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QUE TU ACCION PUEDA CONVERTIRSE EN LEY UNIVERSAL (Enero 2006)

¿ QUIÉN ESTÁ QUERIENDO LO QUE QUIERO ? (Febrero 2006)

SOLUCION: LA ESPERANZA (Marzo 2006)

CACHORRO DE HOMBRE (Abril 2006)

NI PROHOMBRES, NI VILLANOS... LA CUESTIÓN DE LOS ROLES (Mayo 2006)

¿PARA QUE VIVÍS?: LA PREGUNTA TRAMPOSA (Junio 2006)

ALGO SOBRE “NO FUTBOL" (Julio 2006)”

LA SEGURIDAD: EL TEMA DE RELLENO (Agosto 2006)

¿MA’ QUÉ CIVILIZACIÓN?, ¡ QUE VIVA LA BARBARIE ! (Septiembre 2006)

PRACTICAR LA TOLERANCIA (Octubre 2006)

ELOGIO A LA INCOHERENCIA (Noviembre 2006)

EL VERDADERO NUNCA MÁS (Diciembre 2006)

 

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QUE TU ACCION PUEDA CONVERTIRSE EN LEY UNIVERSAL

Vivimos en la suposición de que hay muchas formas de obrar ante idénticas circunstancias. Aristóteles decía que el alma se dividía en dos mitades, una de ellas racional y otra irracional. Dentro de la racional uno podría desarrollar las virtudes intelectuales o dianoéticas (sabiduría, intuición, arte, ciencia y prudencia), según se tratara de un hacer o un obrar, o de cosas que pudieran ser o no ser de otra manera. En la parte irracional hablaba el griego de una subdivisión entre una parte vegetativa y otra desiderativa. La primera incluía los sueños y todas aquellas funciones que no podían ser voluntarias –concientes y libres- bajo ningún punto de vista; pero de la segunda, que trataba de las pasiones (amor, odio, ira, valor, etc), los hábitos y las potencias, hablaba de la posibilidad de guiarlas con la voluntad y -esta- tamizada por de la razón. Aquí, la virtud ética o moral sería el hábito electivo de llegar -por el uso de la razón- al justo medio entre dos vicios, el uno por defecto y el otro por exceso. Así, la parte desiderativa del alma es no solo influenciable sino dirigible por su par racional.

El justo medio aristotélico podría ser –por ejemplo- entre la cobardía y la conducta temeraria, el lograr ser valiente. Obviamente esta virtud no es un medio camino matemático entre los dos vicios, sino solo una proporción adecuada a cada situación… de forma tal que el hombre deberá deliberar racionalmente para llegar a encontrarlo. Lógicamente denotaba la existencia de varios vicios que no tenían término medio, como la envidia o la alegría por el mal ajeno… ellos siempre –y en cualquier medida que fueran- serían faltos de virtud.

Cabe resaltar –según se dijo antes- que la virtud moral no es descripta como un incidente aislado, sino un hábito, vale decir: es una decisión permanente de llegar en cada momento que nos toque a ese justo medio por medio de la deliberación de la razón.

Pero ¿quién nos dirá si lo que elegimos está bien? ¿quién nos confirmará si nuestras conductas son las apropiadas? Nadie. Cuando nos reconocemos como seres libres y autónomos, esto significa que nos damos nuestras propias normas y nos sometemos a ellas, que nos legislamos a nosotros mismos. Por ello nada hay más solitario que sabernos libres, pues perdemos todo punto de apoyo. Los condicionamientos que socialmente adquirimos desde la niñez, pasan a ser meras referencias, pero pierden el carácter de imposición y de necesariedad… al ser libres dejamos de ser niños para volvernos hombres y mujeres, a costo de quedarnos con nosotros mismos como único patrimonio existencial y única medida de nuestra dignidad.

El costo de la libertad es justamente este: somos libres para hacer lo justo, pero también para equivocarnos. Somos libres y –solo por ello- somos responsables de nuestros actos, de nuestros logros, de nuestros desaciertos y de nuestros fracasos. Somos libres para vivir una buena vida –en tanto conforme a la virtud- y también para elegir esclavizarnos, o atar nuestra suerte a las pasiones.

Esto es así de sencillo para el ateniense del S. IV AC, o dirigimos con nuestra razón las pasiones o ellas se apoderarán de nuestra vida. El fin último es ser felices, y no hay forma de serlo si no somos dueños de nuestras acciones y las dirigimos a la virtud.

Por su parte, para Kant, la felicidad no es sino un resultado secundario, una sustancia imaginaria que se constituye en “deber ser” como consecuencia del obrar por respeto a la ley moral, y esta está solventada en la misma autonomía del hombre, pero regida por tres formales imperativos categóricos. Para Kant, no basta siquiera obrar “conforme” la ley moral, sino que la única motivación debe ser respetar la ley, sin tener contemplación alguna por las humanas inclinaciones (similares a las pasiones aristotélicas). Son categóricos precisamente porque no contienen en su forma una consecuencia en miras derivada del obrar (como lo tendría un imperativo hipotético –por ejemplo- “ si me porto bien entonces seré feliz”). Su primer imperativo categórico es OBRA DE TAL MANERA QUE LA MAXIMA DE TU ACCION PUEDA CONVERTIRSE EN LEY UNIVERSAL. Si cumplimos esta ley es por ella misma y no por el resultado que obtendríamos al hacerlo… Kant decía que si el objetivo último del hombre fuera el ser feliz, muy mal habría hecho la naturaleza en otorgarle razón, ya que –a tal fin- hubiera sido más práctico exacerbar sus instintos, cuya satisfacción total identifica el hombre corriente como equivalente a la felicidad.. Es la buena voluntad lo único que tiene valor moral, es decir: la voluntad guiada por la recta razón.

Kant y Aristóteles, ambos separados por más de dos milenios, ambos con dos perspectivas teóricas y prácticas completamente diferentes sobre la vida, los dioses, la creación, la naturaleza… sin embargo, los dos pendientes de ver en el hombre su trascendental diferencia con el resto de los seres: su razón, como aquella cualidad que nos permitirá realizar nuestra existencia de modo acabado.

Y, ¿dónde dejamos nuestra razón los seres humanos del tercer milenio? ¿qué lugar le cabe a ella a la hora de tomar decisiones y de asumir nuestras responsabilidades? Nos estamos convirtiendo en seres viscerales, en consumistas empedernidos que permiten que las pasiones -o inclinaciones- se satisfagan desmesuradamente en pos de una felicidad que no llega nunca.

No es que no usemos nuestra razón, es que en lugar de utilizarla para guiar la voluntad, la empleamos para crear justificaciones racionales a nuestros apetitos irracionales. Con Freud podríamos decir que nuestra razón –conciente- nos brinda tan solo la excusa racional para llevar a cabo nuestros actos irracionales –inconcientes-, y cuando no se hallan siquiera pretextos, la dejamos de lado con un simple: “y, bueh… soy así”, como si acaso fuéramos más animales que humanos.

Ningún genuino filósofo, sea cual fuera su época, renegó jamás de la existencia de estos dos aspectos del alma del hombre… pudo haber quien lo llamara alma, espíritu o mente, pero siempre se colocó al humano al borde del abismo que separa al ser trascendente del animal humano, y siempre se le reconoció su autoridad para decidir interiormente qué caminos seguir en su vida, a qué leyes someterse y a cuales no.

Si no nos reconocemos como seres interna e intimamente libres para deliberar y optar, y no asumimos nuestras responsabilidades por lo hecho y lo no hecho, por lo dicho y lo no dicho, viviremos si, pero no viviremos bien. Solo seremos espejismos de personas que fueron y vinieron por nuestra vida, trazos de identificaciones andantes con aspecto homínido, entes que vagan por la penumbra existencial del “yo no quería”, “él o ella mi hizo hacer o decir” tal o cual cosa, “no pude decir o hacer … porque…”; “no me pude resistir porque …”; “la culpa es de…”; “¿cómo le iba a decir que no?”, etc etc etc.

Cuando nos sabemos y comprendemos como seres autónomos, podremos no acceder a LA VERDAD, pero habremos llegado -de algún modo- a una o varias verdades existenciales que serán intimamente nuestras. Ellas nos permitirán avanzar, evolucionar, hacia una genuina existencia personal única e irrepetible, la que será pasible, no obstante, de ser perfeccionada y pulida en pos de llegar a ser cada vez mejores.

Este hombre perfectible, pero que está en la senda de la perfección, es el que es “la medida de todas las cosas”; es el hombre que se mide a sí mismo poniendo la razón incorrupta a su servicio. Es el ser humano que -conociendo sus propias inclinaciones- las somete a su razón, el que se enaltece a sí mismo día a día, acto a acto.

Solo el hombre íntegro y racional puede afirmarse libre, porque sólo a él le asiste la posibilidad de elegir -de optar- ante las distintas circunstancias de la vida… mientras que las personas que siguen programadas solo vivirán una “ilusión de alternativas”.

Aquí es donde cobra plena vigencia aquella milenaria inscripción del portal del oráculo de Delphos, mentora directa de toda la filosofía socrática, y de todas las vertientes sobrevinientes: “CONÓCETE A TÍ MISMO”.

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¿QUIÉN ESTÁ QUERIENDO LO QUE QUIERO?

Si bien todos sabemos que es una ficción, que “31 de diciembre” y “1 de enero” no son sino días… tan días como cualquiera otros… aún así, cada vez que el calendario nos los señalan pareciéramos colocarnos simbólicamente en situación de tener que hacer una suerte de balance del ciclo que se fue, e ir decidiendo qué cambiará o qué seguirá igual -de y desde nosotros- en el nuevo período que se inicia.

Lo cierto es que año a año podemos reconfirmarnos y ratificar que hemos nacido, que nos hemos criado dentro del seno de una familia, -la mayoría- que hemos asistido a clases educativas desde pequeños hasta jóvenes –o incluso- adultos, que unos hemos optado por ser profesionales, otros por proseguir las actividades comerciales de nuestros progenitores, o bien por emprender o desarrollar empresas propias o ajenas… y -en todo este ínterin- podemos decirnos que hemos sido “niños buenos” que van a misa o reuniones de culto, asisten al confesionario con regularidad e –incluso- comulgan a diario, o bien que hemos elegido dejar de lado los “hábitos religiosos” porque –sencillamente- cesaron las imposiciones educativas y/o familiares y/o sociales de hacerlo, o porque con la experiencia y el paso de los años hemos dado por concluida la etapa –o llenado el cupo- de las celebraciones rituales o porque algún desencuentro de opiniones o criterios con algún portador autorizado de sotana -o de cuellito plástico blanco- nos decepcionó o nos desilusionó, así fuera hablando de los misterios de la fe o del fútbol del domingo…

Sin embargo, tal vez a pesar o bien como consecuencia de tanto conocimiento, conceptos y programaciones adquiridos… en algún lugar entre el “hago lo que quiero” y el “hago lo que se espera de mi”, se nos pasó por alto formularnos la pregunta más importante que un ser humano se puede hacer: ¿quién soy?, ya que sin resolverla no es posible saber siquiera quién está queriendo lo que quiero…

Esta no es una posibilidad, no es un eventual interrogante que se nos presentará o no conforme nos acaezca un hecho vital traumático o lamentable, este es el único cuestionamiento que da realmente sentido a la existencia, esta –por así decirlo- es: LA PREGUNTA, y –salvo mejor opinión del lector- tenemos tan solo una vida para encontrarle respuesta. Caso contrario nos pasarán los años hasta que un día dejen –simplemente- de pasar, y no habremos experimentado –o al menos vislumbrado- nuestra potencial plenitud existencial.

