un candidato que acepta no decir la verdad porque le resulta “piantavotos”; etc.etc.
Lo cierto es que salvo escasas excepciones en cada ambiente se conoce al que actúa bien, mal y regular, al honesto y al tránsfuga, al que obra por derecha y al que no, al que se vale de ardides maliciosos y al que se maneja dentro de las “reglas implícitas del juego”… y dicha información suele permanecer bajo las siete llaves del escritorio de cada colega, profesional o “persona del gremio”, bajo una suerte de carta de negociación o conocimiento reservado para el trato eventual.
Y día con día, seguimos inmersos en esta sociedad y no en otra, no en la que la mayoría de nosotros quisiéramos o buscamos. No logramos, ni nos esforzamos por cambiarla sino –y a duras penas- por lograr que no nos fagocite del todo.
El mismo tipo que cruza el semáforo en rojo “porque no viene nadie”, va luego a 160 kilómetros por hora cuando tiene “la ola verde” pero –iracundo e inflexible- le echará la culpa de su eventual choque al que cruzó el semáforo en rojo, como si él mismo no lo hiciera permanentemente, como si él mismo no pudiera haber sido el causante del siniestro…
No tenemos ningún registro mental de la mezcla venenosa que –generalmente- encerramos entre nuestras modalidades de comunicación formales e informales, entre lo que es “soto voce” y se sabe por “radio pasillo” y el deber ser al que formalmente decimos –y hasta nos autoconvencemos por un ratito- que queremos lograr.
Lo pernicioso no es que existan las dos formas de comunicación. Es más, sería imposible prescindir de una de las dos sin convertirnos en autómatas… es esperable que las actividades laborales o profesionales sean siempre y crecientemente enriquecidas por vínculos e interacciones humanas y humanizantes. Lo reprochable, lo que debe ser indeseable y contra lo que debemos combatir en nuestro fuero intimo y a diario, es en no seguir convirtiéndonos en hombres y mujeres generadores de sociedad esquizofrénica, en transitar la vida en un permanente y “pegoteante doble discurso”, diciendo y vociferando por un lado una cosa y por otro lado, seguir calladitos haciendo, pensando y sentiendo otras cosas.
Nuestro estilo vital social suele resultarnos una especie de corsé que nos aprieta hasta casi asfixiarnos, pero al que rehusamos desabrochar por temor a caer al piso desarmados, desarticulados.
Sentimos que seríamos capaces de vivir en un país mejor, en un mundo mejor, pero pretendemos -a menudo- que el cambio venga de afuera… que no nos mande nuestra convicción o nuestra consciencia para mejorar y apuntalar lo bueno e ir desplazando y depurando lo que sea socialmente indeseable y a los que degradan la naturaleza humana. Pretendemos ser espectadores hasta que “alguien” –milagrosamente- erradique lo malo… y –en ese caso- queremos creer que pediremos perdón por cualquier “pecado” cometido y rogaremos que ese “alguien” no nos vaya a erradicar a nosotros por algún error de juventud o alguna mirada para el costado.
Vivimos jugando un juego que rechazamos, pero no hacemos nada para cambiarlo porque no tenemos tiempo: estamos jugando.
Debemos saberlo, ya estamos grandes como para ignorarlo: jamás habremos de lograr un cambio en el afuera sin un previo cambio en el adentro.

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¿FACIL O DIFICIL?

Recuerdo haber leído alguna vez un relato de Anthony de Mello en el que contaba que un buscador espiritual se había presentado ante una familia de la que se decía que todos sus miembros se habían iluminado. Preguntó entonces el viajero al padre si era difícil encontrar la senda de la iluminación, a lo que le fue contestado sin resquicio de dudas que sí, que era un camino arduo y tortuoso; cuestionado lo mismo a la madre de la familia, esta le dijo que el acceso a la iluminación era muy, pero muy sencillo; desconcertado el hombre concurrió ante la hija del matrimonio que le afirmó algo como: “si lo hacés fácil, la iluminación es fácil, pero si lo querés hacer complicado...”
¿Cuántas veces nos complicamos la existencia y la posibilidad de ser hoy, ahora, ya, felices? ¿Cuán a menudo refunfuñamos sobre lo que no tenemos, sobre lo que no alcanzamos o perdimos, sin apreciar las gracias que nos habitan?
Ser felices no implica más que ser plenamente conscientes del sentido de gratuidad y gracia de la propia existencia, más allá de cualquier otra cosa o circunstancia. Existimos, respiramos… ¿cómo no ser felices?
Ser feliz no es sinónimo de no estar triste. Lo opuesto a la tristeza es la alegría, no la felicidad. No puedo –entonces- describir la felicidad sino como la intensa sensación plenitud, que trasciende lo que sería un simple estado de animo (como serían la alegría o la tristeza), y que se alcanza por la íntima certeza de saberse creado, existente, viviente y habitado por la Divinidad, y por saber que mi hermano, mi prójimo y próximo también lo está, y con soy uno con él.
Si no logramos ser felices, porque nos atamos a “las cosas” (en sentido amplio: objetos, status, circunstancias, “los hechos de la vida”, etc) es que aún no comprendimos que en el plano de la materia todo pasa, todo cambia, todo muere, todo el tiempo, siempre. Nada, ni nadie, será lo mismo otra vez. Nada, ni nadie, pude mantenerse incólume o inmutable en el universo, sin envejecer, desgastarse, romperse o mutar.
Lo único que permanece es el Ser, Dios. Lo único que no es espejismo o ilusión es el Ser. Podemos “chapotear en lo playito”, podemos inmiscuirnos en “las cosas del tener”, podemos disfrutar incluso la hermosa mirada del ser buenamente amado y los placeres de la carne, pero no debemos perder de vista lo único que realmente interesa, nuestra naturaleza real y Divina, el sabernos (no creernos) habitados por el Ser, el saber que somos el Ser, que somos Dios en nosotros… nada más hay, somos y estamos destinados a la profundidad, a la totalidad, a Ser Uno.
El jugar y experimentar en la vida de superficie nos traerá suertes y desgracias, alegrías y tristezas, enseñanzas y aprendizajes, odios y amores, ilusiones y desilusiones, ansiedades y vergüenzas, rencores y revanchas, riqueza y pobreza, halagos y reproches… y desde nuestra profundidad sabremos que eso no deja jamás de ser un juego, más o menos complejo, pero juego al fin.
Cuando nos olvidamos de la naturaleza lúdica de la vida de superficie nos irritamos, la rutina nos causa tedio, las actividades y las personas nos aburren, nos cansamos a menudo de las cosas, lo adquirido nos estorba, nos conflictúa y lo deseado es lo que siempre nos falta, lo que no tenemos pero podríamos llegar a tener. ¿Cuántas veces perseguimos –incluso por años- que algo ocurra, para luego despreciarlo o desvalorizarlo al alcanzarlo? Y ¿cuan desapercibida nos pasa esta realidad ante la siguiente cosa que deseamos? Con qué facilidad nos volvemos a auto engatusar! ¿Verdad?
Esto nos sucede porque, como en la seducción, el juego es lo atractivo, no tanto el resultado. Se nos educa para ser jugadores de juegos. Se nos programa meticulosamente para competir, para ser mejores que el otro, para comparar, para avanzar hacia fines socialmente deseables, para acumular: bienes, conocimientos, éxito, fama, amantes y dinero, etc.etc., y para no parar… seguir y seguir, hasta el fin.
Y, nuestra habitual irreflexión, nuestra falta de silencio interior, suelen hacer el resto: que desconozcamos cuál es la naturaleza de nuestro llamado, nuestra verdadera vocación, nuestro genuino camino espiritual.
No es difícil errar cuando uno no sabe escucharse, cuando uno confunde la voz ajena con la propia, cuando todo parece siempre disponible para la compra y venta, cuando no nos esforzamos por comenzar a pensar y preferimos todo el tiempo la hipnótica TV; cuando los mensajeros y lo que nos conecta con nuestra realidad vital dejan de ser nuestras percepciones directas del entorno total, y la atención al servicio de nuestros propios cuerpo, mente y vida interior; y pasan a ser el noticiero de las 8, el diario de la mañana, un showman o –incluso- algún trasnochado gurú o líder religioso.
Nos olvidamos de cómo respirar, cómo estar silentes y abiertos a escuchar y reflexionar… nos complicamos la vida con estúpidos dimes y diretes, con chismes y pavadas cuando la única acción recomendable sería la no acción que comienza por recordar y aceptar que la experiencia de los pares de opuestos (que nos separa de la unicidad, de la absoluta unión con el Ser), es sólo un juego, un jueguito, una torpe y tonta distracción insignificante.
De este modo recobramos (gradualmente o como un rayo) la plena certeza acerca de nuestra esencial y trascendental naturaleza divina, y es así –entonces- como, más tarde o más temprano, tendremos oportunidad de dejar de lado lo terrenal, lo mundanal (ni antes, ni después; cuando lo necesitemos, cuando estemos listos) y allí pues: si queremos hacerlo fácil será fácil, y si queremos complicarlo… el Ser estará haciendo lo que siempre hace y donde siempre está: ESPERANDONOS, EN NOSOTROS.

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¿MI REALIDAD O LA TUYA?

Que existen distintas realidades, realidades personales, realidades individuales, o –dicho de otro modo- que cada quien anda por el mundo montado sobre su verdad, son afirmaciones cliché que nadie -medianamente razonable- se atrevería actualmente a contradecir. Sin embargo, no todos los que no lo desmienten comprenden acabadamente la naturaleza de estas afirmaciones… suele subyacer la idea de que a pesar de esto, existe una realidad objetiva alcanzable, una verdad verdadera…
Esta realidad habitualmente denominada como objetiva (que toma ese nombre por hallarse –precisamente- fuera del sujeto, ser un objeto exterior) podría entenderse –también- como aquella que se halla consensuada, que tiene apariencia de ser la misma para dos o más personas, o bien: que puede ser contrastada… la ciencia diría que los fenómenos objetivos de esa realidad tendrían la cualidad de poder ser replicados una y otra vez por diferentes personas y seguirían arrojando los mismos resultados… vale decir que aun variando las subjetividades habría algo invariable exterior a ellos que podría llamarse “objetivo”.
Por otra parte, S. Freud distinguió de la “realidad material” –como ya lo profundizamos en algún artículo pasado- una “realidad psíquica”, la cual se erigiría a partir de allí como la única realidad que alguien puede alcanzar, exista o no algo por fuera de ella como material u objetivo, esto resultaría siempre filtrado, tamizado, por el sujeto (en su caso: el sujeto del inconsciente) que le quitaría unas cosas y le agregaría otras.
Asimismo, creo que ya no necesitamos acudir al “Discurso del Método” de R. Descartes, para reconocer que las percepciones que nos proporcionan nuestros sentidos nos engañan y deforman cualquier información de ese supuesto exterior que parece circundarnos.
En filosofía y teoría del conocimiento se suele preguntar algo así como: “Si un coco cae de la palmera en una isla inhabitada del océano Pacífico ¿hace ruido al caer?” Vale decir, ¿existe el ruido sin oído que lo escuche? Toda una rama del saber se inclinó durante muchos años a pensar que si, pero el pensamiento ha ido trocando esta convicción de modo creciente hacia el otro extremo (que el oído/cerebro es donde se produce “realmente” el sonido), o bien hay muchos que han tomado un criterio intermedio que complementa coco/oído como necesarios en la ecuación del sonido.
Una vez más, la sabiduría oriental iría mucho más allá. Todo es maya, nos diría. Todo es ilusión. Nada fuera. Todo, el universo en mi.
Debemos tomar en cuenta que, en todo caso, la problemática que encierran estos planteos no se revelan tan solo a nivel científico-filosófico especulativo, sino –más bien- en la vida cotidiana, en la de todos los días… cada vez que suponemos que nosotros estamos pisando sobre el terreno firme del saber, de la verdad, de conocer la realidad de las cosas, mientras miramos con desdén, con engreimiento o soberbia, al pobre desgraciado al que presumimos infeliz e ignorante.
¿Cuántas familias se quiebran de modo irreparable por causa de esta inflexibilidad? ¿Cuántos hermanos dejan de hablarse porque cada uno toma su porción de verdad y la transforma en absoluta? ¿Cuántos juicios se entablan a diario con causa en no saber visualizar o escuchar la parte de verdad del otro, o por no lograr imponer la propia verdad por sobre la del otro?
¿Cuantas veces proyectamos los aspectos más densos y resistentes de nuestra realidad psíquica (compuesta de nuestra historia pasada, nuestras experiencias traumáticas, nuestros dolores y glorias) sobre unas circunstancias y/o personas que nada tienen que ver con ella, tiñendo las nuevas vivencias de fantasmas y recelos vetustos que nos impiden experimentar el aquí y ahora?
¿Cuántas veces olvidamos la pequeña y minúscula partícula de polvo espacial que somos y suponemos que el mundo se va a caer y que ya nada importará si nos pasa o no nos pasa, esto o aquello?
¿Cuántas veces sentimos como ataque o violencia el hecho de que “el otro” opine o piense distinto, o perciba la realidad de modo diverso al nuestro?
Tal vez lo único que podemos sacar en claro es que nunca, jamás, sabemos lo suficiente acerca de cómo son las cosas, si es que estas existen fuera de nosotros… tal vez lo más apasionante de la vida sea el ir en busca de ese descubrimiento y el conflicto habitual es que –aún con mucho estudio previo-, en el momento en el cual uno deja de buscar, comienza el proceso de auto convencerse de que llegó, de que logró ese saber (incluso incentivado muchas veces por quienes alrededor -y buenamente- le adjudican esos conocimientos), y –precisamente en este instante- comienza el juego de la inflexibilidad, de la imposición de la propia verdad al resto del mundo, con la frustración ante cada desfasaje que se revela entre el universo interior y el exterior, o entre su posición y la de quienes le rodean, etc.
Obviamente –como suele ocurrir en este tipo de disquisición- hay que saber establecer los niveles. No afirmo que no haya mucha ignorancia que debe ser encausada debidamente a través de aprendizaje académico. Tampoco niego que el saber profesional se halle normal y regularmente muy por encima del del lego en lo que hace a la materia concreta de su quehacer, de las competencias que le son socialmente atribuidas.
Lo que decimos no es que un contador sabe lo mismo de finanzas que una ama de casa, o que es equiparable un saber al otro… en una realidad consensuada entre el contador y la ama de casa el contador sabe más de finanzas, y esta –seguramente- sabrá con mayor exactitud los ingredientes del locro… pero concluidos aquellos acuerdos sociales tácitos acerca de que exista una cosa como la “realidad financiera”, ninguno de los dos tiene la más remota idea sobre la experiencia de realidad del otro, ni sabe un ápice más que él.
Estamos hablando del acceso a saberes universales, existenciales y esenciales, sus limitaciones (incluidos –pero sin ninguna relevancia especial- los aprendizajes académicos y profesionales) y el hecho de lograr acceder a la liberadora comprensión de que TODO SABER DEBE PODER SER RELATIVIZADO, CUESTIONADO, FLEXIBILIZADO.
La clave de esta última afirmación radica en la posibilidad no en la certeza… y ello elimina la famosa paradoja que reza que “Todo es relativo, menos que todo es relativo”.
Es decir: tenemos que lograr un grado de acceso a la verdad que siempre se halle en condiciones de cuestionar y cuestionarse, debemos aceptar verdades que conlleven insita esta potencia de ser sometidas a revisión, y –por fin- debemos aceptar, como seres humanos, y aprender a convivir exitosamente con la idea de que probablemente jamás accedamos ni a una sola verdad objetiva, a ninguna certeza erga omnes, en toda nuestra vida, y que ella, puede consistir simple y felizmente en recorrer el camino que va a la tierra prometida aunque -como Moisés- jamás lleguemos a pisarla.