El gran problema es que como buenos holgazanes que somos, solemos suponer que una o más “tentativas de respuesta” pueden constituir una verdad, y que estas son –entonces- suficientes para aplacar el grito desesperado de nuestro ser… no obstante él continuará insistiéndonos cada mañana y cada noche, cada vez que nos paremos ante un espejo… ¿quién está parado ahí adelante?

Es pues en cada situación en la cual nos sentimos fracasados, tanto como al experimentar el hastío, el cansancio o el aburrimiento extremos de la rutina, o –aún- al cumplirse nuestros deseos más anhelados; cuando se nos presenta más fuertemente la duda del porqué o para qué de todo esto, de la vida, de lo que hacemos con ella… y ensayamos por respuestas: que “por nuestros hijos”, que “por nuestras parejas”, que “por nuestros padres o familia”, “por un mejor pasar”, “por el poder”, “por el dinero mismo”… e intentamos, una vez más, auto convencernos de que “algo” fuera de nosotros mismos tiene entidad suficiente para otorgar sentido a nuestro ser.

Los humanos significamos la totalidad de aquello que nos ocurre; lo clasificamos todo, lo nominamos todo, y necesitamos hacerlo precisamente porque -sin este mecanismo- las cosas estarían fuera de nuestro alcance, cometiendo el “delincuencial” acto de ser-sin-nosotros. Permitir que “algo” externo a nosotros nos signifique, nos de una razón de ser o nos facilite el otorgarle sentido a la vida, no es otra cosa que reconocer que nosotros dominamos a ese “algo” a través del haberlo integrado previamente a nuestro regular sistema de etiquetamiento… pero nada de esto es verdad… no es más que una nueva ilusión, montada sobre las anteriores… otra presunta respuesta que nos permitirá continuar -por un rato más- con el sueño en el que estamos inmersos.

El ir al encuentro de una auténtica respuesta, supone -en sí mismo- un despertar que no tiene correlato en un quehacer específico, ni en una religión determinada… que no se ata a nada, ni a nadie, ni siquiera a una lógica determinada porque no es una acción intelectual sino espiritual… es una búsqueda interior que pujará -al fin y al cabo- por que lleguemos a tomar contacto con nuestro SER ESENCIAL.

Pero la respuesta es personal y vivencial, no hay recetas, no la hallaremos en un libro, ni nos servirá lo que nadie nos proponga al respecto; sólo hay un modo para que ella venga a nosotros: INICIAR NUESTRO CAMINO, preguntándonos sincera, profunda y libremente: ¿QUIÉN SOY?

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SOLUCIÓN: LA ESPERANZA

Nadie puede asegurar el resultado de un pleito, sobre todo cuando el mismo se somete a la intervención de terceros ajenos al conflicto originario, y más aun si quien va a decidir en definitiva es un representante del Poder Judicial del Estado (que difícilmente llegará a conocer siquiera a los protagonistas reales, ni la historia real y acabada del problema).

Normalmente dos o más personas entran en disputa y, si no pueden encontrar una pronta solución que satisfaga a ambos por igual, concurren al respectivo asesor legal para que les diga qué les conviene hacer.

Ahora bien –tal como lo hemos tratado en artículos anteriores-, la mayoría de los abogados vamos a ver el problema que se nos plantee con las anteojeras propias de los profesionales del derecho, esto es: no vamos a fijarnos en la persona íntegra de nuestro cliente, sino que objetivaremos el aspecto legal de la consulta y aconsejaremos los pasos legales a seguir para llegar a buen puerto… claro que ese “buen puerto” -las más de las veces- es un lugar relativo… es lo que el abogado cree que es, que -generalmente- coincide con “ganar el juicio”, o “pagar lo menos posible”, o “purgar la menor pena”…

Sin embargo, habría que ahondar también en qué pasa con la persona del cliente ante la existencia o posibilidad de un juicio, porque hay que ver que así como se habla muy seguido de la solidaridad, la gauchada y el don de gentes de los argentinos; a la hora de pleitear hay seres que tienen tal hostilidad y tal deseo de reventar a la parte contraria que parecen querer ocupar -sin disgusto alguno- el puesto de alguno de los jinetes del Apocalipsis para ese otro… que quieren ser los portadores de las malas nuevas para quienes antes eran su cónyuge, su vecino, su inquilino, su deudor, su hermano, su madre o su fiador. Estos son los clientes que con mayor frecuencia al llegar la sentencia le dirán a su abogado cosas tales como: “mire… yo gané el juicio y el otro es el condenado a pagar así que cóbrele al que perdió, al que no tenía razón. Ese es el que le debe los honorarios” y si el resultado fue inverso le dirá: “¿encima que Ud. me perdió el juicio me quiere cobrar?”.

También hay quienes se paralizan ante cualquier cuestión que tenga abogados de por medio, y dejan de lado la defensa de sus derechos como si huir o ignorar las requisitorias hiciera que el mundo se paralizara detrás de ellos… el problema de estas personas es que suelen llegar al despacho demasiado tarde, con expedientes en rebeldía, sentencias ya dictadas en su contra, o remate de sus casas con fecha para pasado mañana.

Hay también una subespecie de cliente que parece querer recibirse de abogado mientras que uno realiza gestiones para él; entonces preguntará por qué se puso la coma aquí o allá, o presume que uno es un ave de presa porque previó alguna circunstancia que a él no se le había pasado siquiera por la cabeza, o –incluso- le adjudica algún saber de orden cuasi mágico al profesional en orden al tipo de cuestiones que cree que están a su alcance responder o solucionar: un día le mostrará radiografías o un bulto en el pecho y le preguntará si es o no una mala praxis de su médico, o le dirá que tiene humedad en la casa y que si ella es culpa de su vecino o no (sin darle –obviamente- una sola precisión sobre el origen de la misma), etc, etc.. Estos son los clientes que más tarde o más temprano comienzan a concurrir a la consulta al solo efecto de que uno les de la razón… vendrán –cuando se les acabe el material propio- con consultas de vecinos o familiares y utilizarán el remanido: “yo le dije que hiciera tal cosa… es lo que tenía que hacer ¿no?” o “…porque tal cosa no es legal ¿verdad?...” o “Ud. tiene que hacer un amparo…”, o –lo que es peor- comenzarán a opinar y pretenderán esbozar peticiones judiciales sobre cuestiones de oportunidad procesal y tecnicismos legales. Son –sin más- los clientes que cambiarán mucho de abogado, porque “el anterior no sabía hacer las cosas”.

Por último, y no hay que dejar de señalarlo, está la gente normal; aquella que tal como va al médico cuando tiene un síntoma anómalo, concurrirá a su asesor legal cuando tiene dudas y consultas jurídicas por resolver, o cuando recibe una carta documento o intimación… estos son quienes –generalmente- resuelven de modo más efectivo y eficiente sus problemas jurídicos, porque no los quieren ni los buscan, pero están debidamente asesorados sobre sus derechos y deberes, y actúan en consecuencia.

Pero ¿cuál es el grado real de confianza de las personas respecto del aparato judicial?, pues estamos llenos de juicios, casi diría que el Poder Judicial está colapsado por el caudal de disputas que se le someten, y –sin embargo- nadie parece advertir que en el 99% de los casos, de las dos partes de un pleito que se ha judicializado, una de ellas ganará mientras que la otra perderá… razón por la cual uno -como parte- debe aceptar al someterse a él que cuando el sistema judicial funciona mal deja insatisfechas a ambas partes o a la parte que se ajustó más a derecho, pero cuando funciona bien –aún así- dejará insatisfechos –por lo menos- a un 50% de las partes en litigio.

Vale decir que la justicia es el negocio en el que el cliente -al menos- un 50% de las veces NO TIENE LA RAZON, y, al no comprenderse acabadamente esta realidad sucede que cuando alguien afirma –o vocifera en los medios de comunicación- que “NO HAY JUSTICIA”, ello será fácilmente ratificado y apoyado por lo menos por un 50% de aquellos que alguna vez acudieron a ella.

Así pues, cuando no se tiene bien en claro que el “dar a cada quien lo suyo” que es lo que el término “justicia” implica, no es ni tan perfecto, ni tan ideal en la práctica mundana, nos hallamos con que el que quería reventar al otro porque él tenía la razón, es frecuentemente aplastado por su propio deseo de acudir a un juez a confirmar esa razón, y encontrarse –de repente- con que en el primer año de juicio no pudo siquiera notificarse a la contraria de la existencia de la demanda, o en el segundo año no pudo dejar más de cinco escritos porque hubo paros del poder judicial o de los registros a los cuales se les pidieron informes, etc…y para cuando el juez le termine por dar la razón –si se la da- puede que la contraparte ya no sea solvente, no se la encuentre o haya muerto… No es infrecuente –al menos en la práctica judicial de nuestro país- que los abogados le digamos a un cliente que la sentencia que tanto esperó le servirá muy bien para hacer un lindo cuadrito y guardarlo donde bien le quepa.

Hay una prueba científica en la cual se ha demostrado que si uno coloca una rata en un balde de agua en el que no hace pie, ni del que puede salir, y se la deja nadando allí hasta que cese el movimiento y se deje ahogar... si en ese momento uno la saca antes de que muera, esa rata le ganará en resistencia temporal a cualquier otra que se le someta a la misma prueba por primera vez. ¿Sabe por qué? Porque la que ya tuvo la experiencia antes, tiene la esperanza de que un acontecimiento salvador ajeno a ella misma ocurra, mientras que la otra a medida que percibe que no puede salir por las suyas -al cansarse lo suficiente- se dejará morir.

¿A qué viene el cuento? Viene en tres sentidos distintos pero complementarios. En un aspecto podemos decir que hay que hacer todo de uno para sobrevivir; sobreponerse a las propias debilidades aún cuando no se vea la salida a una situación conflictiva y seguir intentando salir de ella, buscar la solución . La segunda es que no dejemos de tener esperanza, de recordar que la solución buscada puede venir de afuera; que puede no depender de nosotros -o de lo que hagamos- salir, sino que ello puede ser fruto del aporte generoso de un tercero o –incluso- de algo tan providencial e impensado como que una “mano mágica” descienda de los cielos y nos saque justo cuando no dábamos más.