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MISTERIOS Y CERTEZAS

“-Si sigues levitando sobre tu pupitre, manchando las preguntas del papel con la sangre de los estigmas que brota de tus manos y pies, y si sigues hablando en lenguas mientras pretendemos tomarte tu examen oral, nunca vas a poder ser sacerdote- dijo el mentor al aspirante”
El Club de Bilderberg es un grupo que desde 1954 reúne anualmente -en algún secreto rincón del mundo- a un centenar de aristócratas, magnates multimillonarios, dueños de medios de comunicación, políticos, presidentes y ex presidentes de los países más poderosos del mundo, con el objetivo de ¿planificar qué se debe hacer por encima de las presuntas soberanías de los pueblos: orquestar el movimiento del comercio internacional, de las guerras, los tráficos de armas, carteles de drogas, lavados de dinero, etc?, ¿diagramar el devenir mundial macro de los próximos treinta o cincuenta años?, ¿recibir órdenes de los genuinos dos o tres amos del mundo, de aquellos que trascienden el poderío económico porque ellos son los que controlan la mismísima creación y flujo del dinero, el petro-dinero y otras yerbas: los Roquefeller, Rothschild o Morgan? ¿de algún otro tipo de entidades?; o –como hipótesis final- tal vez sólo se juntan a jugar al cricket y tomar el té de las cinco -con masas-, mientras juegan por un rato al estanciero o al T.E.G. (pero con fichas verdaderas).
Muchos autores e investigadores dicen que antes se los ha llamado diferente, pero que eran los mismos… las mismas familias que están ahí desde centurias o milenios atrás digitando, ordenándolo todo… que unos cientos de miles -o millones- mueran en una guerra mientras se desarrollan y proveen armas ambos bandos; que haya o no haya cura disponible para una enfermedad en un momento dado; o que haya comida o no, agua o no; que un gobierno acepte asumir el pago de deudas internacionales tomadas y gozadas por empresas y personas del sector privado; que se pacten rendiciones incondicionales o se efectúen auto atentados tremendos para generar condiciones de ánimo apropiadas para dirigir con más facilidad la voluntad u opinión de la población; que haya gobiernos de facto reconocidos internacionalmente como agentes válidos para decidir cuestiones trascendentes y adquirir empréstitos en nombre de sus naciones mientras se colabore paralelamente con el atentado, boicot, golpe o desestabilización de gobiernos constitucionales; depresiones y florecimientos económicos; o -por exposición prolongada- lograr desensibilizar a las personas y naciones del mundo para que toleremos el diario coexistir con holocaustos y genocidios que viven hermanos nuestros en todo el globo, etc.etc.etc. y, en todo momento, experimentar con el hombre, con el ser humano, para poder -cada vez- manejarlo mejor.
En “Google earth” (un programa que permite -a través de Internet- ver fotos satelitales del mundo entero) se encuentran vistas tremendamente anómalas sobre algunos lagos de los Andes en los que parecen divisarse ciudades enteras sumergidas ¿funcionales? (ver por ejemplo video: “Underwater Anomalies in the Andes of Peru” en Youtube, o buscarlo mediante el mismo google earth). También se pueden observar cientos de inexplicables figuras trazadas para ser observadas desde el cielo (tales como las líneas de Nazca) pero a lo largo y ancho del globo terráqueo, modernas y pasadas (estrellas de cinco puntas, pirámides, logos masónicos, figuras emblemáticas de decenas a cientos de metros sin un “¿quién?” o “¿para qué?”, y –sospechosamente- sin ningún tipo de difusión pública).
Aún nadie ha dado respuesta satisfactoria acerca de los denominados círculos del cereal que se dan fundamentalmente en Gran Bretaña desde hace –al menos de modo constatable- décadas, pero que tiene hijuelas en todo el mundo; otro tanto como ocurre respecto de las apariciones de ganado mutilado con cortes quirúrgicos en el medio de la nada, sin sangre, sin específicos órganos, sin huellas (a los que alguna luminaria nacional adjudicó –a falta de mejor excusa- a la labor creativa de un tipo de roedor); como tampoco se ha dado razón suficiente y verosímil a los periódicos avistajes de ovnis (hasta cuadrillas de ellos) tanto en las llamadas “zonas calientes” como en el medio de ciudades y –aun- a plena luz del día.
¿Qué nos han contado sobre la posibilidad de oquedad de la tierra? La mayoría de nosotros no sabe nada al respecto. A pesar del célebre “Viaje al centro de la tierra” de Julio Verne (autor que ha sido clarividente en todas sus ficciones), de investigaciones y compilaciones llevadas a cabo –entre otros- por Héctor A. Picco, Raymond Bernard y E. Elias; a pesar de las intrigantes declaraciones del Almirante Richard Evelyn Byrd, en relación a sus incursiones y expediciones a los polos norte y sur, a pesar de las operaciones militares que se sabe existieron –como High Jump y Deepfreeze, entre otras- del gobierno norteamericano, a pesar de existir material fotográfico presuntamente oficial que revela la aparente existencia de pasos perfectamente visibles a un territorio interior del planeta, a pesar de ser ellos contestes con –por ejemplo- la cosmogonía de los mismísimos esquimales (pueblos inuit o yupik) que hablaban de un puente de tierra que permite el paso hacia Tshishtashkamuku, una tierra idílica pero de este mundo, de muy difícil acceso, con grandes animales, lagos y montañas; o las míticas Shambala tibetana, Agharta, Erks, etc.
¿Qué explicación se nos provee acerca proyectos científicos tales como el Gran Colisionador de Hadrones (en inglés LHC o Large Hadron Collider, que podrían poner en riesgo la vida del planeta todo? ¿Qué sabemos de las supuestas abducciones extraterrestres luego de decenas de miles de relatos esencialmente idénticos de gente de diversas extracciones geográficas, sociales, culturales y temporales?
¿Qué sabemos, en fin, del universo entero, al que aún algunos científicos –obviando la ecuación Drake- consideran inhabitado e inerte hasta que les demuestren lo contrario? ¿no demuestra esto que el sentido común es el menos común de los sentidos?
Hoy día creo que nadie puede negar que nuestro proceder habitual en torno a todas estas cuestiones, suele consistir en desestimar -por imposibles, improbables o incomprobables- las historias que puedan llegar a nuestros oídos sobre “cosas” que no presenciamos en forma personal y que exceden el marco de lo estrictamente cotidiano. Nuestra actitud es adjudicar cualquier realidad ajena a la nuestra, a la de nuestro pequeñísimo recuadro cultural, a mitos, ignorancia, locura alucinada, paranoia, etc., y, por otro lado y prontamente, buscamos explicaciones intrapsíquicas o psicofísicas, para aquellas de las que -voluntaria o involuntariamente- hayamos podido ser partícipes o testigos (como que lo visto o percibido fue –por ejemplo- una respuesta adaptativa al stress vivido por una situación X, o una alucinación por intoxicación de vaya a saber qué, etc. etc.).
Debemos advertir que la realidad que nos envuelve en este plano es mucho más compleja de lo que pensamos y advertimos. Descartamos miles de indicios de esta complejidad porque estamos embobados y embotados en domésticas controversias o porque volvemos cansados del trabajo, o porque nos han enseñado a considerar más atractivo ir de compras en nuestro tiempo libre que –verbigracia- leer.
Entonces, si no percibimos que algo subrepticio, oculto, puede estar pasando en frente de nuestras narices: tampoco buscamos. En general preferimos no saber, no entablar contacto con aquello que es misterioso, nos asusta, le tememos. No estamos educados para el misterio, ni nos nace espontáneamente el valor o el coraje.
Por otro lado, si se nos ocurriera buscar, seremos acusados de ver lo que queríamos ver hasta convencernos de que eso es lo que debe haber pasado … que nos inventamos aquello que queríamos, que nuestro afán de protagonismo nos creó una realidad alucinatoria alternativa acorde a nuestro deseo, etc..
Y, si sin buscar llegáramos a presenciar algún fenómeno que escapara a nuestra pobre razón… nos sentiríamos obligados a callar, a autocensurarnos, o bien, a negarlo (aún a nosotros mismos… no hablar del tema, no pensar en el tema).
Los temas reseñados más arriba, junto con las intrincadas redes de la masonería, los rosacruces, las sociedades de origen templario, Sión, Iluminatis, los diarios de viaje de exploradores y aventureros de todos los tiempos, las referencias arcaicas y modernas acerca de la existencia de interminables túneles andinos como el de la cueva de los Tayos en Ecuador y la misteriosa “Biblioteca de Oro de los Atlantes” de J. Moricz, los sucesos que vinculan a Orfelio Ulises y al Dr. Terrera con el “Bastón de Mando” lítico de las sierras comechingonas y el Grial, Erks; los tan presentes y tan ocultos movimientos políticos, económicos y fundamentalistas dentro del Vaticano y fuera de él, entre tantos otros temas apasionantes: NO SON MAS QUE DISTRACTORES DE Y PARA LA MENTE.
Estos misterios, que son genuinos en un nivel de existencia y consciencia, refieren al universo físico, material, y –en general- a esta dimensión, como Realidades únicas, cuando -tanto como los estigmas que manchaban la hoja de examen, la levitación o el que el discípulo hable en lenguas- están en verdad PARTIENDO DE LA ILUSION DE SEPARATIVIDAD y –por ello- no hablan de otra cosas que de tantas realidades como estados mentales y personas haya.
Los enigmas, acertijos y misterios; las profecías, los poderes materiales y los mágicos, el manejo de fuerzas y leyes de la naturaleza, por muy incomprensibles que fueran desde algún nivel de consciencia y/o de conocimiento; el esoterismo práctico existente en los más diversos grupos y sectas religiosas actuales y pasados, no son simples farsas, fraudes o engaños (al menos no todos), y las personas que los experimentan no son siempre “loquitos” o crédulos infradotados.
Lo que en verdad ocurre con estos fenómenos es que por mucho que nos aboquemos a profundizar en su saber, siempre seguirán dejándonos en el terreno de la ilusión de que hay dos donde SOLO HAY UNO... eso sí, -permítaseme una humilde digresión- son distractores bastante más interesantes que las crisis del gobierno y el campo, los caños y las guerras de vedettes en la TV.