En tercer lugar esta experiencia de laboratorio nos puede decir que como humanos siempre podemos ser nosotros la “mano salvadora” de nuestros congéneres, y en esto quiero detenerme: cuando hay una situación conflictiva -entre dos o más personas- depende inicialmente de ellas tensionarla o agravarla para que se termine llegando a un juicio o litigio mayor, o aliviarla y distenderla para que se pueda encontrar entre ambas la solución, también cuando la vemos de afuera podemos ayudar a poner paños frios o echar leña al fuego; cuan fácil se resolverían los conflictos -tantas veces- si hubiera una mínima voluntad de tendernos unos a otros esa mano vencedora de la buena voluntad… si en lugar de una carta documento comenzáramos hablando de buen grado con aquel que creemos nos está vulnerando un derecho, si en lugar de solo exigir pensáramos qué le podemos dar a ese otro para hacer más fácil o mejor su existencia, si cuando vemos al contrario nos vemos un poco más reflejados en él cuantas veces lo veríamos nadando ya casi sin fuerzas… y cómo nacería en nosotros esa voz alentándonos a sacarlo de una vez de su balde.

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CACHORRO DE HOMBRE

Uno de los tantísimos supuestos que nos han inculcado desde pequeños es aquel que dice que “el individuo es la partícula más pequeña en la que se puede dividir la sociedad”… lo cierto es que esto parece –en principio- apoyado por el sentido común y por el propio denominador de “individuo” como “indiviso” (o sea aquel que ya no puede seguir dividiéndose).

Sin embargo, esto que parece ser un saber necesario se relativiza profundamente cuando intentamos pensar en la existencia de un ser humano, sin comunidad que lo rodee. El hombre es un ser social, y a tal punto lo es que sin lo social –probablemente- no es hombre.

Los sociólogos han llamado “homo ferus” a los casos de hombres hallados en estado cuasi silvestre o salvaje, no obstante lo cierto es que -aun en circunstancias tan extremas- si bien pudieron haber sido perdidos en selvas o abandonados en bosques desde pequeños, ya llevaban consigo una matriz o semilla de la comunidad en tanto dependieron necesariamente de otros seres humanos en sus momentos vitales iniciales. No hay que desconocer, tampoco, que el intento de socialización tardía llevado adelante a fin de “ayudar” a estos seres, llevó en todos los casos al inexorable fracaso y/o a su muerte.

Es imposible que el “cachorro humano” se valga por sí mismo; y tan lógico como parece ser el que somos la partícula más pequeña de la sociedad, parece serlo el hecho de que para haber uno, siempre y necesariamente debe haber habido antes otros dos (padre-madre), de modo que la unidad social parece convertirse –a poco que se piensa- de uno a dos (ya que recién allí nace la posibilidad del gestación de lo social: la potencia de llegar a ser tres y luego más).

Si a la cuestión numérica le sumamos el hecho de que la comunidad culturiza, moldea, otorga lenguaje, significados y fuentes de sentido de la vida, resulta evidente que solo habrá un individuo si hay un “yo”, y solo habrá un “yo” si hay una sociedad que reconozca allí –en él- a un sujeto. Uno no nace con un “yo” o siendo un “yo”, y –de hecho- es impensable un “yo” sin un “tu”, siendo –una vez constituidos estos- el siguiente paso categorial razonable el que se acabe por juntarlos a ambos en un “nosotros”.

No solo Aristóteles, sino varios pensadores modernos han llegado a la conclusión de que la ciudad es anterior al ciudadano, o el Estado anterior a los individuos que lo componen. Los fundamentos varían. Entre los más corrientes, se dice que de lo mejor y más completo (la ciudad-estado) surgirá lo parcial e incompleto (el ciudadano), o bien que el hombre crea la sociedad con otros hombres, y luego las generaciones venideras irán olvidando que esta fue alguna vez instituida para pasar a ser generados y moldeados por y dentro de ella, de modo que el sujeto es reconocido en cuanto tal ya no por otros hombres/individuos sino por la institución/sociedad, y por ello ese “yo” es social, y ese sujeto no podrá dejar de ser social sin dejar de ser él mismo.

Todas estas elucubraciones no son hechas en el ánimo de hacerle “pasar el rato” al lector, ni –mucho menos- con la idea de que me encuentre complejo de más y me obsequie algún desagradable improperio por lo rebuscado de la temática elegida para el artículo de este mes. La verdad es que los párrafos anteriores son consideraciones necesarias si uno quiere pensar acabadamente acerca del individualismo moderno, del papel del Estado, de las multinacionales, del egoísmo del paradigma liberal, del fracaso de los distintos sistemas políticos, de los hombres-bomba, de los pilotos suicidas japoneses, en general de todos los actos de heroísmo que involucran el conocimiento previo del protagonista de que morirá al realizarlos, etc., etc., no obstante hoy lo he traído a colación como prefacio para comenzar el análisis de una cuestión mucho más trascendente: la programación social.

Mucho hablamos acerca de nuestra programación. Nos hemos referido en varios artículos a cómo nuestra familia, nuestros hermanos, el núcleo próximo, etc, han afectado y afectan nuestras formas de ver la vida, de pensar y de actuar. Sin embargo, es hora de ir comprendiendo que existe una programación cultural-social que excede en mucho todos aquellos aspectos mucho más visibles y mucho más superficiales a los que hicimos –recién- referencia.

La programación social es la que no solo nos instituirá como hombres y mujeres al reconocernos como sujetos, sino que nos hará -sin darnos decisión alguna- sentirnos dentro de una sociedad a la que nos forzará a ver como precedente, y que tiene el derecho de imponerse a nuestra libertad y a instarnos a perpetuarla. En otras palabras sentirnos quienes somos, involucra reconocernos en una sociedad que nos gobierna (a través de un Estado, de leyes, de valores sociales y culturales, etc.).

Como siempre lo crucial cuando “perseguimos” la desprogramación, no es la oposición -a lo que vamos descubriendo- la ruta más realista para lograrla, sino el simple hecho de ir corriendo o quitando los velos… la sola observación conciente de los fenómenos que ocurren en nosotros y que nos guían ya es por sí desprogramadora.

Pero para saber a qué nos estamos refiriendo debemos tener presente que cada palabra que usamos, cada signo, cada representación, cada vez que me pienso a mi mismo o a otro, cada vez que hago un juicio de valor sobre algo o sobre alguien, lo que considero bueno y malo, lo que visto, lo que como, lo que opino, cada vez que miro, reconozco y menciono cualquier cosa, estoy en condiciones de percibir la programación que subyace a esas acciones y que tiene su origen en la sociedad… tal vez ella cese de modo total al llegar al silenciamiento completo, al absoluto olvido de nuestra subjetividad, tal vez al llegar la muerte…

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NI PROHOMBRES, NI VILLANOS... LA CUESTIÓN DE LOS ROLES

Es curioso como la despersonalización y el individualismo que se apoderaron de la mayor parte del siglo pasado y que arrancan aún dominantes en este que recién se inicia, han ocasionado una especie de escisión en nuestras personalidades, convirtiéndolas en funcionalidades… así, los roles se han venido delineando por objetivos o por aptitudes o calidades, y se ha solapado el “juicio al hombre” a través del juicio sobre el cumplimiento o adecuación de ese hombre al rol.

Los occidentales no buscamos la tarea para el hombre sino al hombre para la tarea, y esta ha sido innegablemente una de las claves del “éxito” económico de las grandes empresas norteamericanas –hoy pan o multinacionales- y de sus respectivos Departamentos de Recursos Humanos (quienes tal vez nunca vayan a reconocer o asumir la conexidad existente entre estas prácticas de selección en las que a los que quedan por fuera se les niega prácticamente todo valor, llegando casi a desconocérsele su mismísima existencia a un nivel tan profundo que no son extraños los casos de depresión mayor, suicidio o los intentos por afirmarse por medio de la adquisición de notoriedad así sean subiéndose a una azotea para dispararle a desconocidos).

Creo que todos buscamos de alguna manera volver a una instancia anterior en la que lo primero fuera el hombre, el ser humano, y luego –en un lugar de segundo o tercer orden- el rol que en un momento dado tiene –por suerte o desgracia- que desempeñar, porque para todos –TODOS- la permanencia –la inmutabilidad- del rol implica falta de libertad. De más está decir que la falta de libertad siempre revela algún nivel de esclavitud. No hay que perder de vista que -casi a nivel planetario- hacia principios del siglo XIX la esclavitud dejó de ser una condición social en la que el esclavo se reconoce a sí mismo como tal, para pasar a estar encubierta en una serie de diversas magnitudes que van de la falta de cobertura social que deberían proveer los Estados,.a la falta de trabajo que deberían proveer las empresas e industrias, conformando un cóctel explosivo en el cual el que no tiene trabajo debe pelear por conseguir cualquier cosa aunque lo exploten, y el que ya trabaja debe aceptar condiciones indignas, inseguras o mal pagas con tal de no perder su puesto; pero también hay que advertir que aún aquellos que tienen un gran ingreso y empleos o profesiones estables o liberales, son esclavos –muchas veces inconcientes- del tener que mantener un determinado status, obtener o mantener un determinado nivel de ganancias.

En nuestro mundo interno somos personas, nos hacemos un lugar para sentir afectos hacia otras personas, sentimos a veces la inclinación a pensar filosóficamente sobre la vida, sobre aquello que nos ocurrió en el pasado u hoy mismo, etc…. sin embargo, en el mundo exterior somos jefes contra empleados, empleados contra jefes, padres contra hijos e hijos contra padres, esposas contra maridos y maridos contra esposas, hermanos contra hermanos, viviendo situaciones y conflictos las más de las veces imaginarios, ya que solo brotan de la falta de similitud entre lo que la persona real es y lo que en nuestra mente “debería ser” aquel que cumpla un determinado rol… ¿qué más imaginario que esto?.

No hay un solo modelo posible de jefe, empleado, padre, hijo o hermano, sino que cada uno tiene el suyo… aprendido y re-creado por la propia experiencia, en el seno familiar o de vínculos cercanos. En nuestra imaginación se juegan los propios deseos, anhelos y expectativas, como también los temores, los resentimientos trasladados de la intimidad y la familia próxima, hacia el círculo extenso… cada uno se pone en evidencia al intentar “llenar el rol”… pues lo que falta llenar es lo que no hay en la persona.