 

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En ciertas situaciones es curioso, gracioso o -en ocasiones- tristemente trágico, como todo lo que creíamos ser, pensar y/o lo que presupusimos –o hubiéramos presupuesto- que haríamos, se nos desdibuja rápidamente, se nos escapa de las manos, abriendo paso a reacciones emocionales o pasionales que pueden ir del desenfreno amoroso a la mayor cobardía conservacionista… y somos eso… o somos también eso, aunque no nos guste ver ese lado de la imagen que nos devuelve el espejo.
Tendemos a negar de forma tan desmesurada una parte de nosotros mismos –en general, la parte más animal, lo más irracional- que solemos orquestar -a veces- nuestra vida entera en torno a que no existan los eventuales disparadores que pudieran hacer que esos aspectos fluyan y se exterioricen. Nos horroriza o nos escandaliza o nos perturba ser eso que no dominamos, que no planeamos, ni predecimos, acerca de nosotros mismos.
Grandes corrientes de pensamiento a lo largo de la historia se han inclinado a hipotetizar que la verdadera libertad consistiría en algo parecido a dar rienda suelta a esas pasiones, mientras que otras han concluido que lo único posible para lograr realizarse como humano estaría dado por el exo y/o autocontrol perseverantes. Movimientos que van de lo dionisíaco a lo apolineo, del hedonismo absoluto a la máxima austeridad anacoreta, de las orgías romanas al auto flagelo con sílicio o fusta, etc..
Contrariamente a lo que prima facie pudiera pensarse, la vía media, el justo medio, en esta cuestión, no puede proponer un colage, una pizca de control y una pizca de piedra libre; sino la integración total, sincera y genuina, la observación completa y sin juicio de los distintos aspectos que nos conforman: somos personas, somos seres humanos, somos animales. Y es esta observación la que, lejos de hacernos llegar a un estado de relajada completad, nos va a llevar –necesariamente- a una progresiva desidentificación tanto con unos como con otros aspectos… ya que eso que somos y eso que también somos, en verdad no son más que dos caras de la misma programación que están en cortocircuito.
Obsérvese usted mismo cuando siente una atracción identificatoria respecto de alguien. como –generalmente- lo que lo atrae es lo que -de ese alguien- le resulta complementario, no en lo que se parece a esa persona, sino –precisamente- en lo que le gustaría parecerse, en lo que le despierta admiración, en lo que él/ella es, tiene o hace y ud. no.
Y del mismo modo, pero en inverso sentido, ocurre cuando alguien nos repele, nos da bronca, nuestro rechazo a una forma de pensamiento, un modo de vida, o de un comportamiento, suele venir de la mano de un lado nuestro que es idéntico pero que rehusamos aceptar.
¿Qué más frecuente en las discusiones acaloradas entre padres e hijos que la madre diciendo soto voce a algún eventual testigo: “lo que pasa es que discuten porque son iguales”?.
Quién sino el cobarde es quien se admira del héroe, y exterioriza y busca auto persuadirse de que es lo que él quisiera ser, mientras rechaza, se repugna y condena al otro por ser cobarde, porque no puede aceptar verse identificado, reflejado, con ese otro, tan débil y egoísta.
¿Acaso por definición no resulta egoísta toda razón -o causa eficiente- que nos guíe a concluir que alguien es egoísta? ¿Acaso no es nuestro ego el que hace que nos coloquemos por encima del ego del otro para juzgarlo?
En otras palabras, lo que nos inquieta del ladrón no es sino el ladrón en nosotros, lo que moviliza nuestro rencor y odio hacia el asesino es nuestra condición no aceptada de tales (aunque no lo hayamos concretado en los hechos, o –tal vez- precisamente por no haberlo concretado a pesar del deseo fantaseado –pero negado- de hacerlo). Lo negamos todo mediante condenas morales, sociales y legales, repulsiones, asco, bronca, porque en lo profundo de nosotros sabemos que ver sin juicio de valor la paja en el ojo ajeno nos confrontaría necesariamente con la viga en el propio.
De alguna forma se juega una y otra vez en nosotros una “palabra motor“ que causa estandarización social, y a la que le adjudicamos –erróneamente- una peligrosa virtualidad: LA NORMALIDAD.
Buscamos un permanente ajuste con lo que una entelequia (la sociedad) denominaría la conducta media aceptable, o los deseos o sueños promedio permisibles, o los medios pensamientos admitidos… no queremos ver más allá de estos porque no sabríamos cómo manejarlos o manejarnos con ellos.
Entonces, si percibimos sólo una porción de nosotros logramos suponer que “somos normales”, ya que rehusamos ver y aceptar que nos habitan pasiones descontroladas, deseos, fantasías que no sean las socialmente permitidas. Pero “LA NORMA” es sólo una estadística. Nadie es “LA NORMA” y por ello podríamos discutir seriamente el que a alguien le quepa realmente el mote de: “NORMAL”, y –por otro lado- el velo impuesto a parte de la realidad intra psíquica está destinado -más tarde o más temprano- a caer… porque todo el tiempo que negamos su existencia, sabemos que está ahí… vemos su sombra en el espejo todos los días al peinarnos.
El secreto no es rechazar lo que somos, sino entender que no somos –ni seremos- ni lo que queremos, ni lo que creemos ser, ni –mucho menos- lo que los demás pueden creer o querer. Ni lo que afirmamos, ni lo que negamos.
La Única Verdad es la trascendencia. Lo único existente es el Ser. El resto, lo mundano, lo material, lo psicológico, lo mental, son parte de la programación socio-cultural-religiosa-familiar, que bien sirve al fin básico de nuclearnos en el plano físico, de convivir en paz suficiente (nótese que no digo armonía absoluta, porque a este plano a veces le son funcionales la guerra, el hambre, la destrucción y el odio), de aplacar conductas antisociales que puedan ser contrarias al fin de perpetuación del clan y el grupo dominante, pero que poco nos dicen sobre el quienes somos o el para qué existimos.
Tratar de ser netamente racionales o liberarnos definitivamente a las pasiones y deseos no racionales, son dicotomías que pertenecen a la línea del pensamiento dual.
Somos ambos aspectos en un plano y debemos lograr –bien sea gradual o abruptamente- aceptarnos así y observarnos sin juicio; y –simultáneamente- no tenemos nada que ver con todo ello, nos resultan -unos y otros- ajenos, superficiales y extraños en el plano del Ser.


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LA TERRIBLE GUERRA

Una gran dificultad con la que debemos lidiar es la de no darnos cuenta que somos capaces de no tomar, de dejar ser, aquello bello, aquello extraordinario, aquello glorioso, aún –y especialmente- si está al alcance de la mano.
Muchas veces antes nos referimos a que es la diferencia entre dos objetos y no el contenido insito en uno de ellos -en sí mismo- lo que ocasiona la violencia, la envidia, el sentimiento de inferioridad, los celos, etc.. La terrible guerra nos enseña como hasta aquello más horriblemente grave, la muerte de familiares, hijos y amigos parece tornarse más tolerable en un marco en el cual lo mismo le está ocurriendo al vecino de al lado, al otro y al otro.
Tenemos una tendencia natural y social a la comparación que hace que al evaluar algo nos enfoquemos, no lo que eso es, sino sus diferencias con lo demás. Esto es así porque así aprende y aprehende el cerebro. Todo lo que sabemos desde que existe algún grado de consciencia y memoria codificada en nosotros es que algo es placentero y algo displacentero, que algo llama a mamá y algo hace que se vaya, que esto es grande porque esto otro es chico, o viejo porque este es joven, etc, etc …
La polarización es propia de un estado de consciencia –mental- que posibilita la salida del infante de su inicial “sentimiento oceánico”, del ser uno con el todo, pero que no es un estadío de corte espiritual sino una falta de matriz para el pensamiento; estamos allí ante la carencia de un lenguaje que nos permita escindir y/o conceptualizar algo como diverso de nosotros mismos, nada nos es ajeno, ni propio, ya que no hay un “yo” conformado todavía, solo una conciencia de presente, un “soy” percibido como global y envolvente, pero sin sujeto que pueda pronunciarlo; un “soy” sin un “yo” que pueda adueñarse de él para decir “yo soy”.
Digo –entonces- que cuando comenzamos a dividir un fuera y un dentro, un yo y un no-yo, ello lo hacemos –necesariamente- en base a un contraste de las diferencias, lo crucial, lo que importa para registrar la individualidad de “algo” es el saldo que queda luego de restar sus igualdades e identidades con otros “algos”.
Las similitudes sólo nos confunden, su única utilidad parece consistir en que podamos establecer clases de objetos, unirlos por alguna equivalencia, para luego poder así comparar las diferencias entre esas clases.
En lo que a nosotros respecta, la necesidad básica e inicial de alimentarnos, de no pasar hambre, de experimentar el placer del “buche lleno” en lugar del displacer del estómago lánguido y vacío, pasa –en alguna medida- a conformar un deseo genérico de acumular y aprovisionarse, y el límite de ello está dado por la comparación.
Cuando lo generalizado en el medio en que nos movemos es la acumulación de dinero, entonces todos tenderemos a acumularlo, haciendo que nuestro éxito o fracaso se desprenda de la comparación inmediata. Lo mismo ocurre en culturas donde lo acumulable son armas, bueyes, mujeres o alimentos, o en los medios sociales en los que lo que resta por acumular es más y más poder.
El único problemita que tiene este sistema de creencias, es que no sirve para nada. El minúsculo inconveniente de esta matriz de aprendizaje que trasladamos a todo ámbito es que se basa en un imposible porque -en última instancia- buscará medir lo inconmensurable para compararlo, y se llegará así al: “Mi Dios es mejor, más justo, más bueno, que tu dios.”
Entonces se rezará para ganar guerras, y se bendecirán armas, poniendo a Dios –a su vez- a que compare bandos… o para que salga un negocio en beneficio de uno y perjuicio de otro, o para contrarrestar un virus… lo mismo da, porque se buscará de esa manera convertir a Dios a nuestra imagen y semejanza separatista, dualista… inventaremos un Dios que compara y que –entonces- dice: “tu eres bueno, y tu eres malo”… y ello –como todo par de opuestos- sólo puede emanar de la comparación!
Si el acto de comparar lo llevamos a cabo con alguna finalidad que no sea la meramente instrumental o utilitaria, o mejor dicho, si no comenzamos a advertir que gran parte de nuestros pensamientos y comportamientos, de nuestras frustraciones, de nuestros sentimientos negativos y pesares se forman y conforman en esta dinámica, seguiremos presos y esclavos del auto que compró nuestro vecino, o del salario de nuestro cónyuge, hermano o amigo, o de la casa del country del colega de más allá, etc..
Si nos remitiéramos a patrones objetivos no podríamos negar que en salud, educación, acceso a conocimientos, posibilidades de desarrollo, comunicaciones, etc. hasta un joven promedio y modesto de clase media (por no irnos más abajo) goza de más comodidades, confort y calidad de vida (y muchas veces de más recursos a su alcance) de las que ostentaba hace un par de siglos atrás un rey o un noble.
No tendremos los jardines de Versalles pero tenemos penicilina, no tendremos una corte real a nuestro servicio, pero vayamos donde vayamos hay servicios a nuestro alcance, no tendremos a los sabios en persona a nuestro lado, pero tenemos casi la totalidad de los conocimientos de la humanidad en Internet, y a todos los sabios contemporáneos del mundo entero a un mail de distancia, etc.etc.
Pero no nos comparamos con reyes de hace dos o tres siglos, sino con si el que fue nuestro compañero del secundario, o nuestra novia, o nuestro amigo, o con aquel famoso actor, actriz, periodista, showman o político actuales. Queremos lo que tienen ellos: el último aparatito celular, hacer el mismo viaje de ensueño, una fiesta de casamiento aún más fastuosa, la misma fama y el mismo poder sobre los demás (o más, de ser posible), etc..
De este mismo plano al que venimos refiriendo emana –como búsqueda paliativa- la necesidad de uniformar, de estandarizar, que busca ser un remedio a la existencia de diferencias pero que es absolutamente deficiente porque nace de la base de que todos somos iguales, por lo que todos debemos pensar igual, vestir igual, hablar igual y acumular las mismas cosas, cuando –en verdad- ser esencialmente idénticos no es sino una forma preciosa de reafirmar lo diversos que somos.
La libertad tiene que ver con permitirnos no aferrarnos a una acumulación ociosa, no gastar nuestras energías, ni entregar nuestras existencias a compararnos permanentemente y sin sentido alguno con los que nos rodean.
Dejar simplemente ser aquello que alguna vez anhelamos, desprendernos de la necesidad de poseerlo, de tenerlo, de sumarlo, de cargarlo en la mochila… ¡porque la orden es que la mochila se queda acá!
No nos dediquemos a colectar dinero, ni bueyes, ni mujeres, no más de lo que necesitemos para –simplemente- vivir, porque no seremos más libres con ellos sino todo lo contrario.