Tal vez quien busca encajar a toda costa en un rol está tan mal encaminado como aquel que parece encarnarlo por completo, porque uno tiene toda su mente en lograr ser aquello que sabe que no es, y el otro corre el riesgo de creer que llegó, y que él es ese rol… a este, cuando le llegue el retiro, el divorcio o la muerte de sus seres queridos, puede que sienta que ya es demasiado tarde para recién “darse cuenta” que toda su vida adulta la pasó creyendo ser alguien (algo) que no era… y se encuentre con un tremendo desconocido mirándolo de frente en el espejo.

La familia, la ley, la economía, el mercado, son realidades cuyas concepciones básicas la mayoría compartimos, como el hecho de que una empresa que produzca bienes o servicios debe -para subsistir- generar ganancias o -al menos- cubrir íntegramente sus costos. Sin embargo, lo que hacemos con estas realidades es intentar apropiárnoslas convirtiéndolas en algo que debe ser leído conforme una sola visión o un solo criterio y allí es donde el “rol” comienza a tomar su fuerza devastadora.

Hay casos bastante arquetípicos de los roles con los que las personas se identifican y que les generan comportamientos que suelen pasarles inadvertidos a pesar de ser violentamente distantes de la forma en que habitual y naturalmente lo harían. Algunos de estos podrían ser a título meramente ejemplificativo:

“Somos hermanos. Nuestros padres murieron. Mi hermano los cuidó y se encargó de ellos toda la vida, yo me abrí porque siempre me llevé mal o porque no me gusta lidiar con la vejez o la enfermedad, pero LA LEY me da el derecho a la mitad de los bienes de nuestros padres… es él el que está mal al no querer compartirlos y la ley –que está por encima de nosotros- la que dice lo que está bien… tengo derecho a pelear con mi hermano por esta causa…”. Entonces un hermano dejará que la ley le indique el rol que debe jugar, mientras el otro se guiará por el papel que le indiquen seguir las normas morales que son las que lo favorecen, entonces irá por ahí defenestrando al hermano villano que no solo no se encargó de los padres en vida sino que ahora lo quiere desalojar a él de “la casita de los viejos”.

“Soy empleado, tengo que parecerle responsable al jefe, tiene que parecer que me agrada, tengo que hacerle creer siempre que pienso que está en lo correcto aunque intimamente puedo darle con un caño o hablar mal de él siempre que no esté o que no llegue a sus oídos. El otro día se rompió un cajón y nos echó la culpa a nosotros, a partir de ahora los bienes de la empresa son del enemigo, del que no me paga lo que valgo, del que siento que me trata como a un empleado y me echa la culpa de cosas que no hago… si las cosas se rompen cuando aprieto de más ¡qué lástima!... si puedo llamar por teléfono larga distancia a su costo ¡qué alegría!... He aprendido de mi padre que ser honesto. leal y trabajador no va a ser reconocido por nadie, así que éste –haga lo que haga- no me va a hacer creer que me respeta como ser humano o que me quiere como persona…”o “Soy el dueño. Todos quieren sacarme algo sin trabajar para obtenerlo o trabajando lo menos posible, cuando trabajan bien creen que la ganancia es para ellos en lugar de mia, por ser yo el que les paga el sueldo y asume el riesgo empresario… ¿Qué pasa cuando no hay ganancia? Nunca vienen a decirme este mes no hubo ganancia así que no nos pague; pero eso sí, cuando el negocio va bien todos se quejan porque ganan poco y que no les alcanza. Todo en el negocio se rompe con más frecuencia que en mi casa, y eso es porque nadie cuida nada. Siempre me ven como el enemigo, siempre soy juzgado como el explotador; pero en las malas estoy solo, cada uno se va para su lado. Cuando alguno de los muchachos no trabaja o me miente para no responsabilizarse de sus errores, los otros lo cubren, son caritativos con mi dinero, porque soy yo el que a fin de mes tiene que pagarle. Cuando hay más ganancias reparto poco o nada, y me quedo con mucho, ¡que sepan quien es el jefe! Cuando hay pocas ganancias estoy legitimado para echar gente sin sentirme culpable, porque tengo LA EXCUSA, aunque tenga el dinero para soportar hasta que vengan tiempos mejores”. Gato y ratón. Jugarán los roles de jefe y de empleado, y todo lo que ocurra entre ellos será usado servicio y para confirmar sus respectivas teorías sobre el otro. Roles fijados como estos llevaron a inmensa cantidad de quiebras reales y fraudulentas durante el década del ’90, en las que en lugar de buscar soluciones conjuntamente para luchar contra las importaciones y políticas nefastas o nulas de incentivo a la industria nacional, se daba entre patrones y empleados en términos de vaciamiento del capital versus la industria del juicio laboral.

“Mi esposa no es la misma, antes cocinaba, hacía las compras, se cuidaba el cuerpo, desde que llegaron los chicos yo pasé a un segundo plano, soy el que tiene la obligación de mantener todo así tenga que vivir trabajando, así no me guste mi trabajo o me sienta a disgusto en el. Si no puedo ir a la fiesta de la escuela soy un mal padre, si no tengo ánimo de ser el castigador de los chicos cuando llego a casa soy mal padre. Si sugiero algo de intimidad es porque -de seguro- vengo incentivado respecto de alguien del trabajo, si no lo hago es porque estoy desinteresado de mi esposa porque -de seguro- hay algún otro interés. Cuando pido ayuda soy débil, o poco hombre, cuando no la pido soy un sexista o machista.” o “Mi marido no me mira como antes, voy a revolver entre sus cosas para ver si puedo encontrar la causa de su inconducta. Hay alguien más, eso es muy posible, si descubro que es cierto no se si lo confrontaré, puede que no pueda tolerarlo o tal vez si, mamá siempre debe haber sabido de los deslices de papá y pudo vivir con ello sin hacer escándalo. Deberé resolver cómo voy a hacer para exigirle que siga manteniéndome a mi y a los chicos si se va de casa, tendría que ver a un abogado para que me asesore, porque conseguir trabajo yo, dificil. Bueno, tal vez no haya nadie más, pero es que es tan hermético, se maneja solo no cuenta nada del trabajo, de la vida que lleva afuera de casa, muchas veces ni siquiera muestra interés en lo que le cuento que hicieron sus hijos en el día, ni las macanas que se mandaron” Los roles intramuros son muy frecuentemente estáticos porque cualquier paso en falso puede hacer sucumbir una familia entera, sin embargo hay que evaluar que la alternativa es seguir con una esclavitud parodiada, a la que le dan el equivocado nombre de rutina.

Los roles, los objetivos y metas, el apuntar a fines, son cuestiones que no son sencillas de dejar atrás o renunciar, y muchas veces son útiles desde el punto de vista del resultado práctico perseguido. En nuestro esquema de sociedad, en nuestra cultura, la vida cotidiana nos incita a conformarnos y adecuarnos a determinados roles. Sería aconsejable -por lo menos- ir ganando una conciencia cada vez más clara de cual es la verdadera naturaleza imaginaria de los roles, sin olvidar que –a pesar de ella- sus implicancias sobre la realidad pueden ser devastadoramente graves (no nos olvidemos que el de verdugo también es un simple rol).

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¿PARA QUÉ VIVÍS?: LA PREGUNTA TRAMPOSA.

Semana tras semana, invitado tras invitado, todos -tarde o temprano- caen en las redes del locutor del programa de radio que lleva el mismo nombre que este periódico, y que les pregunta indefectiblemente: “¿Para qué vivís?”

Es a veces cómico y a veces trágico, percibir como toda una personalidad sólida y respetable que hasta hacía un instante conversaba cómoda y holgadamente acerca de sus actividades, ora curriculares, ora artísticas o laborales, sucumbe y se convierte en una suerte de tímidos balbuceos que transitan el intento por justificarse a través de ellas, adjudicándoles –generalmente- una repentina y forzada trascendencia… Entonces ya no enseñan, actúan o trabajan porque les gusta, lo hacen bien y les permite vivir de ello, sino que lo hacen por el estímulo espiritual que les otorga el hecho de llevar al acto el respectivo impulso vocacional que los realiza como seres humanos.

Sin embargo, enseñar, crear hechos artísticos o ayudar a mejorar la salud o desarrollar una actividad y relaciones sanas y saludables en el medio laboral, son formas de desplegar la vida del todo fabulosas sin tener necesidad alguna de agregarle contenidos fantaseados que las “divinicen” al aparente gusto del entrevistador.

El secreto pasa por no avergonzarse por no tener una respuesta para una pregunta de apariencia tan sencilla, y por darse cuenta que la pregunta es una trampa. El “para qué” de algo remite a un sentido, a un motivo, a un objetivo, y uno no vive -o no debería vivir- en términos de un “para algo” (así ese algo sea intitulado: “Dios”), uno vive mucho antes de significar la vida, ergo el vivir es previo e independiente de algo que se llame “sentido de vivir”.

Si digo que “vivo para Dios”, estoy poniendo mi existencia en un lugar de dependencia respecto de un presunto tercero al que coloco –al menos en la respuesta- como un ente superior a mi. Ese “Dios” al que refiero será conglomerado de significados culturales dados a la divinidad, solo una nueva forma de disfrazar la falta de respuesta a la pregunta.

El “vivo para Dios” que pudiera responder genuinamente la pregunta es un equivalente al “vivo para mi, para conocerme, para conocer a Dios en mi”, que equivaldría a conocerme -y conocerlo- a través mis actos y en lo atinente al acontecer de mi propia y total existencia.

Cuando uno otorga sentido a algo, lo restringe a esa significación, y si no se diferencia lo real del significado que se le adjudica, se puede llegar al absurdo de negar lo real en pos de reconocerle un sentido determinado. Así ocurre con las presuntas defensas de la vida de quienes propician la pena de muerte, o la decisión de aquellos que como tienen deudas que no pueden pagar se quitan la vida; en casos como estos el significado de la vida se pone por encima de la vida real.

Tener una respuesta fácil y rápida para dar al aire sobre el “¿para qué vivís?” será casi seguro un absurdo, o bien una necedad, o una maniobra preparada deliberadamente destinada a aplacar del modo más gentil posible al simpático -pero entrometido- locutor.

De alguna forma el hecho de que los invitados se desestructuren y rompan el hilo de sus discursos luego de ser inquiridos sobre esto, habla muy bien de ellos: demuestran que no han premeditado una sagaz fuga, sino que han venido de muy buena fe a un programa de radio sin suponer jamás que la pregunta del final iba a ser equivalente a una daga de acero de treinta centímetros, y le iba a ser ensartada justo en medio del pecho, cuando esperaba –en verdad- una cálida despedida.

Uno debe comprender que es posible experimentar la vida sin necesidad alguna de adjudicarle un sentido determinado o -al menos- rígido. De hecho, tal vez es una de los más bellos aspectos del vivir el ir enriqueciéndonos de sentidos de modo permanente, al conocernos a nosotros mismos, y al ir descubriendo –precisamente- que no tenemos necesidad alguna de atarnos a ninguno en particular, que podemos dejar que la vida fluya y se renueve día a día, y esto no es sino el VIVIR PARA VIVIR, de Serrat.