 

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LA CRISIS

Es sabido que las grandes crisis financieras no son casuales y que sirven a ciertos fines específicos. La crisis de los años ’30 -por ejemplo- fue funcional a la concentración de la riqueza en menos manos… los muy ricos juzgaron que había demasiados ricachones y demasiados banqueros “medio pelo”, entonces idearon un mecanismo para deshacerse de ellos y –en el ínterin, ¿por qué no?- quedarse con su dinero. Fueron planificando y articulando, lenta y armoniosamente, las condiciones fácticas y jurídicas para que ocurriera un “muy sorpresivo” crack en la Bolsa de Valores, y –claro- ellos se salieron cinco minutos antes de la hecatombe, mientras que los ricachones y banqueros se refundieron y tuvieron que vender por monedas sus empresas y bancos… ¿a quién cree?: si, a los muy ricos para hacerlos un poquito más poderosos aún. ¿Le suena algo de esto?
Se preguntará ¿y la gente ordinaria?... ahh siiiii, muriendo de frio por las calles, o fundiendo su empresita familiar, o mejorando su mini negocio de pacotilla porque la pegó de carambola con algún elemento ajustados a esa coyuntura… en todo caso: daños o beneficios colaterales y menores.
¿Qué pasa un poco más cerca de nuestros días? Nada nuevo, mientras haya desigualdades tales que permitan (según fuentes de la ONU al año 2000) que coexistan en el mundo 500 personas con más de mil millones de dólares de fortuna personal por cabeza, algunos de ellos con varias decenas y hasta centenas de miles, o que un 10% de la población mundial tenga el 85% de la riqueza, o que el 50% de la población adulta acceda –en conjunto- al 1% de esa riqueza global, entonces seguiremos teniendo el mismo tipo de problemas. Cerca de un tercio de la población mundial muriendo por no tener acceso al agua potable y a la salud pública más elemental, mientras que grandes emporios multi y transnacionales se timbean la vida y muerte de sus congéneres en alguna partida de golf, en alguna orgía o en algún té de las cinco de la tarde.
Al individuo de clase media occidental la evolución o el descubrimiento de algún nivel de autoconciencia, le suele llegar de la mano de las grandes crisis, no las financieras, sino interiores. Sin embargo, lamentablemente, parece necesario –las más de las veces- que estas comiencen por circunstancias ocurridas en el afuera. Para muchos hizo falta un “corralito” para darse cuenta que sus ahorros de toda la vida, todas sus renuncias y sacrificios en pos de esa seguridad para la vejez, eran una ilusión. Claro que así como a muchos les sirvió esta revelación para hacerse un poco más sabios, también –a muchos- “se los llevó puestos” literal y metafóricamente.
Ojala uno pudiera tomar la decisión de permitirse evolucionar sin que se le impusieran las crisis desde el exterior. Sería –además- muy prudente hacer una concienzuda observación de lo idiotas, ambiciosos, egoístas, soberbios y mezquinos que solemos ser en las cuestiones de la vida diaria, para que las crisis de afuera no nos golpeen tanto o tan abruptamente… es más, para que –tal vez- ni siquiera nos rozaran. La clave no es que quitemos el dinero del banco y lo metamos en el colchón, o que corramos a comprar dólares en baja y los vendamos en alta, o apostar a que todo se venga abajo mientras nosotros nos paramos… la clave es comprender que, hagamos lo que hagamos en este plano, nosotros no comandamos el barco, y los capitanes designados son marionetas de cartón pintado.
En este nivel, mientras no se comprenda que la economía es un conjunto de herramientas, de instrumentos, para desarrollar y facilitar la felicidad y el bienestar del hombre, y no una picadora de carne y explotadora desenfrenada de recursos naturales, humanos y sociales; mientras como sociedad confiemos nuestra suerte a fabricantes de burbujas de jabón financiero y nos desinteresemos de todo lo que no nos afecta hoy en forma directa aunque le afecte a los demás, va a seguir habiendo personajes siniestros que digiten el devenir completo de los acontecimientos globales, incluidos en ellos la realización de nuestro futuro soñado o de nuestra peor pesadilla (¿O quién supone Ud. –por ejemplo- que administra sus fondos de capitalización en la AFJP?).
Hoy, sólo en Argentina, hay millones de jubilados que soñaban con una vejez en la que ganarían el 82% de lo que hubieran estado ganando en actividad, ¿sabe dónde está la gran mayoría de ellos?: haciendo juicio al Estado, o amargados y blasfemando contra él o rechinando dientes bajo tierra…
Recuerdo que el Conde Drácula no podía entrar en los hogares si no lo habían invitado y dejado entrar voluntariamente, creo que esta novela nos deja una importante enseñanza ya que lo mismo parece ocurrir con toda clase de chupasangres.
Nadie pretende afirmar que el acceso a la salud, a la educación o a ciertas comodidades y confort sean elementos indeseables, incluso el tener ahorros es algo aconsejable mientras no se convierta en una acumulación por la acumulación misma, sin embargo creo que la sociedad mundial, en especial los grandes consumidores globales deben hacer –cada de vez con mayor grado de urgencia- un revisionismo de su cosmovisión, porque están devastando el planeta, a costa del trabajo y la vida los más pobres. Y si Ud. por comprar el último electrodoméstico o elemento suntuario, o por hacer “ese viajecito”, se mete en un plan de cuotas ajustables a valor dólar o con tasas de interés usurarias, fíjese si no está empeñando junto con su patrimonio e ingresos, su buen humor a futuro, haciéndolo depender en delante de las subas y bajas del mercado de divisas.
Tampoco podemos seguir evitando reconocer que es a costa y costilla de los pueblos pobres de la tierra, de su sangre, sudor y lágrimas (sin decir aquí ni una sola metáfora), de lo que no se les da y de lo que se les quita, que se subvencionan y sostienen –entre otras cosas- las recalcitrantes posturas políticas, belicistas y económicas de países como los Estados Unidos, que so pretexto de llevar la democracia, subyuga a los países que le conviene subyugar mientras se alía con los tiranos que le conviene mantener al mando.
No podemos alienarnos a este sistema, una cosa es vivir en él, y otra es creer que lo que hay es lo que es (o –mucho menos- lo que debe ser). No podemos manejar el barco de la economía, pero podemos tomar el timón de no ser consumistas estúpidos guiados por comerciales de TV. No podemos evitar que un Estado declare la guerra a otro, pero podemos marchar por la paz, expresarnos por la paz, y –fundamentalmente- hacer todos nuestros esfuerzos diarios por ser pacíficos nosotros en nuestro entorno, con los que nos rodean. No podemos evitar el crack financiero, o que caiga la bolsa, pero podemos evitar vivir para ganar dinero o para gastarlo, podemos disfrutar más de nuestros hijos, de nuestras relaciones, de nuestras amistades. No podemos adquirir todo aquello que nos apetecería, pero podemos darnos cuenta que la belleza está en todo lo que nos circunda, sin pretensión de ser poseida sino vivida, experienciada; somos bien capaces de advertir que desde cada uno se aprecia a diario una vida exquisita, perfecta y única, aun desde el ojo de la más desamparada humildad. No podemos cambiar a los gobernantes que, una vez elegidos, traicionan lo prometido, pero podemos aprender a reírnos de su estúpido cretinismo y hacer nosotros lo que podamos para mejorar el mundo que nos rodea, en lugar de convertirnos –también- en cínicos.
Si ud. cree que el futuro es importante, si ud. pone su futuro a depender del dinero que junte, de la estabilidad que consiga, o –peor- si lo basa en arriesgadas especulaciones financieras, y más, si cree que el futuro existe: piénselo de nuevo.
Lo único que hay es lo que es, lo único que es, es el presente.
El futuro puede ser un “ojala”, un “tal vez”, o un “uyy” o un “uff”, pero si permitimos que el futuro inexistente, arruine, perturbe o dañe el presente que es lo que existe hacemos –y llamativamente podríamos usar la expresión- un pésimo, realmente pésimo, negocio.

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De alguna manera todos podemos confirmar la existencia y eficiencia en nosotros de aquello denominado -por Freud- como Superyo paterno, o sea de esa instancia intra psíquica que –como si fuera alguien diferente de nosotros mismos –pero dentro nuestro- nos juzga, nos violenta, nos atosiga, nos insta a ser aquel que cumple con todas las reglas, con todo aquello que hubiera sido el hijo ideal de los padres del recuerdo, de la memoria (a veces un poco más, o a veces un poco menos coincidentes con los reales)…
De algún modo habríamos de analizar también si al caer en nosotros la figura idealizada de nuestros super padres de la niñez, al convertirse ante nosotros en humanos con falencias, con errores y bajezas, no somos nosotros mismos los que nos empecinamos en NO SER el hijo ideal ante un Superyo que vino a conformarse –en definitiva- de padres que NO ERAN el ideal de padres que supusimos al principio… cuando todo -desde la vida misma- nos había venido dada por ellos.
Vale decir, una parte de nuestro aparato psíquico nos estaría representando la lucha del padre del Ideal Superyoico con el hijo no ideal, con el que no cumple con las expectativas, el que no hace lo que corresponde, que no alcanza a ser lo que de él se espera; mientras que -inversa y paralelamente- en otra instancia del mismo psiquísmo, se estaría desarrollando una batalla polarmente opuesta entre la idea de los padres “reales” devenidos en imperfectos y el hijo que desde un plano de superioridad moral o de presunto realismo, los juzga de tales.
Más allá de lo interesante que estas elucubraciones pueden llegar a ser en un plano teórico, creo que resultan prodigiosas a la hora de intentar algún grado de comprensión acerca de lo aparentemente incongruentes que pueden ser nuestros comportamientos, nuestras conclusiones sobre las cosas que vivimos a diario, el cómo reaccionamos tanto ante el cumplimiento como ante la frustración de nuestros anhelos y deseos… porque cada vez que nos pasa algo, le pasa algo al hijo que debió ser mejor, ante un padre ideal y reclamante, mientras que simultáneamente está ocurriendo lo mismo al hijo que no recibió de sus padres todo lo que supone mereció le dieran a nivel de afecto, tiempo, entrega, material e inmaterial… etc.
Ahora más: cada una de estas situaciones intrapsíquicas ocurren en planos más y menos conscientes y más y menos inconscientes, de modo que la consciencia –mientras todo esto pasa y con el material que va llegando a ella- intenta lograr algún nivel de armonía que resulte suficientemente aceptable.
¡Cuántos vaivenes de amor-odio vivimos frecuentemente! ¡Cuánta insuficiencia de satisfacción ante los logros y cuánta frustración ante lo real que nos acontece y que resulta contrario en algún nivel a las expectativas! ¡Cuantas veces sentimos que lo que pensamos que iba a colmarnos sólo nos acaricia, o ni eso tan siquiera!? ¿Cuantas veces dejamos de disfrutar el ahora por no haber llegado a una perfección que la realidad no sólo no nos exige sino que ni siquiera nos pide? ¿Cuántas veces rehusamos nuestros orígenes y nuestra vida actual por resentimientos, broncas y celos traídos de una memoria frondosamente alimentada por personajes interiores que nada tuvieron que ver con los seres humanos de carne y hueso que nos alimentaron, velaron por nosotros cuando nos enfermamos, nos cuidaron y protegieron como mejor pudieron y supieron?
¿¡Cuanta valiosa energía y amor se ha perdido en familias que han pasado media vida peleando entre sí y luego -al morir alguno de ellos- han pasado la otra media vida lamentándose por haber peleado, arrepintiéndose, juzgándose y condenándose…!?
Y todo ello debido a que subrepticiamente, en el subsuelo de nuestra personalidad, existe alguna incongruencia entre ideales y decepciones tempranas, tan profundamente arraigados en nosotros que ya no los vemos a simple vista, y que nos hacen reeditar –a veces hasta a diario- reclamos, o ser intolerantes, disparar dardos, disparos y misiles contra los que nos rodean, ser agresivos, deprimirnos, ser discriminatorios y odiosos, incluso hasta terminar siendo aborrecidos desde dentro y hasta en el afuera por los demás.
Cuan a menudo no nos bancamos a nosotros mismos, porque resultamos ser un increíble manojo de programaciones contra las que la voluntad parece ser inocua cuando nos proponemos cambiar. Es más, a veces identificamos tanto estos programas con nosotros que creemos ser ellos, y algunos de ellos están tan amalgamados que ni siquiera se nos representan, no los podemos divisar o escindir cuando intentamos juzgarnos o hacer una autocrítica o examen de consciencia… sólo los padecemos y los padecen los que tenemos alrededor.
Es crucial que nos preguntemos íntimamente dónde termina cada uno y dónde comienza este software, estos cassettes de reclamos internos, de historias mal o pobremente recordadas a las que se les permite gobernar nuestra actualidad, nuestro presente.
Hay que mirar hacia adentro e intentar periódicamente observarnos sin juicio valorativo o crítico, pero con el mayor grado de detalle, humildad y sinceridad, cómo están construidos en nosotros cada uno de estos esquemas, cómo operan, cómo trabajan, qué cosas los activan… porque si intentamos cambiarlos sólo estaremos usando esos mismos elementos para realizar un trueque cosmético…
La auto observación acrítica es la única forma en la que se puede lograr se produzca algún salto evolutivo…
Muchas veces hablamos de la diferencia entre lo mental y lo espiritual en términos de relevancia existencial, en cantidad de artículos anteriores hemos abordado la temática de las distintas conflictivas intrafamiliares e interpersonales, sin embargo, no puede obviarse que muchos de nosotros, en algún momento de nuestra vida, nos encontramos encerrados, estancados y frenados en etapas aún más arcaicas como lo son los recuerdos (auténticos y falsos), los antiguos ideales y las viejas decepciones… y –pienso- es buena hora el nuevo año venidero para plantearnos un cambio superador: ¡desatémonos de la piedra del pasado! ¡bajemos la mochila y permitámonos la posibilidad de vernos un día, al fin, LIBRES y ADULTOS ! (claro, tan buena hora como cualquier otra).

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