La pregunta “¿Para qué vivís?” es -sin duda- enormemente reveladora; nos enseña –al sernos formulada- lo muy complicados que somos, y cuan inútiles que suelen ser determinados niveles de complejidad cuando uno se enfrenta a las cuestiones más simples.

Bien podría responderse: “Yo no vivo para…”, porque es un hecho que recitar una fórmula determinada para dar por contestada la pregunta sobre “la finalidad de la vida” solo evidencia que uno se refiere a un concepto aprendido culturalmente que forma parte de nuestra programación, y que de ningún modo existe más que en el imaginario de una colectividad determinada en un lugar y momentos dados. Sin embargo, dar una respuesta como esta al aire revelaría, más que la brillantez de una mente analítica una preparación anticipada.

De alguna manera -si lo pensamos bien- no es tan importante tener una respuesta como el hecho de realizarnos a menudo la pregunta. Si no tenemos respuesta será hora de comenzar a buscarla, y si tenemos siempre la misma será hora de buscar enriquecerla.

Debemos intentar no confundir –como le ha sucedido a varios invitados- el “¿para qué vivís?” con “¿qué hacés para vivir?”, una pregunta indica actividad la otra sentido o finalidad. Cuando la respuesta es: “vivo para enseñar o para actuar, etc,” no responden la primera sino la segunda cuestión.

“¿Para qué vivís?” no es sino un remix de la vieja cuestión: “¿qué sentido tiene la vida?”. Esto revela otra trampa en su formulación, ya que para preguntarla debería existir un previo consenso de partes en que la vida posee o debe poseer algún sentido, premisa que el locutor impone con su pregunta al entrevistado, arrojándolo simpáticamente al territorio de las arenas movedizas de su existencia.

Creo que sin estar al aire, sin tener miles de personas escuchando tus balbuceos, sin tener límite de tiempo para encontrar las palabras, ni freno en la extensión de tu explicitación, sería interesante que respondas: ¿para qué vivís?

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ALGO SOBRE “NO FUTBOL”

Cuantas veces nos ocurre que habiendo hecho todo aquello que los demás esperaban de nosotros, o –incluso- todo aquello que nosotros mismos nos habíamos propuesto, tratárase de la realización de una empresa “x”, de concluir algún nivel de estudios, o –simplemente- de alguna meta particular trazada a lo largo de la vida, llegamos a cumplir los objetivos –aún con creces- pero la satisfacción interior no aparece, o solo dura un instante comparado a lo que hubiéramos previsto que sería, en el momento inmediato anterior al logro.

¿Por qué la vida se nos representa tanto más cercana a la insatisfacción que a la satisfacción? ¿Por qué no bien cumplimos algún objetivo se nos representan otros miles aún no cumplimentados?

Parece que siempre volvemos de alguna manera a los sabios griegos… salvo aquellos fines últimos (el bien supremo... la felicidad…) los demás son intermedios, o sea, una vez realizados se convierten en medios para el logro de otros fines.

Así, en materia laboral, cuando no tenemos educación buscamos tenerla y estamos insatisfechos sin ella, y cuando la tenemos queremos un trabajo acorde a nuestra cualificación pues ya no nos satisface aquel que teníamos antes, y cuando lo tenemos queremos mejores condiciones de trabajo, mayor remuneración y reconocimiento por nuestra labor y grado de especialización, y cuando gozamos de un mejor estandar de vida queremos poder desarrollarnos vitalmente en áreas nuevas e inexploradas, y ampliar –así- nuestros dominios.

Lo antedicho, es un compendio de instancias consecutivas y necesarias desde la pura lógica y el sentido común, que coincide –normalmente- con el “paseo” que vamos haciendo a lo largo de las diferentes etapas de la vida, desde la niñez y la adolescencia hasta la vejez. Este “normalmente” tiene por excepción el hecho de que vivimos en una época que resalta la imagen del adolescente como un valor en sí mismo –valor que muchos adultos pretenden reencarnar por medio de dietas, gimnasios y cirugías-, por lo cual es desgraciadamente frecuente que muchos adolescentes y jóvenes se vean inducidos a desvalorizar el aprendizaje y el esfuerzo constante, como medios para producir resultados deseables, porque el aprendizaje se da de patadas con la cultura de la inmediatez, y el esfuerzo con la del logro fácil.

Ahora bien, volviendo a las etapas evolutivas, es bueno y saludable poder ir recorriendo y reconocernos en este tránsito entre el no saber, el ir aprendiendo y el ir dominando algunas áreas de la vida, tanto como lo es el –oportunamente- llegar a comprender -con grado de certeza- que no somos nada de eso, que “eso que necesitamos ser” en algún momento de nuestra existencia -sea por inseguridad, por identificación con alguien más o para paliar la sensación de insatisfacción-, ya no es necesario cuando vamos promediando nuestro ciclo vital…y es más: se convertirá en un obstáculo, y en un peso muerto, si no logramos advertir que toda su virtualidad pertenece a la “vida de superficie”.

Obviamente lo dicho hasta ahora respecto del saber a nivel del trabajo, es absolutamente aplicable a las relaciones sociales interpersonales, a los lazos familiares, a la constitución de pareja, a la paternidad, etc.. Uno siempre tiende al logro del dominio a través del aprendizaje… saber es saber cómo dominar… por eso la filosofía es de los saberes el más intenso, porque –en definitiva- trata del dominio del saber propiamente dicho, ergo: de dominar a aquel que todo lo domina.

De una forma u otra, uno -a través de todo lo que hace y de todo lo que aprende- siempre está tratando de saber qué es la vida.

Pero todos los “saberes del dominio” son saberes de superficie, y nunca nos acercarán a las profundidades, tanto como un corcho podrá ir y venir por el océano, mostrarnos muchos paisajes distintos, pero siempre nos va a estar enseñando un mismo nivel.

Es crucial, entonces, que en nuestra personalísima experiencia vital podamos ir visualizando apropiadamente el camino que vamos haciendo a cada momento, y que -llegado el caso- podamos desenmascarar la apariencia espiritual que tienen algunas actividades (que suelen ser solo una búsqueda evolutivamente normal pero superficial de áreas nuevas e inexploradas).

Dicho de otro modo: si bien la mayor cercanía con el fin de la existencia corpórea crea un marco cada vez más propicio para el hallazgo, para la experiencia trascendente, ni la adultez, ni la vejez, conllevan ninguna garantía de autodescubrimiento espiritual, tanto como ni la niñez, ni la adolescencia, ni la juventud, tienen vedado el que se produzca en su interior el hecho espiritual genuino…

Cuando hay una incoherencia persistente entre lo que se dice, lo que se piensa y lo que se hace, permanentes estados de insatisfacción; cuando tras cada logro se revela la frustración por lo aún no logrado; cuando hay falta de lucidez y claridad en el pensamiento, o cuando el pensamiento en lugar de ser manso y estar al servicio de uno es persecutorio y se convierte en “el dueño de casa”; cuando hay irritación constante o irritabilidad a flor de piel; en fin, cuando no es amor lo que se desprende en cada acto: HEMOS DE SITUARNOS MAS PRÓXIMOS AL CORCHO !

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LA SEGURIDAD: EL TEMA DE RELLENO

Es bastante llamativo como los medios y el gobierno han entrado una vez más en la “supuesta disputa” sobre si la inseguridad es real o solo un tema de fantasía que rellena los espacios en los que radio, televisión o periódicos no tienen nada que decir (o –mejor- nada que asegure raiting o interés general)… y digo una vez más, porque es lo mismo que venían discutiendo antes del Mundial de Fútbol, y -antes de eso- luego de la conmoción por si somos o no “amigos” de la Venezuela Chavista, o después de que se agotó un poco la receptividad popular respecto del tema de las papeleras, o poquito antes de las charadas entre cumbre y contra-cumbre en Mar del Plata… parece que cuando no hay otra cosa de la que hablar se habla de la inseguridad.

Entonces tenemos una prensa que se acuerda de la inseguridad cuando no tiene otra cosa “más importante” de la que hablar, y un gobierno que la acusa de eso mismo, pero ni siquiera se toma el trabajo de efectuar estadísticas serias sobre el mapa del crimen, ni revela estar desarrollando una política criminal seria y a mediano y largo plazo…

En otras palabras: ¿quiénes terminan hablando de cómo solucionar la inseguridad? Los pobres padres y hermanos de los muchachos muertos, que por si tuvieran poco con sus desgracias familiares deben estar pensando en como capitalizar los medios de difusión –cómo dejarse explotar por ellos- para poder -al menos- aprovecharlos para transmitir la desesperación y la impotencia absoluta de saber que sus hijos han sido los corderos sacrificados impune y estúpidamente por una política corrupta que pudo haber evitado no la mayoría sino todos los casos de muerte que se ventilan en los medios.

Dejemos de engañarnos, un loco que saca un arma en Belgrano y mata gente al azar no lo evita el hecho de que haya un policía en la esquina en ese momento, o por lo menos no lo evita en forma suficiente… pero para que al loco le haya llegado legalmente un arma a la mano tienen que haber fallado varios mecanismos.

Si tenemos una legislación que no prohíbe y condena con graves sanciones la sola tenencia de armas de fuego no registradas y de guerra, o que establece que la portación no autorizada es una simple falta contravencional, vamos a sancionar recién a alguien cuando ya hirió o mató! Es así de simple… en su gran mayoría, las desgracias relacionadas con la inseguridad ocurre con armas de fuego, por mal manejo de ellas o excesos por parte de sus propietarios o por inconciencia –causada o incrementada por uso de alcohol o drogas- del delincuente armado. El Estado tiene que estar eficientemente presente desde el momento previo a que se autorice a alguien a poseer un arma de fuego.

Siempre va a haber delincuentes y siempre van a cometer delitos, pero si no hay armas de fuego en la calle cambiará el tipo de delitos y cambiará la modalidad sanguinaria de los mismos. ¡Esto es elemental y obvio! Sin embargo, esto que parece del más elemental sentido común requiere tomar la decisión política de ir en contra de los intereses de uno de los sectores que más poder tiene en el mundo (junto con los carteles de drogas y los laboratorios).

La otra pata imprescindible de esta mesa imaginaria es el sistema judicial: policía, fiscales, instructores y jueces… ellos deben trabajar perfeccionándose en su labor y llevando adelante investigaciones preventivas que impidan que las bandas se formen, crezcan y se consoliden, y que logren que más de un 3% de los delitos se sancionen. El sistema judicial debe sincerarse con los demás poderes y con la ciudadanía, si les falta personal o personal calificado, espacio físico o elementos científico/técnicos necesarios para combatir el crimen deben hacerse escuchar con el mismo entusiasmo y determinación con los que hacen paros cuando quieren ganar más sueldo.

Así como cuando se quiso bajar el robo de autos se fue a los desarmaderos –que causaban el delito al dedicarse a la compraventa de autopartes robadas-, cuando se quieran evitar los homicidios habrá que apuntar a los que le proveen armas al delincuente, a los organismos que proveen autorizaciones de portación y de tenencia, etc.. Claro que para esto las sanciones por tener granadas, bazoocas, ametralladoras, revólveres de todos los calibres no pueden consistir en ponerle una multa a un evidente traficante de la muerte… hay que investigarlos, juntar evidencias y meterlos presos.

Por otro lado debemos recordar más a menudo que “Las cárceles serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo” según reza nuestra Constitución; porque ¿quien se acuerda de un delicuente una vez que lo apresaron? Permitimos como sociedad que los arrojen a un chupadero de pulgas y garrapatas, donde -si tiene suerte- no se contagiarán HIV a pesar de las múltiples violaciones físicas y morales por las que transitarán… y como si fueramos una sociedad esquizofrénica esperamos que cuando salga el reo esté reeducado… ¿cómo no va a pensar que la sociedad es su enemiga?

Lamentablemente los mentecatos de siempre creen que el problema termina con apresarlos e imponerle penas muy altas a todos los delitos, y no dudan en afirmar que el “problema” de la injusticia carcelaria lo podemos postergar para “cuando salga”… no advierten que los delincuentes no vienen de repollos sino que tienen esposas, hijos, hermanos, padres que siguen afuera y que no van a dudar en reprocharle a la sociedad el trato que se le da a su ser querido.

De este tipo de cosas son de las que no se habla ni aún cuando se toca el tema de la inseguridad en los medios, o al menos no se profundizan jamás… porque intentar ayudar a pensar reflexivamente a la sociedad y a evaluar posibles soluciones no efectistas, no debe dar el mismo raiting que poner víctimas ensangrentadas o familias desgarradas desarmándose mientras algún reputado conductor dice cosas como “el que le disparó a tu padre tendría que haber estado preso y un juez lo liberó”.

Si se le pregunta a una víctima si la inseguridad es real o una sensación, se está preguntando una idiotez… la víctima ha sido receptora del 100% de la inseguridad imperante… para ella es obvia y patente la inseguridad, para ella el delincuente no es una entelequia, tiene un rostro palpable, de carne y hueso; sin embargo, lo que no dicen los medios es que ello sería así aunque hubiera sido la única víctima del año en un país con 150 millones de personas.

Por otro lado, un Estado que se defiende con argumentos esquivos en lugar de con estadísticas del crimen, lo único que demuestra es que –evidentemente- el mapa del delito crece.

Cuando se habla de bajar la edad de la imputabilidad o de aplicar mano dura o pena de muerte, en general se está apelando a la irracionalidad de las personas, a la violencia interna que les provoca la impotencia de estar presos en nuestras casas, tras toneladas de rejas, sintiendo que si nuestros hijos tardan mucho, puede que esta vez no vuelvan… los medios son responsables –casi exclusivamente- de instigar en la ciudadanía este temor horrendo y permanente, y el Ejecutivo, los Legisladores y el Poder Judicial son responsables de darle material a los medios a través de su ineficiencia, la ineficacia o inexistencia de políticas de contención, de empleo, de formación, de educación, su imposibilidad de gobernar las calles y que en ellas -y no solo en el Boletín Oficial- estén presentes las leyes.

Finalmente, debo reconocer que hasta hace muy poco no comprendía con qué justificativo se honraba a las víctimas fatales de un acto de violencia callejera o de una asalto. No por falta de empatía con el sufrimiento demostrado por los familiares que -caso a caso- van apareciendo en los diversos programas de actualidad, sino porque no llegaba a inteligir el mérito que pudieron haber tenido por estar en el lugar equivocado en el peor momento… sin embargo, de alguna forma repentina entendí que hay algo muy notable y hasta heroico que tienen en común casi todos estos casos: estas personas -las víctimas- a pesar de todo el bombardeo mediático que atemoriza, a pesar de todas las precauciones que el trajín diario obliga a tener, a pesar de ser jóvenes, adolescentes o adultos… todos ellos se estaban animando a transitar la vía pública libremente, a trabajar, a disfrutar un cumpleaños, a volver a su hogar, todos ellos estaban teniendo el coraje -en fin- de vivir su vida…

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¿MA’ QUÉ CIVILIZACIÓN?, ¡ QUE VIVA LA BARBARIE !

Y los números llegaron, parece que son 33 muertos por día en promedio por accidentes de tránsito. Esto, sumado a lo que veníamos hablando anteriormente sobre la inseguridad, deja chicos los reparos sobre el tema, parece que condenamos a los delincuentes que vienen de zonas pobres y traen revolver, pero no a los que se conducen con un vehículo nuevecito y de buena marca, que tiene hidrógeno o nitrógeno para ir a más de 200 kms por hora en las “picadas” callejeras, o a las empresas de transporte de pasajeros que exigen a sus choferes horarios de salida y llegada a Terminal imposibles de cumplir, o jornadas inhumanas –en especial en media y larga distancia- en las que el sueño y la falta de reflejos evidentes para la tarea que se impone debieran hacernos exaltar el milagro cotidiano en el que se ha convertido el llegar a salvo a destino.

Recuerdo que cuando se habló del plan canje y de la renovación del parque automotor se hablaba de evitar que hubiera vehículos viejos y peligrosos en las calles, porque eran factor de accidentes; Sin duda un vehículo sin luces, a 20km/h en una ruta oscura a las 2 de la mañana es un elemento riesgoso, lo mismo si sus gomas están lisas o sus frenos no funcionan, pero: ¿ALGUIEN PENSO EN MANOS DE QUÉ POBLACIÓN Y CON QUE EDUCACION VIAL SE CAMBIARIAN VEHICULOS QUE NI EN SUEÑOS SUPERARÍAN LOS 120 KM/H POR OTROS QUE A VECES SUPERAN LOS 200KM/H?.

¿No resulta insólito que multen a un programa de televisión por decir una mala palabra pero autoricen que se publicite la virtual apología del delito que constituye el mostrar vehículos que transitan por calles y rutas públicas al doble o más de la velocidad permitida, y que lo incentivan a comprarlo basados precisamente en eso?

Mi particular sensación al respecto es que los argentinos, así como “somos los mejores, pero igual perdemos el partido de fútbol”, somos los “piolas” que elegimos qué normas cumplir y cuales no, y así nos va. Si el que tiene que multar al infractor, le pide cinco pesos debajo del carnet porque justo cuando pasó el semáforo en rojo no mató a nadie, o si la verificación técnica la hace tan solo aquel que es “gil”, porque a nadie se le mirará jamás el parabrisas; si se siguen viendo vehículos con patentes antiguas, en franco estado de deterioro que amenazan de modo evidente la seguridad de todos los que transitamos la vía pública sea como conductores o simples peatones, e –incluso- el propio chofer, y NINGUNA AUTORIDAD HACE NADA AL RESPECTO ¿cómo pretenden evitar que haya más muertos por accidentes de tránsito que por robo o por cancer?.

Es cierto que detrás de todas las cosas, aún de las peores, suele haber beneficiarios; En las guerras los traficantes de armas y algunos oportunistas políticos, los ladrones de catástrofe, etc. Con la droga, los cárteles, los traficantes, vendedores y revendedores, y –claro- los institutos de recuperación, etc.. El tema es que con las muertes del tránsito, uno puede seguir un circuito de beneficiarios, pero lo más posible es que estos –los que se favorecen dando causa u ocasión a los accidentes- lo hacen SIN QUERER, por simple ignorancia, descalificación de quienes les pueden llegar a advertir las consecuencias de sus acciones, imbecilidad e inoperancia.

Si un publicista se basara para vender su producto en el diseño, en la estética, en el confort interior, en la ausencia de ruidos molestos, etc; si un dueño de colectivos comprendiera que aún más lento el servicio sería igual de rentable (o quizá más porque se reducen los reclamos, las indemnizaciones por daños y perjuicios, la tensión de los choferes que los hace más propensos a los accidentes, los daños a los rodados propios, etc.), si el agente de tránsito pensara que no está en su mano decidir si hay que “perdonar” o no al infractor, sino hacer bien su trabajo y si corrobora la infracción infraccionar (dentro de la lógica de las situaciones, y no obedeciendo a algún jefe que -por baja estadística- le imponga infraccionar a todo el mundo); si los organismos que deben controlar, controlan; si se suspende en el registro de conducir al multiple infractor, si se inhabilita judicialmente por plazos ejemplificadores a quienes corren picadas en calles o carreteras públicas (por el solo hecho de hacerlo, no porque ya hayan matado a alguien); por último: si cada uno de nosotros, a conciencia, toma el compromiso indeclinable –y sin excepción- de conducir a velocidades que permitan tener un margen de maniobrabilidad aún ante lo imprevisto, si dejamos de “pegamos” al de adelante, si no ofuscamos con bocinazos al que va a velocidad adecuada; si no planeamos llegar en cinco minutos donde debe llevarnos diez llegar, si comprendemos que hay vidas en riesgo (y muchas veces las de nuestros propios seres más queridos), si nos ponemos el cinturón de seguridad y exigimos a nuestros acompañantes que lo hagan; así SERIA POSIBLE que disminuyéramos ENTRE TODOS esta “pandemia” evitable y voluntaria que nos aqueja EN EL ACTO MISMO DE DECIDIR ASI HACERLO.

Ocurre muchas veces que uno tiene que hacer todo un proceso para desactivar mecanismos automáticos o crear otros nuevos, pues el cerebro automatiza funciones (estos se llama “memoria procedimental”). Lo que uno aprende, a fuerza de repetirlo una y mil veces, se torna en un comportamiento que uno lleva adelante sin concientizarlo acabadamente. Si cuando estoy ante un semáforo en rojo, en lugar de poner en punto muerto, estilo poner primera y tener apretado el embrague para salir no bien aparezca el amarillo o el verde, seguramente no pienso en hacerlo, solo lo hago procedimentalmente. Lo mismo pasa si estoy habitualmente a mitad de la bocacalle cuando llegué a completar el giro de cabeza para terminar de ver a ambos lados, si siempre quedo sobrepasando la línea de cruce peatonal; si cuando veo a cincuenta metros de distancia un peatón que se dispone a cruzar por la esquina hacia la que voy acelero para pasar antes, etc, etc, etc.

Estamos llenos de conductas riesgosas que llevamos adelante de modo automático o semiautomático, de modo que así como cuando aprendimos a manejar nos costaba mirar el camino, escuchar el motor, pensar en qué cambio poner, ver por el retrovisor, etc, ahora tendremos que reevaluar cómo manejamos, qué hacemos bien, qué hacemos mal o de modo riesgoso, etc. y reaprender a hacerlo correctamente.

Por otra parte, debemos tener claro que la conducta social adecuada para cambiar este gravísimo problema no tiene que ver con aprender a manejar mejor más rápido, sino que tiene que ser justamente lo contrario: la prevención de conductas riesgosas. Hay que observarse a uno mismo en actitud de manejo, ver cómo se juega la personalidad en esa situación, ver objetivamente todo lo que hacemos mal e ir aprendiendo a rectificarlo. Hay que observar a todo aquel que nos lleva, sea familiar o amigo; o sea chofer de remís, de taxi o de colectivo; hay que ser capaces de sugerirle -de buena manera y con respeto- sobre lo que está haciendo inadecuadamente; porque se pone en juego él y nos pone en riesgo a todos.

No debemos temerle a la verdad. Sinceremos nuestras incongruencias. Si protestamos porque los criminales entran y salen de la cárcel, porque no hay seguridad, porque los delincuentes cada vez son más jóvenes, desenfrenados por el consumo de drogas y violentos, y –luego- agarramos nuestro “socialmente bien visto” –y tal vez hasta de lujo- vehículo y vamos a 150 km/h en medio de la ciudad, pasamos los semáforos en rojo cuando no vemos al zorro gris, no verificado periódicamente sobre sus condiciones de seguridad, insultamos al que –aún yendo a la máxima velocidad permitida- nos obstaculiza pasarlo con nuestra “máquina”, no nos ponemos el cinturón de seguridad, sentamos a nuestros hijos menores en el asiento delantero; DEBEMOS ADMITIR QUE ESTAMOS SIENDO ENFERMOS Y CRIMINALES MUCHO ANTES DE MATAR A ALGUIEN, POR EL HECHO DE DEJARNOS DOMINAR POR LA ADICCION A LA ADRENALINA QUE NOS GENERA EL PONERNOS -O PONER A LOS DEMAS- AL FILO DE LA MUERTE.

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PRACTICAR LA TOLERANCIA

Generalmente, cuando pensamos en la palabra “tolerancia” nos vienen a la mente una serie de imágenes o recuerdos que tienen que ver con cuestiones raciales, políticas, religiosas o de género; sin embargo, debiéramos poder salirnos del cliché y pensarnos a nosotros mismos en términos de tolerancia, porque ser tolerantes tiene que ver –también- con el grado en que somos capaces de aceptar la diversidad, al otro, al distinto… pero también de lo que de nosotros mismos se nos revela como diferente o desconocido.

El camino del autodescubrimiento nos lleva muchas veces por senderos que nuestro yo conciente resiste, pues descubrir es quitar el velo de cosas que están tapadas… y –como bien nos advertirá nuestro ego- “¡¡ POR ALGO ESTAN TAPADAS !!”

Aquí es donde comienza a vislumbrarse un nexo entre el grado de tolerancia que se tiene hacia los demás, el que se tiene hacia uno mismo y el nivel o grado de autoconocimiento.

El personaje reconocido por todos como arquetipo del “intolerante”, suele ser esa típica persona que –sea en el ámbito doméstico o laboral- nos dirá que es exigente porque lo mismo que exige es lo que se exige a sí misma, y que lo que exige –en definitiva- es para bien del exigido que aprenderá a ser del mismo modo; o que exige porque aprecia al otro; o que se exige a sí mismo porque no puede dejar de lado –por mucho que lo desee a nivel conciente- algún mandato paterno superyoicamente interiorizado.

Aquellos que –de alguna manera- buscamos ir acercándonos paulatinamente a la excelencia en nuestras respectivas actividades, solemos caer fácil en la tentación de ser intolerantes con aquellos que –simplemente- viven la vida con prioridades distintas; y –la verdad- es que la excelencia es un ideal cuasi alcanzable que parece demandar toda la energía disponible. Sin embargo: la excelencia no puede ser un fin que justifique el destrato o el maltrato a nuestros congéneres, compañeros, asociados o colaboradores, ya que no puede haberla hacia fuera si no está primero en el equipo humano.

La intolerancia está en todos nosotros en dispares medidas. En lo personal veo diariamente como en nuestra actividad como abogados solemos ser intolerantes con nuestros colegas, con nuestros clientes, con nuestros asistentes y colaboradores; y todos ellos suelen serlo con nosotros, con sus familiares, con sus asociados; todos solemos ser intolerantes con el personal del poder judicial, con los políticos, etc. etc..

No toleramos la frustración. No toleramos a los demás. No nos toleramos a nosotros mismos.

En términos mundiales, es bastante frecuente y alcanza con ver cualquier programa periodístico de política o noticiero, para observar como se publicita -a título de información- la intolerancia, cuando en verdad es la tolerancia la que cohesiona la vida social del planeta entero.

Si el mundo real fuera el de los noticieros, o el de las pseudodisputas politiqueras, NO HABRIA MUNDO! El mundo, las sociedades, están invisiblemente unidas por miles de millones de conductas tolerantes de miles de millones de personas que deciden –día a día- vivir y dejar vivir.

El problema mayor de la propaganda es que apunta siempre a resaltar la intolerancia, valorando el choque entre diferencias, en lugar de la aceptación de una diversidad tolerante, coexistente y enriquecedora.

En la esfera de la microsociedad -la que rodea a cada quien-, debemos saber que siempre podremos mejorar nuestros lazos interpersonales practicando la tolerancia… siempre está presente la posibilidad de seguir aprendiendo a aceptar -más y más- la realidad de que EL OTRO ES OTRO SER EXPERIMENTANDO LA EXISTENCIA, y que puede –porque es parte de la potencia del existir- desde el extremo de tener otra religión o practicar otra sexualidad, hasta la trivialidad de tener por costumbre no atender el teléfono cuando suena o dejar prendido el ventilador cuando sale del cuarto y este queda vacío.

Al practicar ser tolerantes con los demás podremos –gradualmente- comenzar a reconocer y descubrir en ellos valores nuevos que ya estaban presentes pero que la ira o la bronca o la presión sanguínea elevada que nos provocaba la intolerancia no nos dejaba visualizar, y –conjuntamente- podremos plantear de modo abierto –y mucho más eficiente- todo aquello que facilite la construcción de relaciones recíprocamente tolerantes (sin olvidar –no obstante- que la tolerancia no es una moneda de cambio, no puedo decidir ser tolerante si el otro lo es primero, o si acepta mis términos sobre lo que toleraré de él… sino que debo esforzarme por serlo aún con quien es intolerante conmigo).

Por último, en el ámbito intrapersonal ¿Cuántas veces no nos perdonamos no estar “a la altura de las circunstancias”? ¿Cuántas veces nos recriminamos cosas del pasado? (el famoso: “¿qué hubiera pasado si hubiera hecho… o si no hubiera hecho…?) ¿Cuántas veces no nos permitimos pensarnos a nosotros mismos con la mente abierta a todas las posibilidades?.

¿Qué es lo que creemos que decimos al decirnos “personas libres” si no podemos ni siquiera pensarnos a nosotros mismos de modo absolutamente libre?

Un elemental primer paso en camino hacia el auto conocimiento y la auto tolerancia es el RECONOCER TODO LO QUE UNO NO ES: uno no es quien habitualmente piensa que es, uno no es su nombre, su estatus, uno no es lo que los demás creen que es. Debemos aprender a tolerar el hecho de la propia finitud, y de que -un día- todo cuanto conocemos, a todos cuantos amamos, todo lo que hemos hecho, quedará reducido a polvo.

Cuando a uno se lo invita a “practicar la tolerancia”, esto es visto como una empresa tediosa, como algo que demandará un esfuerzo adicional en todos nuestros comportamientos y actividades, como algo difícil de llevar a la vida cotidiana, pero -en realidad- es una disciplina que -desde el instante mismo en que tomamos la genuina decisión de traer a nuestra vida- irá transformando naturalmente nuestra forma de pensar influyendo no solo en el modo en que uno percibe globalmente al otro, a los otros, sino en cómo uno se ve y se acepta a sí mismo, y esto –en definitiva- nos suma una saludable dosis de flexibilidad mental, abre una nueva puerta en el camino del auto conocimiento y nos reafirma la muchas veces olvidada y única verdad esencial: NUESTRA LIBERTAD EXISTENCIAL.

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ELOGIO A LA INCOHERENCIA

Se ve y se observa a menudo que las personas utilizan como argumento defensivo el hecho de haber guardado conductas lineales a lo largo del tiempo y de las circunstancias, autoproclamándolos como “comportamientos coherentes”, sin embargo no existe motivo alguno por el cual deba considerarse que ello tiene algún valor en sí mismo.

El diccionario define como “coherencia” a una actitud lógica y consecuente con una posición anterior, vale decir: a lo largo de un periodo en el que habrá un antes y un después, teniendo especial importancia el nexo “Y” entre la razón y la continuidad.

Por otro lado, si coincidimos en que vivimos en un mundo, en un universo, en el que lo único constante es el cambio, tampoco veo porque uno debería valorar –más que como excentricidad- la permanencia de algo… mucho menos de un esquema de pensamiento.

Si lo propio de las cosas es cambiar, ¿por qué lo propio del pensamiento debiera ser quedar incólume frente al resto de los cambios?. No hay motivo para temerle al mote de incoherente, ya que lo que importa –en fin- no es ser coherente o no, sino al “¿con qué?” se lo está siendo. La coherencia es una formalidad, no un contenido.

Entre nosotros, es notable cómo se pierde valiosísimo tiempo en desprestigiar o vilipendiar a aquella persona que fue trocando de unas convicciones a otras, o de unos razonamientos a otros, mientras se ensalza a aquellos que se han convertido en siervos y esclavos de lo que alguna vez opinaron, creyeron o pensaron.

La libertad de pensamiento lleva implícita la obligación de rectificarse, de avanzar, de seguir pensándose a sí mismo, a los otros y al mundo. El pensamiento estanco, no puede ser valorado en modo alguno, ni –finalmente- otorgársele una jerarquía apriorística de validez como tal… pues dejó de serlo desde el momento en que dejó de ser revisado.

Cuando rigidizamos nuestro pensar y le ponemos cotos o topes para que las nuevas producciones encajen en las anteriores argumentaciones, dejamos atrás la verdad de su esencia, para convertir ese acto en un arte engañoso y mercenario.

La verdad es que bajo el caprichoso título de este artículo, lo que se intenta no es elogiar realmente la incoherencia sino caer en la cuenta de lo que es una verdadera coherencia: la verdadera actitud racional, sostenida a lo largo del tiempo y sujeta a ser una y otra vez revisada desde la lógica, pero con una razón tal que sea –a la vez- suficientemente conciente de sus limitaciones y falencias (que impregnan todo lo humano).

Lo que considero que definitivamente debe ser desterrado del uso social es el hecho de otorgar algún valor a esa seudo “coherencia” que se le supone a la -o las- personas que –lejos de actuar bajo el imperio de la razón- son simplemente “consecuentes” al exteriorizar a lo largo del tiempo las mismas conductas, aunque estas sean horribles, representen disvalores sociales o sean –lisa y llanamente- equivocadas o erróneas… es decir: un asesino serial es consecuente, pero no es coherente… o también y valga de ejemplo actual: el que hoy día aquellos que han representado un papel activo sea en el terrorismo de estado de los años `70 o de los grupos terroristas subversivos de la misma época, se mantengan en sus afirmaciones y creencias no los convierte en personas coherentes, sino que solo corrobora que ambos se rehúsan a incluir en su análisis -presuntamente racional- los elementos de juicio que fueron incorporados a la realidad histórica luego de treinta años de investigaciones periodísticas y legales, de testimonios, etc… una cosa es que esa persona pueda evaluar –e incluso aprender a aceptar- que en ese momento hizo lo que pensó que debía, y otra muy distinta es que se ratifique y exalte sus labores, pues en este caso –reitero- no hay allí coherencia sino –en todo caso- una evidente negación interna que impide que accedan a la conciencia contenidos que impliquen ver las injustificables atrocidades, vejaciones y crímenes cometidos hacia sus congéneres (fueran del bando que fueran). Donde hay pasión, no hay razón.

Otro tanto ocurre en el ámbito de las ciencias, y es bien descrito por kuhn como los científicos cuando ya promedian su vida suelen constituir un freno a que se dé un avance paradigmático de sus respectivas áreas, ya que ellos tienden a cristalizarse en posiciones de saber –que aprendieron en sus años iniciales-, y a ser “consecuentes” con ese saber, impidiendo u obstaculizando que se prueben nuevos caminos; por eso, señala Kuhn, los grandes descubrimientos científicos los suelen hacer los jóvenes, los que recién empiezan, ya que no se encuentran atados a esos esquemas de antaño.

Por lo dicho, pienso que para ser verdaderamente coherente -desde un punto de vista acorde con su significación más profunda- ese comportamiento deberá responder a un camino personalísimo y racional que nos haya permitido develar en nuestro interior aquellos principios y valores que consideramos perennes, pero –aun así- por haber llegado a ellos de modo racional, dejarlos sujetos a ser cambiados en el futuro como parte esencial de su propia coherencia, ya que la razón es propia del hombre, y lo propio del hombre es –gracias a Dios- la evolución!

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EL VERDADERO NUNCA MÁS

Pareciera existir una orfandad absoluta de buenas ideas en lo que al quehacer político-social se refiere. Se asiste al espectáculo de ver como han venido -de una década y media a esta parte- quebrando y fundiéndose empresas que habían apostado al país, sin aparecer en su auxilio la más mínima asistencia estatal, con un Estado que –por el contrario- ha obligado al sector privado a subir “de prepo” los salarios, y que ha forzado el libre juego de la oferta y la demanda de una economía presuntamente liberal, que ha duplicado y triplicado indemnizaciones y cargas laborales que ya eran insoportables para el empresario chico o mediano que no solo debe indemnizar sino que –además- soporta el pago de un seguro de desempleo, pero a la par de todo ello -ese mismo Estado- acepta la toma y usurpación de empresas fundidas, obsequia millones de pesos en créditos para micro emprendimientos en los que -a quienes los reciben- no se les exige curricula, ni antecedentes, ni devolución, ni garantía, ni tan solo la más mínima experiencia en lo que –teóricamente- van a montar; ese mismo Estado subsidia y obsequia fortunas a los multimillonarios concesionarios de trenes y demás empresas de servicios públicos, a las que ha permitido –además- que hagan y deshagan los contratos siempre en claro perjuicio del usuario; En la Argentina de hoy vemos -todos los días- como un trabajador se rompe el lomo y termina ganando lo mismo que un “muchachón” de su cuadra que se empadronó a sí mismo y a su concubina como “jefes de hogar” y/o acumulando varios “planes sociales” en contubernio con algún puntero que se lo deja pasar a cambio de presencia en algún acto; Seguimos observando como se pone a personas de elevada edad, que aportaron toda su vida con la promesa y esperanza de obtener una jubilación móvil acorde a lo que hubieran estado ganando en actividad, en la obligación de hacer juicios de reajustede haberes –y llevarlos a veces hasta la Corte Suprema de Justicia de la Nación- para que les paguen lo que les corresponde por derecho, mientras -simultáneamente- regalan jubilaciones a quienes jamás han hecho un aporte partido al medio, y con el solo afán –demagógico- de conseguirse la mayor cantidad de votantes para el año próximo; y casi como colmo de los colmos somos testigos de como –una y otra vez- se sub ejecutan los presupuestos municipales, provinciales y nacionales, y esto quiere decir -en muchos casos- que se pagan intereses por créditos pedidos y concedidos para hacer determinadas obras y acciones que no se hacen (aún cuando no hacerlas nos está costando -en dinero- lo mismo que hacerlas).

Vivimos en un país que permite estas cosas; en el que hay personas viviendo “del aire”, sin trabajo y sin oficio, estudiantes que no tienen escuela a la que asistir, madres que no pueden sostener a los suyos y deben regalar a sus hijos (o entregarlos a algún tratante que negociará con ellos sea para adopción o para vender sus órganos), y en el que los que han tenido todo y tendrían que estar haciéndolo todo para procurar soluciones -contando actualmente con todos los medios para hacerlo- se toman su tiempo para ir a embajadas a celebrar el 4 de julio o festejar -o condoler- el resultado de las elecciones ocurridas en algún país del norte, pero no asumen el mínimo compromiso de no irse a dormir a su casa hasta no resolver el problema de la ejecución deficiente e incompleta de sus propios ejercicios presupuestarios que generarían trabajo y capital a los que –en definitiva- están pagando con su cuero los intereses de sumas no utilizadas.

Pobre contribuyente argentino, pobre aportante… somos padres de un hijo que nos salió político, corrupto, ineficiente e idiota; un hijo bobo que cada vez nos pide más y cada vez que se gasta lo que le dimos nos agarramos la cabeza para tratar de no matarlo por la falta de sentido común que tienen sus acciones y erogaciones.

No obstante, es innegable que el político argentino es nuestro hijo, que tiene nuestra sangre, nuestras mañas… no podemos decir que haya nacido de un repollo, porque a cada paso que damos vemos el pequeño político con-nacional que habita en casi todos nosotros. Cada vez que algún cliente me dice que va a ir a hablar a Anses o a un Juzgado porque tiene un conocido dentro que le puede agilizar las cosas, cada vez que me formulan la pregunta: “¿no se podrá ‘tocar’ a alguien…?”, cada vez que en lugar de dialogar los problemas, de buscar consensos y de integrarse armónicamente a través de la razón y la buena voluntad, las personas buscan imponerse a través de un familiar más fuerte o mejor posicionado, de un contacto, de un barrabrava, de un matón o –aún muchas veces- de un abogado, se me dibuja de modo más o menos clara la imagen del político argentino chiquito que todos tenemos en el interior.

Todos tenemos un pendenciero dictador que se aprovecha de la debilidad, de la ignorancia, de la buena fortuna y de la buena fe de los demás… lo que pasa es que el alcance habitual de nuestras acciones es reducido, y muchas veces tan intrascendente que solo nosotros sabemos la verdadera raíz de nuestro mezquino comportamiento.

Nuestro político interno que no difiere –más que cuantitativamente- de aquel que impone a la sociedad lo que a él le parece por el solo hecho de detentar –en ese momento dado- la fuerza suficiente para implantar su criterio.

No hay ninguna diferencia sustancial entre la persona que se niega a hablar acerca de un problema con su familia por saber íntimamente que no tiene fundamento para tal o cual conducta, y el político que se niega a confrontarse en público debate con un colega de otro partido, ni el partido político que rechaza sentarse en una mesa abierta de diálogo con el gobierno de turno que pide su ayuda en tiempos de crisis.

Tampoco existen abismos entre aquel que se pavonea indiferente ante un congénere que le pide ayuda por la calle, y un gobierno que hace oídos sordos a los reclamos individuales, populares y/o sectoriales, respecto de los cuales no tenga el propio gobierno algún interés especial.

Somos un país muy particular en este sentido, porque nos provocan rechazo aquellos que nacen de nuestro seno, aquellos a quienes hemos parido como sociedad, pero no somos capaces de hacer gran cosa –como padres- para educarlos, para que no se clonen una y otra vez. No existe prácticamente sanción social hacia el político corrupto y malintencionado, ni hacia el idiota o el inútil… funcionamos a su respecto como “cholulos” –o admiradores del “qué bien que la hizo…!”-, y, si los vemos por la calle es más probable que nos deslumbre su presencia -cual si fueran estrellas de cine- que que los “casquemos” por las macanas que hicieron o siguen haciendo (aunque más no fuera levantándonos y yéndonos del lugar que admite su presencia).

Habríamos de preguntarnos si nuestra actitud silente, nuestro saludo cordial –o al menos neutro- al cruzarlos por la calle o el hecho de sentarnos en una mesa del mismo café o restaurante, no es en parte convertirnos -si no en aliados o cómplices- al menos en tolerantes participes necesarios de sus inconductas y –en definitiva- de los resultados que ellas han arrojado a nivel país.

¿Cómo vamos a gestar una nueva Argentina si no advertimos y aceptamos que para ello debemos recrearnos primero a nosotros mismos?

Si a cada paso que damos aflora en nosotros un mandatario soberbio y autoritario que no entiende de más razones, deseos o necesidades que las propias; si en cada conversación de café sobre el destino del país se escucha todavía la tristemente célebre frase: “esto se arregla con mil ladrillos y mil balas” o “denme la suma del poder público por cinco años y van a ver como arreglo todo”; si en cada puestito el funcionario o el empleado público se atrinchera para mandonear ejerciendo su diminuto poder para enrostrárselo al resto, y hacerle pagar al que tiene enfrente –del otro lado del mostrador- todas sus personales frustraciones; si Ud. va a usar su pequeño o gran contacto para pasar por encima de su vecino en el trámite que iniciaron ambos a la vez, y si su vecino en lugar de reprochárselo piensa en Ud. como un gran hombre –un hombre “de peso”- porque tiene “acceso privilegiado al poder”, entonces: “Nunca Más” dejará de ser una expresión vinculada o reservada a los derechos humanos, para pasar a ser parte del nuevo “Nunca más”, el “nunca más se retirarán nuestros políticos, nunca más llegará sangre nueva a la dirigencia argentina, nunca más dejaremos de ser quejosas marionetas sujetas al capricho del déspota de turno, y nunca más comprenderemos que la patria y el destino o los forjamos entre todos o dejaremos de ser un país –como escuché por ahí- para pasar a ser –simplemente- un lugar.”

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